Hace pocos días, Rafael Paternain publicó en este medio un necesario artículo que reflexiona sobre una cuestión que suele tomarse a la ligera: ¿por qué crece el delito en Uruguay tras 15 años de mejoras sostenidas de las condiciones socioeconómicas?. Como suele ocurrir con asuntos de seguridad, sabemos menos de lo que nos gustaría para responder esta pregunta, pero sí tenemos algunas pistas para hacerlo. En esta columna, quisiera complementar (y discutir) los argumentos elaborados por Paternain, y a su vez señalar dos debilidades: una vinculada a nuestro campo político-institucional, y la otra a nuestra academia.
En primer lugar, creo necesario reflexionar sobre los procesos que mueven el crecimiento del delito en nuestro país. Un buen punto de partida es entender a las violencias no como un fenómeno objetivo e inmutable, sino como uno polisémico y moral al cual sus dimensiones sociales y culturales le asignan sentidos diversos. Paternain retoma el trabajo del investigador venezolano Andrés Antillano, quien reflexiona lúcidamente sobre el aumento del delito en condiciones de mejora socioeconómica en su país. Su argumento es que la redistribución del ingreso y la mejora de las condiciones de vida impactaron diferencialmente en los sectores populares. Estos, lejos de mostrarse homogéneos, fueron afectados de distintas formas frente a estos procesos macro: algunos lograron posicionarse exitosamente frente a la inclusión social, pero en otros se reforzaron asimetrías, y la violencia fue adoptada como estrategia de adquisición de capitales económicos, simbólicos, sociales y culturales (ingreso, respeto, filiaciones y saberes violentos).
Este es un buen punto de apoyo para interpretar el caso uruguayo, aunque no el único. En una línea similar, el antropólogo George Karandinos y sus colaboradores ilustran cómo, en el contexto de precariedad y escasez de un gueto de Filadelfia, la violencia constituye un recurso abundante que define relaciones interpersonales.1 Aquí, un acto de violencia altruista (por ejemplo, una represalia frente a un acto de violencia infringido inicialmente contra un tercero) genera una deuda, obligaciones sociales y jerarquías de prestigio entre los individuos involucrados en él. La incapacidad de honrar esta deuda produce condena social, aislamiento y posibilidad de convertirse en víctima de agresiones futuras. Así, participar en actos violentos constituye un imperativo moral, social y económico para los sujetos que intentan mantener su credibilidad.
Un poco más cerca de Uruguay, el sociólogo argentino Javier Auyero y sus colaboradores analizan las violencias en entornos urbanos precarizados de la Provincia de Buenos Aires.2 Proponen entenderlas como un repertorio de acción, un concepto que define la recurrencia a prácticas violentas como respuesta a problemas individuales y colectivos que hace posible lidiar con las acuciantes dificultades que reviste la vida cotidiana en la periferia urbana. De forma complementaria, Auyero y Berti argumentan que estas violencias adquieren usos variados (represalias, violencia intrafamiliar, como autodefensa, etcétera) y en distintos contextos (doméstico, escolar, en el espacio público, etcétera), que se enlazan en una cadena que conecta la calle con el hogar, el espacio público y el doméstico.3
Estas y otras lecturas de las ciencias sociales arrojan algo de luz sobre el caso uruguayo, e importan muchísimo frente a un aluvión de discursos incompletos y políticamente tendenciosos sobre el incremento del delito en nuestro país, resumidos en la columna de Paternain. Estas lecturas suelen atribuir las causas del delito a la maldad intrínseca de delincuentes racionales que procuran maximizar sus beneficios cueste lo que cueste, a un sistema de justicia demasiado benevolente, y a un gobierno ineficiente e inoperante que no ha sabido gestionar los aparatos de seguridad. Es cierto, estas no son las únicas ideas sobre la mesa. Desde sectores académicos y progresistas se busca interpelar estas posiciones y complejizar este fenómeno, aunque estas propuestas suelen ser réplicas reactivas y pocas veces propositivas frente a discursos conservadores que hegemonizan la opinión pública. Algunos ejemplos son la réplica (exitosa) a la propuesta de plebiscitar la baja de la edad de imputabilidad penal a 16 años en las elecciones nacionales de 2009, o la incipiente organización del movimiento social contra la controversial propuesta “Vivir sin Miedo”. Y con esto último apunto a las dos debilidades que enfrentan nuestros campos político y académico que señalé al comienzo, y que me parece urgente discutir.
La primera es que la academia comprometida y el proyecto político de izquierda no han sido capaces aún de articular un discurso convincente sobre el desarrollo de la criminalidad en nuestro país. Es cierto, en los últimos diez o 15 años han aparecido varias investigaciones que analizan el crecimiento del delito desde perspectivas macroanalíticas (sociológicas y economicistas), menos estudios centrados en el sistema penitenciario, y algunas pocas etnografías sobre violencia en sectores socialmente precarizados. Pero, más allá de las voces a gritos de ciertos sectores de la academia y los esfuerzos de algunos sectores políticos y sociales, todavía no existe un discurso progresista robusto en la discusión pública sobre seguridad. Por supuesto que existen múltiples coincidencias entre estos sectores, pero ciertamente no una narrativa con la solidez necesaria para disputar con éxito el arraigamiento de discursos conservadores y punitivos en nuestra sociedad.
La segunda es que –y en esto discrepo con Paternain– nuestros organismos de protección social no han terminado de abrazar un proyecto integral de seguridad. Me refiero a la ausencia de políticas focalizadas en estos temas de parte del, siguiendo con la metáfora de Pierre Bourdieu utilizada por Paternain, brazo izquierdo del Estado. Por ejemplo, desde su creación, nuestro Ministerio de Desarrollo Social no ha producido políticas sociales focalizadas en poblaciones en riesgo de iniciar trayectorias violentas y/o delictivas. Me refiero, principalmente, a poblaciones adolescentes y jóvenes con riesgo de incurrir en conductas ilegalizadas, pero también a dispositivos de reinserción focalizados en el preegreso y egreso del sistema penitenciario, políticas que trabajen sobre la intersección de situación de calle y delito desde una perspectiva progresista, participación continuada en estrategias integrales de disuasión focalizada en territorios de alta vulnerabilidad, etcétera. Lo mismo vale para todo el brazo izquierdo del Estado.
De hecho, el organismo que lidera esta agenda desde hace más de diez años se ubica anatómicamente en el brazo derecho, y es el Ministerio del Interior. Lo ha hecho a través de programas focalizados en prevención de la violencia y el deporte (programas Probá Jugar y Pelota al Medio a la Esperanza), prevención social de la violencia en adolescentes y jóvenes (Programa de Gestión Integral de Seguridad Ciudadana), programas de prevención en entornos urbanos (Plan Siete Zonas), programas de egreso de prisión (a través de la Dirección Nacional de Apoyo al Liberado), entre otros, y ello –buenas o malas intenciones aparte– no parece lo más aconsejable cuando el organismo que vela por la protección de los más débiles es el que legalmente ejerce el monopolio de la fuerza y a menudo asume la función de reprimirlos.
Paternain cierra su artículo preguntándose cuál es el impacto de la expansión de las políticas de seguridad sobre la potencialidad de las políticas sociales. Propongo invertir esta pregunta y formular algunas otras: ¿por qué las políticas sociales no han disputado el lugar que ocupan las políticas de seguridad en nuestro país? ¿Deberían estos dispositivos ser liderados por un organismo como el Ministerio del Interior? ¿Cuáles son los riesgos de securitizar las políticas sociales? Creo que esto último amerita un debate informado que aún nuestros campos político, institucional y académico no han puesto sobre la mesa.
Federico del Castillo es antropólogo egresado de la Universidad de la República y magíster en Criminología por la City University of New York.
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Karandinos, G., Hart, L. K., Castrillo, F. M., & Bourgois, P. (2014). “The moral economy of violence in the US inner city”. Current Anthropology, 55(1), 1. ↩
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Auyero, J., Burbano de Lara, A., & Berti, M. F. (2014). “Violence and the State at the Urban Margins”. Journal of Contemporary Ethnography, 43(1), 94-116. ↩
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Auyero, J, & Berti, M. F. (2013). La violencia en los márgenes. Una maestra y un sociólogo en el conurbano bonaerense. Katz Editores, Buenos Aires, Argentina. ↩