El ultimo domingo la Argentina decidió empezar a cerrar un nuevo ciclo de su historia. Y lo hizo de la manera más contundente, sorpresiva e imprevista posible: the argentinean way of life. Ni los más optimistas dentro del nuevo Frente de Todos, última expresión electoral del peronismo, tenían entre sus pronósticos la perspectiva de un triunfo tan arrasador. Mucho del fetichismo tecnológico del ideario de Propuesta Republicana (Pro), el partido del presidente Mauricio Macri, se había hecho carne en todos los sectores de la vida pública nacional: la certeza de que, aun habiendo protagonizado un gobierno que literalmente derrumbó todos los indicadores socioeconómicos del país, el macrismo todavía poseía la maquina infalible de medir el humor social; una convicción basada en los triunfos de 2015 y 2017 y en la propaganda que el propio oficialismo hacía del manejo y usufructo de esta nueva “ciencia”.
Esta ilusión hizo que gran parte del circulo rojo argentino (por no decir la totalidad) accionara como en el cuento de Andersen, El traje nuevo del emperador, viendo ropas lustrosas donde sólo había desnudez. “Gobernar no saben, pero ganar elecciones es su especialidad”: el dilema cruel de la perversidad de la grieta argentina cristalizada en una frase. Obsesionados por la microsegmentación perdieron de vista la “macrorealidad”. Por eso, y no sólo por los números abultados del peronismo, la derrota fue tan devastadora; esta tocó en el núcleo ideológico del gobierno y en la supuesta clave de su infalibilidad. De pronto, la carroza se convirtió en calabaza y todos los argentinos pudieron apreciarlo el lunes, y en vivo, en la primera y malograda conferencia de prensa del presidente: Mauricio había vuelto a ser Macri. Rígido, intolerante y caprichoso, casi podía vérsele dibujado de nuevo aquel bigote del año 2003, en la que fuera su primer elección porteña.
¿Cuando empezó a construirse el triunfo peronista? La civilización macrista reposa sobre dos pilares: la división del peronismo y la grieta. Desde la derrota en las legislativas de octubre del 2017 –cuyo epicentro simbólico fue la victoria del ignoto Esteban Bullrich sobre Cristina Fernández, pero que en realidad arrasó con todos los peronismos existentes– una certeza empezó a instalarse en todos los peronistas: desunidos perderemos. Desde por lo menos el año 2012 el peronismo había entrado en un proceso de división –cuyos hitos fueron, en esos primeros años, la ruptura con el jefe sindical Hugo Moyano y la rebelión electoral de Sergio Massa– que parecía irreversible. El 2017 consolidó ese escenario con la salida de Cristina Fernández del Partido Justicialista y la división del peronismo bonaerense en nada menos que tres formulas alternativas: Cristina Fernández, Sergio Massa y Florencio Randazzo. Un “Peronexit” que el macrismo festejó y que se empeñó en consolidar, dado que configuraba un triunfo estratégico de largo aliento. El mismo tipo de “división permanente” que había permitido en primer lugar su victoria primigenia en la Ciudad y luego su hegemonía en ese mismo distrito: “Divide et Impera”, la máxima romana más vieja de la política, lejos del algoritmo, las charlas TED y la neurociencia.
"De pronto, la carroza se convirtió en calabaza y todos los argentinos pudieron apreciarlo el lunes, y en vivo, en la primera y malograda conferencia de prensa del presidente: Mauricio había vuelto a ser Macri".
Al peronismo la derrota lo hermanó. La evidencia de que ningún proyecto electoral ni de poder serio era posible en ese estado de cariocinesis habilitó las primeras fotos de ex compañeros reencontrados, el álbum de los primeros intentos de la unidad. Cristina con Moyano-Cristina en el PJ-Cristina con el Movimiento Evita. Sin embargo, era esa misma centralidad de la ex presidenta la que constituía el principal obstáculo para cualquier unidad de verdad: el caudal electoral del kirchnerismo habilitaba y hasta hacía lógica la candidatura presidencial de Cristina, pero era simultáneamente el limite real del resto de los peronismos. La inevitabilidad de esa candidatura era más “militada” dentro de la Casa Rosada que en el mismo Instituto Patria, partiendo además de la premisa teórica del jefe de Gabinete macrista, Marcos Peña, de que en “la política del siglo XXI” la “demanda siempre genera la oferta”. En el marco de esa teología sin Dios se había insertado no sólo la estrategia electoral del gobierno, sino casi toda su estrategia de gobernabilidad: en la necesidad de instrumentar el miedo al retorno del kirchnerismo, el gobierno de Mauricio Macri terminó siendo más “cristinocéntrico” que el mismo gobierno de Cristina. Esa centralidad terminó siendo el eje de su política económica y de su relación mendicante y extorsiva con “el mundo”, la misma que construyó el castillo de naipes que desde el lunes se empezó a desintegrar. No fue el pueblo argentino con sus votos, fue el mismo gobierno quien irresponsablemente construyó su propio apocalipsis financiero.
Cristina tiró del mantel de la mesa macrista realizando la movida de estrategia política mas radical y audaz de sus últimos años: la renuncia a sentarse en el sillón de Rivadavia. En la designación como candidato presidencial de Alberto Fernández –no sólo su crítico ex jefe de Gabinete, sino también protagonista central de todos los intentos del universo peronista por reemplazarla– Cristina decidió darle ella misma el final a su propia película. Alberto, expulsado del gobierno kirchnerista en el final del conflicto con el campo, Alberto “el traidor”, el Domingo Mercante del último peronismo, es el único que pudo sostener con verosimilitud la esencia de su propia autonomía frente a Cristina y el resto del peronismo. Un espejo invertido perfecto del otro peronista protagonista de estas elecciones, el candidato a vicepresidente de Mauricio Macri, Miguel Ángel Pichetto: donde el primero fue todo disidencia, el segundo fue todo obediencia, enmascarada en una supuesta razón de Estado que lo llevó a trabajar activamente hasta por el acuerdo con Irán. Hoy uno se encamina a la presidencia de la República y el otro al desierto de lo real que tanto temía.
En todo caso, desde ese momento la unidad peronista entró en fast forward, acelerando un proceso de síntesis que hasta ese entonces había estado calcificado. El último domingo graficó la realidad de esa “unidad hasta que duela”, en un escenario en donde estaban todos a la vez felices, perplejos y un poco incómodos de estar juntos otra vez. Una incomodidad compartida más que sana después del festival de endogamia en que se había convertido el movimiento peronista en su última década. La unidad peronista del domingo no fue literalmente completa (faltaban Juan Manuel Urtubey, el gobernador de Salta que acompaña en la fórmula a Roberto Lavagna, y Juan Schiaretti, el gobernador de Córdoba, por ejemplo), pero sí la mas amplia posible. Un ejercicio que le permitió nuevamente al peronismo articular un verbo que parecía erradicado de su vocabulario, y que fue tan clave en su sobrevivencia histórica: cambiar.
Y más allá del cómo, está el qué. Desde el año 2008, el big bang de la grieta contemporánea, la casuística electoral dictaminó un fenómeno a esta altura empíricamente comprobable: la grieta fue oro para el polo no peronista y plomo para el peronista. Desde ese momento, el peronismo ganó una sola elección (2011) y perdió todo el resto (2009-2013-2015-2017); a la inversa, sobre ese clivaje social y político se construyó Cambiemos y sus sucesivos triunfos electorales. Podría decirse que la grieta fue su soja electoral, y, con el correr del gobierno y el desaguisado económico, su solitario monocultivo.
“Pasar de la unidad del peronismo a la unión de los argentinos, un objetivo que implica saltar también las fronteras sociales y políticas del peronismo y buscar lo que existe más allá”.
Esta dependencia extrema se hizo porno durante la campaña electoral de Juntos por el Cambio, que no titubeó en manotear la tabla ouija y convocar a todos los fantasmas posibles (el marxismo del ex ministro de Economía Axel Kicillof, de Nicolás Maduro, Pol Pot y Kim Jong-un) en un ejercicio que convirtió por momentos a la Argentina en una casa embrujada. “Desengrietar” pasó entonces de ser una expresión de deseos a un verdadero imperativo estratégico para el nuevo peronismo unificado, un proceso que recién se inicia y que tendrá mucha mayor complejidad si los resultados se confirman y Alberto Fernández es elegido presidente. Pasar de la unidad del peronismo a la unión de los argentinos, un objetivo que implica saltar también las fronteras sociales y políticas del peronismo y buscar lo que existe más allá.
En estos tiempos de reivindicación política de los años 2000 y del “nestorismo”, cabe preguntarse qué significa eso hoy, en un contexto nacional e internacional tan diferente. Tal vez imitar más su espíritu que su literalidad, interpretar qué significa “poner a [el juez Eugenio] Zaffaroni en la Corte” hoy, casi dos décadas después. Resucitar toda la fuerza de “la audacia y el cálculo” en clave contemporánea.
Un ejercicio de creatividad política que será, sin lugar a dudas, muy necesario. De triunfar, el nuevo peronismo se topará con el que será casi seguro el desafío más importante de su larga historia de gobierno. Tanto en el primer período de Perón como en los de Carlos Menem y Néstor Kirchner, este movimiento logró insertar a la Argentina en su propio contexto global y regional. La posguerra mundial en los años 40, la posguerra fría en los años 90, el post Consenso de Washington regional y el boom de commodities en los años 2000. Hoy nada de eso existirá en el corto plazo, en el contexto de un mundo y una región girado a la derecha y en guerra comercial, en un siglo no particularmente amistoso con las políticas redistributivas y de justicia social, y menos en países del “fin del mundo”. Un país endeudado, agrietado, deprimido por años de prédica culpabilizadora (“es tu culpa, argentino, por vivir en el pasado”), inflación sin pausa y una clase dirigente agotada y desprestigiada.
Charles Dickens escribía en el primer párrafo de su Historia de dos ciudades: “Era el mejor y el peor de los tiempos; la época de la sabiduría y la de la tontería; la época de la Fe y la época de la incredulidad; la estación de la Luz y la de las Tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación; todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada; Íbamos todos derecho al Cielo, todos nos precipitábamos en el Infierno”.
Viviremos tiempos excepcionales.
Este artículo fue publicado por la revista Panamá.