Cuando explotó la crisis argentina en diciembre de 2001, sólo los neoliberales atrapados en su dogma suponían que el contagio era imposible. Las decisiones de las últimas décadas habían dejado a Uruguay expuesto al mercado y a sus vecinos, de los que dependía casi totalmente. Los acuerdos CAUCE (con Argentina) y PEC (con Brasil) concentraban entonces 90% del comercio del país, una estrategia por los menos irresponsable, considerando las inestabilidades históricas de nuestros vecinos.

Para no irnos muy atrás, la primera decisión audaz y equivocada fue tomada en el gobierno de Luis Alberto Lacalle, cuando su equipo decidió instalar la banda de flotación. La propuesta era fijar una “banda” en la que el dólar oscilaría entre un precio máximo y uno mínimo. Si subía demasiado el Banco Central del Uruguay (BCU) vendería dólares para aumentar la oferta y forzar el descenso del precio; si se daba lo inverso, el BCU compraría dólares hasta aumentar su valor. Hay un detalle: para mantener este modelo el BCU debía tener un “encaje” alto en moneda estadounidense, que le permitiera intervenir al alza o a la baja cuando fuera necesario. Ningún neoliberal aceptó los cuestionamientos, era imposible que Uruguay se quedara sin reservas y mucho menos que se produjera una crisis terminal.

La “banda de flotación” funcionó, habilitando una escalada especulativa, transformando a Uruguay en una plaza financiera que pagaba pingües intereses, tanto en dólares como en pesos, sacando dinero de la producción para volcarlo al sistema bancario y sus afines. Así, los capitales golondrinas llegaron y se fueron cuando los nubarrones comenzaron a aparecer en el horizonte bancario.

Cuando Argentina no pudo mantener la convertibilidad todo se hundió. Estados Unidos prefirió volcar los 67.000 millones de dólares en combatir a Osama bin Laden y no a financiar el experimento del ministro de Economía argentino Domingo Cavallo.

La promoción del neoliberalismo uruguayo dejó al país expuesto, y el efecto contagio no tardó en llegar. Si la banda de flotación de Lacalle era una insensatez, el manejo de la crisis por parte de Jorge Batlle rompió todas las pautas del buen juicio. Por ejemplo: la falta de decisión para intervenir ante las maniobras de los bancos; Julio de Brun –entonces presidente del Banco Central– retando a los banqueros, en lugar de tomar medidas drásticas. También el ministro de Economía Alberto Bensión, volcando dinero de rentas generales a los bancos ya quebrados, según la denuncia que presentó el entonces ministro del Tribunal de Cuentas Ariel Álvarez.

Los llantos públicos del presidente generadores de mayor inestabilidad financiera, sus explosiones lamentables, su dogmatismo y su casi prohibición de ver televisión argentina y a Jorge Lanata. Jorge Batlle apostó a “la mano oculta del mercado” para solucionar la crisis. Como buen neoliberal, al fin de cuentas, resultó que la mano del mercado estaba tan oculta que jamás apareció y el corralito fue la única salvación. El dogma liquidó a Batlle, a su gobierno y a sus asesores.

Cuando llegó el rescate estadounidense de 1.500 millones de dólares, el presidente sostuvo en la conferencia de prensa junto al secretario del tesoro Paul O’Neill que eramos “unos fenómenos” por haber soportado una corrida de 40% de los depósitos... cuando lo habitual es instalar el corralito si la fuga llega a 8%. Sin duda Jorge Batlle y su equipo entran en la categoría de fenómenos...

Así, Uruguay perdió su grado inversor, entró en la zona roja del riesgo país y hundió a la sociedad en una crisis histórica. El salario familiar bajó 30%, la pobreza infantil llegó a 55%, la desocupación a 15%, el índice de Gini mostraba una desigualdad histórica. Pero no todo era responsabilidad de Jorge y sus mandarines: las decisiones de 30 años antes construyeron el camino al desastre, producto del dogma neoliberal que Batlle y su gente pusieron por delante de la política. La ideología debe acompañar a la política, nunca debe ir por delante, pues los políticos no están para cumplir profecías.

Mientras tanto, los generadores de opinión intentaban justificar.

Talvi y el año 2002

Mientras el ex jefe de Talvi, Ramón Díaz, tenía visiones –“Yo veo default y por lo tanto un agravamiento de la situación de Uruguay en materia de tasas de interés y situaciones parecidas a la de Argentina”, sostenía en julio de 2002–, creía que la mejora del sistema financiero debía tener como uno de sus puntos centrales la reducción del personal.

El actual candidato colorado dijo en julio de 2002 que la crisis tuvo por causa Argentina y “no se ambientó en los malos números fiscales, sino que comenzó con la circular del Banco Central del vecino país el pasado 8 de febrero, cuando estableció el control de cambios y prohibió remitir partidas de fondos al exterior, golpeando al Banco de Galicia Uruguay, afectado por el nerviosismo de sus depositantes”. Aquellos números de 2002 eran buenos, sin embargo los mejores indicadores que tenemos hoy son malos. En el ballroom del Sheraton, Talvi dijo enfáticamente que están “descartados de plano” en Uruguay cualquier corralito o afectación de los depósitos bancarios, “lo que levantó un cerrado aplauso de los presentes”, mientras la fuga entraba en las dos cifras que terminaron en lo que el entonces director del Centro de Estudios de la Realidad Económica y Social predijo que no iba a suceder.

Para Ernesto Talvi, en julio de 2002 el sistema financiero uruguayo era “muy sólido, una roca”, con niveles de liquidez de 30%. Todo lo sólido se desvanece en el aire, decía Karl Marx. Para Talvi “la situación fiscal del país no incidió en las conductas de los depositantes y cito, por ejemplo, que en instancias como la de 1989, con inflación del orden de 90% y déficit fiscal de 7% del PBI y una deuda pública de 70% del producto, se registró un elevado ingreso de depósitos de no residentes”, consigna la crónica de El Observador. Con números notoriamente mejores y sin crisis de ningún tipo, el candidato colorado no presenta el mismo optimismo hoy. Finalmente fue enfático, por si alguien no comprendió: “En el Uruguay no hay lugar para la arbitrariedad ni para la violación de la integridad de los contratos. Ni colocaciones forzosas a los bancos, ni corralito, ni tratamiento diferencial entre las distintas clases de depositantes, ni pesificación compulsiva”, enfatizó. “Todas estas soluciones deben quedar absoluta y totalmente descartadas de plano”, siguió... Apelo a la buena memoria del lector...

Quien fuera asesor de Ramón Díaz en el BCU desde 1990 y gerente desde 1993, con la responsabilidad de haber colaborado en llevar al país a 45% de inflación, entonces elogiaba la estrategia económica de 1999 y auguraba que el futuro sería “extraordinario”, y lo fue, pero para el otro lado. Y así, desde 2005 ha previsto la crisis como inevitable tantas veces que hemos perdido la cuenta, pero lo que vale hoy ante la decisión de octubre es considerar especialmente sus errores constantes y de largo plazo en los diagnósticos y en las prospectivas.

¿Usted le confiaría sus finanzas a un economista que apoyó la banda de flotación de Ramón Díaz, predijo solidez en un sistema financiero en caída libre y sostuvo la imposibilidad de un corralito en el medio de la clara debacle? ¿Sería un buen administrador para usted alguien que valora como positivos políticas y números rojos que evidencian el desastre? En lo personal yo no le confiaría la administración de mis magras finanzas, mucho menos la administración de un país.