Las placas tectónicas de la Historia están en constante movimiento y, por eso, nunca podemos descartar que fenómenos de profundísimo calado se estén dando ante nuestros ojos todos los días sin que sepamos muy bien qué se mueve o, siquiera, si se está moviendo algo. Por supuesto, y del mismo modo, es innegable que la edad de las personas influye mucho en su valoración de tales fenómenos tectónicos, por lo que pido de entrada disculpas por la posible sobresignificación que le pueda estar dando a determinados hechos por cierto ímpetu juvenil. De igual manera, quienes son mayores no deberían perder de vista esa sana capacidad de preguntarse por la posibilidad de que, efectivamente, estén produciéndose movimientos tectónicos. En ocasiones, ya mayores como digo, nos volvemos impermeables a la posibilidad de que las cosas, para bien o para mal, estén cambiando porque en la vida de uno nada trascendental cambió. Cuanto más mayores nos hacemos, más importancia le damos a nuestras decisiones personales al verlas en retrospectiva. En cualquier caso, vayamos al asunto en cuestión. En este comienzo de año he percibido la voluntad emergente de una idea difusa como es la Hispanidad. Una idea tectónica.
El conflicto civil venezolano ha puesto sobre la mesa el papel que José Luis Rodríguez Zapatero, junto a otros expresidentes latinoamericanos, jugó en las negociaciones entre chavismo y oposición llevadas a cabo en República Dominicana en 2017. El contenido de aquellas negociaciones no es muy conocido y prima el silencio sobre ellas, sin embargo encontraba puntos de acuerdo en temas tan relevantes como el impuesto sobre la renta reformado, todavía, en 2015; la convocatoria de elecciones con observadores internacionales; y un cierto consenso institucional que, al menos, permitiría pasar de pantalla. Cuando todo estaba casi a punto para que ambos bandos firmasen un acuerdo que presumiblemente terminaría con el conflicto, el anterior secretario de Estado —el canciller— norteamericano Rex Tillerson viajó a Colombia de urgencia y la oposición se levantó de la mesa.
Cuando Estados Unidos reconoció a Juan Guaidó como presidente venezolano, España volvió a tener un papel protagónico inusitado hace décadas en la deriva de la política internacional y, en consecuencia, en la política doméstica de la mayoría de estados del mundo. En este sentido, varios autores escribieron un artículo de opinión para el diario español Público.es el 15 de marzo en el que se terminaba expresando: “Deseamos expresar nuestra voluntad por contribuir a una Iberoamérica que mire al futuro con optimismo y confianza. Para ello la Comunidad Iberoamericana precisa de una España activa que la entrelace: un espacio con una historia común y con un mañana por construir, donde esperamos que el Presidente Pedro Sánchez cumpla un rol fundamental para profundizar nuestros lazos”. Posteriormente llegó la carta del recién elegido presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador al rey Felipe VI y al Papa Francisco —con la que dialogaré en lo que sigue—, además de una serie de artículos y entrevistas que salieron sobre el tema de historiadores, periodistas y opinólogos profesionales.
Juzgar la Historia
Las críticas o apoyos a López Obrador fueron muy similares en ambas orillas del Atlántico. Los detractores pusieron énfasis en que la historia de los seres humanos no se puede juzgar moralmente a no ser que todavía estén vivos aquellos que sufrieron las atrocidades del pasado. No obstante, pensemos en Haití, el primer país de América Latina que se declaró independiente. ¿Acaso la deuda con Francia de la que se tuvieron que hacer cargo los haitianos tras la proclamación de su independencia no es la causa principal de toda una serie de catastróficas desdichas para aquel pueblo que llegan al día de hoy?
Las fronteras entre pasado, presente y futuro no son nítidas y cortantes; son porosas, ya que los seres humanos hemos vivido nuestras vidas a lo largo de toda la historia en un siempre ahora. Somos consecuencia no de nuestra libertad en el vacío, sino de nuestra cultura al margen de que tengamos, dentro de esos límites culturales, un nivel de soberanía individual para planificar nuestro futuro o de significar nuestra vida pasada. Si queremos juzgar en base al bien y al mal, no podemos juzgar el presente y no juzgar el pasado, ya que el presente es pasado y a la vez futuro. La medición del paso del tiempo y la idea de que “el tiempo pasa” no deja de ser una de las grandes construcciones culturales del ser humano precisamente porque el ser humano es consciente de su propia muerte. Por tanto, que sea pasado o presente o futuro, no hace a un hecho más o menos juzgable. Otra cuestión es si el hecho de juzgar por juzgar y condenar por condenar aporta algo sustancial; o si, por el contrario, aleja a las personas por estar pendientes de quién tiene la culpa de qué.
Por el otro lado, los que se posicionaron a favor de la carta esgrimieron argumentos fundamentalmente moralistas: se había hecho algo malo y se debería reconocer. Sin embargo, ¿deberían pedir perdón los descendientes aztecas a los descendientes tlaxcaltecas? No olvidemos que estos últimos se aliaron con Hernán Cortés hartos del dominio “imperialista” azteca. De igual modo, ¿no han existido innumerables movimientos migratorios y de conquista que destruyeron la cultura aborigen, reconstruyeron algo nuevo, se explotaron y a la vez se mezclaron? Quizás deberíamos preocuparnos menos del bien y del mal y comenzar a complejizar las situaciones que vivimos, tanto las presentes como las pasadas. Evidentemente hay actos que podemos considerar como bondadosos o malvados, pero lo que materializa esos actos no es la “buena voluntad” o la “mala voluntad”. Cuando le dije a un amigo que los belgas habían pedido disculpas al Congo por las masacres y el asesinato de Lumumba me respondió: “sí, pero con los diamantes de Lumumba se quedaron”. Es como aquel católico que luego de una vida de excesos se confiesa en el lecho de muerte y va al Cielo. Es decir, decretar la maldad y la bondad buscando un pecado original no es posible. Y cuando se hace, se suele estar errando.
Personalmente, en lo que yo más creo es en la capacidad y habilidad política para hacer cambiar inercias históricas. Pero la “buena política” no parte de “la verdad” ni de un lugar puro, casto e inviolable que se despliega por la comunidad política. Esa manera de entender la política —e incluso la vida— puede conducir a una complacencia autorreferencial excesiva, es decir, a condenar actos y quedarse con la sensación del deber cumplido o con la impotencia de no poder hacer nada. La buena política parte de la elaboración de una buena estrategia para conseguir lo que se pretende; parte de la prudencia y no del bien. Desde este lugar es desde el que, creo, se debe juzgar la jugada de López Obrador y no desde la del moralismo o amoralismo.
La carta de AMLO
A pesar de que lo más destacado y polémico de la mencionada carta fue lo de “pedir disculpas”, lo cierto es que había asuntos en el escrito que eran mucho más importantes. Abogaba por reconstruir los lazos y la cooperación entre los dos países; exponía que el estado mexicano también estaba dispuesto a pedir disculpas; y, por último y más importante: proponía que ambos países acordasen y redactasen un relato compartido, público y socializado de su historia común, “a fin de iniciar en nuestras relaciones una nueva etapa plenamente apegada a los principios que orientan en la actualidad a nuestros respectivos Estados”. “La conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlán en 2021 y, paralelamente, de los 200 años de vida independiente de México, abre un periodo ineludible de reflexión ante hechos que marcaron de manera decisiva la historia de nuestras naciones y que aún generan encendidas polémicas en ambos lados del Océano”.
López Obrador muestra una gran habilidad política cuando habla de la necesidad de crear un relato común y compartido para conseguir sus objetivos políticos. Lo que se busca desde México es un acercamiento diplomático a la antigua metrópolis dado el deterioro de las relaciones que han existido desde la independencia entre ambos estados. Y, yendo más hacia la actualidad, lo cierto es que México estuvo mucho más preocupado de ser Norteamérica que cualquier otra cosa; y España por ser Europa (como si no lo fuese). Al mismo tiempo, a México le interesa estrechar lazos con Europa y, de esa manera, tener mayor independencia con respecto a los Estados Unidos. Sobre todo en este preciso momento en el que las relaciones entre los países europeos y Estados Unidos no están pasando por los mejores momentos pese al infinito esbirrismo de las élites de Bruselas.
De igual manera, López Obrador tiene toda la razón cuando dice que esos lazos están rotos. Los argumentos de México en este sentido son de enorme peso. También del resto de Latinoamérica, pero en el caso de México especialmente. No olvidemos que México en la época colonial era la Nueva España —el nombre no es casualidad— y que Ciudad de México fue la urbe más esplendorosa del antiguo Imperio Español. Tanto, que la relación que se producía entre la metrópolis y la colonia era confusa en términos de intercambio: la Nueva España llegó a exportar conocimiento y obras de arte a Sevilla, cosa que, desde luego, no forma parte de la imagen que tenemos modernamente por “colonia”.
Incluso el proceso de independencia mexicano fue confuso, lleno de idas y venidas. Cuando finalmente declararon la independencia lo hicieron ofreciendo a Fernando VII convertirse en su emperador dado que en España se había inaugurado el llamado Trienio Liberal y Fernando había perdido el poder absoluto. Como el rey declinó la oferta, nombraron emperador al general Agustín de Iturbide bajo el título de Agustín I. Increíble pero cierto. Tampoco se debe reducir el proceso de independencia a esta anécdota, puesto que los actores mayoritarios eran republicanos y plebeyos, pero no es menos cierto que esa anécdota da forma a la ambigüedad que siempre mostró México hacia España.
La posibilidad de que se produjese esta independencia díscola se debía a que el concepto de “independencia” no estaba ligado como tal al de “nación”. Los americanos de la época no se sentían una nación distinta a los peninsulares y por tanto no pretendían crear un estado por considerarse una nación sometida. Por el contrario, se sentían españoles americanos en contraposición a los españoles europeos. Lo que significaba la palabra “independencia” era la independencia con respecto a la Monarquía y no a la nación como tal. Siendo que España mantuvo esa misma Monarquía con posterioridad y hasta hoy, se vuelve evidente que aquel elemento polémico de disputa y distancia política sigue plenamente vigente. Por eso, cuando López Obrador escribe en la carta “pedir disculpas” se está equivocando y condenando su proyecto al fracaso ya que es como pedirle peras a un olmo.
No tanto por el rey como persona, sino por lo que supone simbólicamente la institución monárquica a un nivel de orgullo nacional. En España sigue muy vigente y profundamente inculcado ese sentimiento de nacionalismo nostálgico de la magnanimidad imperial. La reacción de ciertos sectores de la sociedad al “desafío” independentista catalán y la fulgurante aparición de la ultraderecha de Vox tiene que ver fundamentalmente con este tipo de discurso histórico de una España encerrada en la nostalgia por la gloria del Imperio Cristiano Universal que entiende la hispanidad, aunque sea de manera inconsciente, desde la prepotencia y no desde la fraternidad entre los pueblos. Del mismo modo, en América Latina los cantares de gesta por la independencia con un relato nacionalista adulterado no son menores.
Por eso, si López Obrador solamente hubiese escrito sobre la necesidad de construir un relato común para una nueva era diplomática evitando la petición de disculpas —que moralizan la historia y el presente—, su propuesta hubiera sido mucho mejor recibida. Así, su buena iniciativa hubiese estado mucho más cerca de materializarse. Al menos habría sido un intento de salirse de la Hispanidad imperial, que en realidad es lo más importante de superar en las dos orillas.
Esa nueva Hispanidad bien podría tener consecuencias virtuosas para conmemorar un día de paz y fraternidad. Se podría caminar hacia una mayor integración tecnológica, educativa, cultural o energética, además de reforzar un comercio más justo e igualitario para los pueblos. En definitiva, la propuesta podría haber sido un primer impulso para reconciliar dos mundos tan parecidos en el fondo y tan distintos hoy. Una reconciliación que, por torpeza, seguimos posponiendo.
Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid.