Vivimos una dura ofensiva cultural contra los avances en derechos de las mujeres, la población LBGTI, las diferentes etnias, los inmigrantes, los jóvenes y los pobres. El discurso clasista, racista, xenófobo, patriarcal, represivo, se presenta hoy con nueva virulencia, con mayor agresividad. Al mismo tiempo se justifican las desigualdades, las opresiones, las violencias contra los más vulnerados. Iglesias de distintas vertientes se están prestando a servir de cobertura religiosa a estas campañas antidemocráticas, destinadas a destruir derechos. Y en ocasiones su rol no es de mera complicidad sino de primera línea en los ataques oscurantistas y antiderechos.
Es cierto que hay muchas personas creyentes que no compartimos esos antivalores. Es verdad que en algunas iglesias institucionales hay contradicciones. El propio papa Francisco ha hecho intentos fuertes de salir de esa avalancha ideológica ultraderechista.
A lo largo de la historia, hay ejemplos de religiosos y religiosas, de creyentes que dedicaron su vida a luchar por los derechos de las y los vulnerados. Así como, por otro lado, hubo complicidad y contubernio institucional de distintas iglesias con los peores regímenes del terrorismo de Estado.
Los valores de solidaridad, justicia, convivencia, igualdad, libertad, no surgen de ninguna fatalidad histórica. Son construcciones sociales y culturales, resultados de muchas luchas, de testimonios, convicciones y praxis emancipadoras.
Hay una tendencia, ante el triste papel de muchas iglesias, a desmarcarse y recordar sus años “combativos”, que en realidad fueron muy pocos en toda la historia y en casos muy particulares, nunca de toda la institución. Hay un dejo gardeliano –“la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”– en algunas actividades que se vienen reiterando desde hace muchos años con “las mismas caras siempre” a decir de León Felipe.
Es cierto que en los años 60 se intentaron cambios, que muchos y muchas dieron sus vidas, pero fue a pesar de sus instituciones, y siempre fueron segregados. Es el pueblo quien los recupera, no la institución.
Es el caso de Camilo Torres; fue una postura estratégica buscar un Che Guevara cristiano, porque con el clericalismo otra figura hubiera sido imposible. Los relatos de esa época hablan de la relación que tenía con García Márquez en la universidad y toda la mística militante estudiantil de esa época. Cuando asesinaron al líder liberal Jorge Gaitan, decidió entrar al seminario. La relación con el escritor permaneció y hasta bautizó a su primer hijo. Hay una frase de la directora de cine Rocío García Barcha: “Lo más interesante del mito Camilo es que América Latina no cree en héroes, cree en muertos”. Por eso sacar a Camilo del movimiento popular colombiano y ponerlo como mártir inalcanzable es volverlo a matar.
Son momentos en que América Latina se empieza a reconocer en las calles, en los centros de estudio, en las fábricas y también en “algunas parroquias” combatiendo contra el capitalismo reaccionario y neoliberal.
Hay una tendencia, ante el triste papel de muchas iglesias, a desmarcarse y recordar sus años “combativos”, que en realidad fueron muy pocos en toda la historia y en casos muy particulares, nunca de toda la institución
Hoy muchas iglesias vuelven con más fuerza a su papel disciplinador, alejadas totalmente del pueblo en sus vivencias y también del seguimiento de Jesús. Es, entonces, con toda razón, como dice la doctora en bioética colombiana Ana Cristina González, que “la iglesia debería ser la última en opinar sobre el cuerpo de las mujeres”. Hace referencia a la iglesia católica de Colombia cuando dice: “El tema del aborto pasa por muchos asuntos relacionados con la salud, los derechos humanos, con la moral en el sentido positivo de que todas las personas tenemos conciencia y las decisiones sobre nuestros propios cuerpos”.
En Uruguay no hay una denominación cristiana inmune ante el oscurantismo presente. Hay voces que son una apertura al trabajo de base y a la autocrítica. El aporte de la pastora metodista brasileña Nancy Cardozo en las Jornadas de Debate Feminista fue muy contundente al preguntarse porqué las mujeres pobres están capturadas por el “fundamentalismo religioso”. Cardozo denuncia el patriarcado en las iglesias cristianas, pero explica que el pánico moral alentado por estos nuevos pastores, la promoción del “familismo”, y lo que bien describió como “extractivismo erótico” terminan conquistando la vida gris, triste, desesperada de ellas. Propone caminar con ellas y darles otro sentido. En la calle, en sus barrios, no en el templo.
Un gran problema que atraviesan las iglesias cristianas es su eurocentrismo, en su dependencia económica y también académica. Recordamos al gran teólogo uruguayo Jerónimo Bormida, que no se cansaba de repetir (él hablaba de los curas): “No les importa la teología, quieren el poder que les da el ministerio”.
No depender económicamente de una Europa cada vez más xenofóbica con fuertes movimientos neofascistas es para muchas iglesias el desafío de la supervivencia ante el envejecimiento y falta de crecimiento de sus comunidades. Eso tiene un costo no sólo económico sino ideológico, porque una cosa es mirar la historia desde el sur y otra desde el norte.
El 4 de agosto pretenderá ser el primer paso de un plebiscito discriminador y regresivo. La suma de conservadores de derecha y pentecostalismo despliega una campaña de pánico moral, de falsas noticias y de ideología fascista. No tiene ningún objetivo liberador, sino que ataca los derechos. Esta ofensiva se da de la mano con un proyecto de reforma de la Constitución que, en nombre de “vivir sin miedo”, promueve la militarización, el miedo y medidas que recortan derechos. Son medidas ineficientes para lo que dicen pretender y que incrementan la violencia, como bien han expresado los y las jóvenes de una conjunción de organizaciones nucleadas en la Articulación Nacional “No a la reforma, el miedo no es la forma”.
Quizás el compromiso de cristianas y no cristianos sea, ahora, volver a los barrios y comunidades, compartir, dialogar, caminar junto a esas mujeres, a hombres, jóvenes, niños y niñas. Sin negar lo que nos abate en materia de convivencia, sin juzgar, compartiendo sus problemas y tribulaciones. Conversando para lograr una mejor convivencia, la búsqueda de la felicidad sigue siendo un derecho humano inalienable. También alentando las esperanzas de libertad y emancipación que siguen estando en el corazón de ellos y nosotros.