Quizás haya una manera óptima de desarrollar la ciencia y la tecnología y tal vez haya una forma ideal de diseñar políticas públicas en salud, pero lo que es seguro es que no existe una manera de desarrollar políticas públicas en cultura que sea buena para todos los gustos y todas las intenciones.
El 8 de abril el precandidato nacionalista Luis Lacalle Pou presentó su programa de gobierno, llamado “La estrategia de los cinco shocks”, algo que coloca a su sector, junto al Frente Amplio (FA), como los únicos que les dicen a los eventuales votantes qué harían en caso de ganar las elecciones de octubre (o noviembre). Con la diferencia de que el FA definió su programa único, que guía a los cuatro precandidatos, en un congreso en diciembre de 2018, mientras que el publicado por Lacalle sólo es una guía de los deseos del precandidato, que después deberá negociar con los otros sectores partidarios en caso de ganar la interna. Pero esto no deja de ser una buena noticia para la política: un candidato respaldado por objetivos explícitos escritos en un documento público que funciona como compromiso.
Pablo Anzalone analizó las propuestas de salud y Edgardo Rubianes describió las propuestas para ciencia y tecnología, en las ediciones de la diaria de los días 16 y 23 de abril respectivamente. Pretendo hacer algo parecido con las propuestas para la cultura del precandidato nacionalista mejor posicionado según las encuestas.
Lo primero a destacar es que entre los “cinco shocks” de Lacalle hay uno dedicado al conocimiento y la cultura subtitulado “Nuevas mentalidades, nuevas sensibilidades”. Ubicar a la cultura en el primer nivel de atención no es común y habla bien de los asesores del precandidato. Los vertiginosos cambios técnicos, económicos, geopolíticos y migratorios que vivimos y se acentuarán en las próximas décadas sin duda requieren nuevos conocimientos y otras sensibilidades que permitan a las personas adaptarse satisfactoriamente y tomar decisiones acorde a sus necesidades, gustos y deseos.
El “Shock del conocimiento y la cultura” ocupa 24 de las 207 páginas del documento, y la cultura propiamente dicha está desarrollada en las últimas nueve. Como en el resto de las secciones, al comienzo se describe la situación o problema a tratar y después se enumeran “acciones a impulsar”.
El capítulo de cultura empieza con un axioma que creo es incompleto y absolutamente engañoso: “El acceso a bienes culturales nos permite desarrollar nuestra sensibilidad, enriquecer nuestra comprensión del mundo, mejorar la calidad de nuestra convivencia y estimular un ejercicio más creativo de nuestra libertad”. Es incompleto porque no dice qué es la cultura o para qué ha servido históricamente en la vida de las diversas civilizaciones. La función de la cultura está escamoteada; sólo se dice que el acceso a bienes y servicios culturales nos permite desarrollarnos como humanos.
La definición que aparece en las Bases Programáticas del FA, aprobadas en el VII Congreso, dice: “La cultura define los rasgos distintivos de nuestra sociedad; es un elemento central de la construcción de identidades, cohesión social y sentido de pertenencia. Sometida a las presiones de la globalización hegemónica y a la mercantilización, su desarrollo precisa de la participación activa de la más amplia cantidad de actores sociales y una serie de políticas públicas que garanticen la variedad de propuestas, la igualdad de oportunidades y el apoyo a la creación”.
Las dos definiciones abren caminos que parecen converger, pero que en el largo plazo no son compatibles. Mientras que para el FA la cultura construye identidad, cohesión y da pertenencia en el marco de la globalización hegemónica y la mercantilización, para el sector Todos de Lacalle simplemente “es”, existe fuera de la historia, y es buena en sí misma. Por esa razón el encare general del sector herrerista de favorecer el acceso a esos bienes ya preexistentes, naturalmente buenos, es suficiente. Es como si dijéramos que es sólo un problema de gestión, de administrar mejor los recursos, de ser generosos con el interior del país, de colaborar con las intendencias, y todo se va a solucionar.
Esto implica además que la producción artística, patrimonial o cultural ya está y que se trata de un problema de acceso y cercanía. No hay que producir ni más arte ni más espectáculos, ni crear nuevos públicos.
Sin embargo, sí se queja el documento de cierta selección o preferencia de las administraciones frenteamplistas por algunos artistas (que no se atreven a nombrar) en detrimento de otros. Esa queja aparece en varias partes del texto, y seguramente esté pensada para dar lugar al sentimiento de injusta discriminación que tienen algunos artistas y algunos gobiernos departamentales. Los sentimientos de los artistas supuestamente no apoyados por supuestas diferencias políticas con el FA no pueden ser motivo de políticas públicas y sólo pueden explicarse en un fuero muy íntimo. Pero los sentimientos o reclamos de los gobiernos departamentales y sus más o menos estructuradas direcciones de cultura son otro cantar. Allí sí que hay discrepancias.
Hasta 2005 el Ministerio de Educación y Cultura (MEC) funcionaba, tal como dice el documento nacionalista, para la Ciudad Vieja de Montevideo y apenas hasta el Parque Rodó. El primer gobierno frenteamplista multiplicó por diez los fondos para la cultura y en el segundo año de gestión creó los centros MEC, para llegar con propuestas culturales y para apoyar a los artistas de todo el país, en especial a los de las localidades del interior de los departamentos del interior. Eso fue visto por algunos gobiernos departamentales como una intromisión del gobierno central en “su” área de acción.
Este sentimiento ha revivido en los últimos años con los fondos que dispuso la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) a través de su programa Uruguay Integra para el desarrollo participativo de Agendas Municipales de Cultura (AMC). Estas AMC son definidas directamente en los municipios, con un apoyo técnico de dos universidades (Universidad de la República y Claeh) y sin ninguna intervención política. Pero es común escuchar la queja de que sería mejor que la gestión cultural “en el territorio” corriera exclusivamente por parte de las intendencias y que no hubiera intromisiones del MEC o de la OPP.
Este es el campo en disputa. Hay intendencias que, libre y soberanamente, prefieren gastar 90% de su presupuesto de cultura trayendo estrellas femeninas de la televisión argentina para que desfilen en carnaval. Pero también es cierto que el gobierno nacional tiene la oportunidad de llevar adelante políticas públicas en todo el territorio nacional y que los ciudadanos de esos departamentos pueden beneficiarse de una oferta cultural más variada y rica si también suman sus fuerzas y recursos en el territorio el MEC y la OPP.
Es importante y compartible el interés del documento de Todos por lo que en los últimos gobiernos se denominó la “ciudadanía cultural”. En los primeros años de gobierno progresista se decidió que, además de promover la profesionalización de los artistas y el reconocimiento de sus derechos morales, económicos y autorales, debía crearse un centro de atención al ciudadano. Este, como destinatario final de las políticas, podría ejercer su derecho a la participación en la vida cultural, no solamente como mero “consumidor” o “espectador” sino como productor de cultura. Afortunadamente, el programa del sector Todos respeta esta definición y pone a salvo uno de los mayores ejes de las políticas culturales de los últimos años.
Pero lo que quedó realmente pobre en la propuesta programática de Luis Lacalle es lo destinado a la promoción de la creación artística. Además de no mencionarlo explícitamente, se destacan logros de los gobiernos del FA (como la creación de las cooperativas que permiten obtener seguridad social a los artistas) y al mismo tiempo se los tacha de insuficientes, sin proponer ninguna mejora para el sector. Se menciona al FEFCA, el Fonam, la Cofonte, así como a los Fondos de Incentivo Cultural y otros fondos de estímulo, mencionando su diversidad, criticando su gestión y sugiriendo su unificación, pero sin una sola propuesta concreta. Además, critica que no exista una sola fuente de estímulos, resaltando de forma negativa que instituciones como el Banco Central otorguen premios culturales: la solución planteada, entonces, es “una política global de apoyo a la actividad cultural que unifique procedimientos, diversifique las fuentes de financiamiento (haciendo un mayor uso de las donaciones deducibles de impuestos)”, pero deslizando además una sospecha: “y dé garantías a todas las partes”. No hay una reacción de los creadores hacia las políticas de fondos concursables impulsadas por el FA, pero tal vez para un lector desprevenido esa forma de redactar dé para pensar que los acomodos o los favoritismos son la norma. Esa forma de plantearlo olvida que hasta la existencia de concursos era el poder político quien repartía el “favor” de las ayudas a artistas.
Otra de las soluciones planteadas también es polémica: los artistas de sólida trayectoria tendrían la responsabilidad de asegurar “la transmisión de técnicas, rutinas y tradiciones” a los más jóvenes a través de un programa de mentoreo. Si bien la idea parece interesante –y hasta deseable–, el programa parece unidireccional, como si sólo las y los veteranos pudieran enseñar y como si los jóvenes sólo pudieran aprender. No se trata de nada grave, pero revela desde qué punto de vista se mira el mundo.
En fin, tal como en los casos de ciencia y tecnología y de salud, la propuesta no parece catastrófica ni dramáticamente regresiva. Es más, toma muchos de los elementos impulsados por el FA y los naturaliza, proponiéndose como superador de la mala gestión. Sólo que en el campo de la cultura los puntos de vista influyen en los resultados, y los planteos unidireccionales terminan siendo necesariamente reaccionarios y pueden limitar la libertad. El equipo de Lacalle se interesó por la cultura, adoptó los cambios del FA y se propone pocos cambios radicales. Los artistas y los públicos no saldrían beneficiados. ¿Por qué habría que acompañarlo?