Las actas del Tribunal de Honor del Ejército que juzgó las conductas de José Nino Gavazzo, Luis Maurente y Jorge Silveira distan mucho de ser una lectura amena y, como dice la tradicional advertencia, contienen pasajes que pueden herir la sensibilidad. De todos modos, resultan muy útiles, porque revelan el punto de vista de los generales que integraron ese tribunal. Un punto de vista que, a casi 35 años del regreso de la democracia, sólo cabe considerar preocupante.

Desde que los militares comenzaron a participar en la “lucha antisubversiva”, y por supuesto luego del golpe de Estado, es clarísimo que las Fuerzas Armadas cometieron numerosas y graves violaciones de los derechos humanos. Los propios mandos han reconocido en varias oportunidades que hubo, entre otros crímenes, asesinatos y desapariciones forzadas. También es clarísimo que un grupo de oficiales, entre ellos Gavazzo, Silveira y Maurente, tuvo a su cargo gran parte de las acciones en las que se cometieron esos delitos. Esto lo deben saber los generales que integraron el Tribunal de Honor, y si no lo supieran les bastaría, para enterarse, con consultar documentos oficiales y públicos del Ejército.

También deben saber bien los generales que, si muchas responsabilidades directas e indirectas no fueron establecidas aún, es porque los culpables y otras personas han mantenido, durante décadas, la decisión de callar o mentir ante la Justicia. Esto no sólo determina que se mantengan impunes muchos crímenes, sino también la posibilidad de que por algunos de ellos se haya producido –o vaya a producirse– la condena de personas que no los cometieron. O sea, lo único que los generales dictaminaron que afectaba el honor de los sometidos a la evaluación del tribunal, pero sólo en los casos de Gavazzo y Silveira, y en relación con un solo delito.

En vez de asumir los datos de la realidad, los generales procedieron en forma burocrática. Se refugiaron en que “la imposibilidad de reconstruir” lo que sucedió hace décadas es un hecho consumado, y en que, desde el punto de vista reglamentario, debían actuar con independencia de los fallos del Poder Judicial y en función de sus propias convicciones, inspiradas “en el sentimiento del honor y el deber”.

Da la impresión de que entre tales convicciones hay algunas muy malsanas. Quizá la convicción de que todo lo actuado en la “lucha antisubversiva” fue necesario y justo, o por lo menos excusable como daño colateral en una presunta guerra. Quizá la convicción de que la Ley de Caducidad fue la solución correcta, que hay que mantener aunque esa infame norma ya no rija. Quizá la convicción de que, como el enemigo miente y el sistema judicial es un instrumento de venganza, se puede hacer de cuenta que no hay delitos probados o que es inviable la identificación de autores.

No debería ser posible que alguien con tales convicciones llegara al máximo grado en el Ejército. Que pueda suceder deja en evidencia la magnitud de las omisiones a la hora de redefinir, con criterios democráticos, la formación y la doctrina de las Fuerzas Armadas. Otra tarea pendiente para el “nunca más”.