Después de un período de auge, la democracia y los derechos humanos se vieron amenazados en América Latina. Entonces, un canciller uruguayo se percató una necesidad regional. Lanzó una propuesta innovadora pero también polémica para la acción conjunta en defensa de la democracia y de los derechos humanos en las Américas. Aunque estas frases hacen eco de la coyuntura actual en las Américas, se refieren a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando emergió de Uruguay una propuesta pronto conocida como la Doctrina Larreta.

Hoy en día, las Américas se enfrentan a algunos de los mismos problemas. Por un lado, vemos la erosión de la democracia no sólo en Venezuela sino también en Bolivia, Brasil, Guatemala, Honduras y Nicaragua. Por otro, el riesgo de un retorno a la intervención unilateral amenazada por el presidente estadounidense, Donald Trump, incluso después de la partida de su agresivo asesor de seguridad nacional John Bolton, es preocupante.

Dado el callejón sin salida en el que se encuentra la política estadounidense en América Latina bajo la administración de Trump, y la invocación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) para imponer sanciones a Venezuela, se debe escuchar una voz del otro polo de las Américas. Existe un precedente histórico. Este dilema de cómo fortalecer la democracia y los derechos humanos sin violar el principio de soberanía nacional fue abordado en 1945 por el canciller uruguayo Eduardo Rodríguez Larreta. Es hora de reanimar la Doctrina Larreta. La necesidad es grande.

A la sombra de la junta militar que gobernaba Argentina, Rodríguez Larreta propuso una responsabilidad interamericana para la preservación de los derechos humanos y la democracia que se haría cumplir mediante compromisos previos colectivos. La propuesta tenía tres elementos clave.

El primero fue reconocer que la gobernanza democrática y la protección de los derechos humanos eran inseparables. Rodríguez Larreta vio las violaciones de los derechos y el orden democrático como una amenaza para la paz regional.

El segundo fue que los estados acordaran de antemano una póliza de seguro regional, con mecanismos multilaterales y regionales, con el objetivo de tomar medidas colectivas para restaurar los derechos en caso de golpe de Estado. Partiendo de acuerdos anteriores que enfatizaban la soberanía popular, tales acciones serían permisibles sin violar el principio de no intervención, ya que el gobierno democrático habría dado su acuerdo, y los golpistas no podrían reclamar la soberanía nacional porque no representarían al pueblo.

El tercer aspecto de la propuesta fue crucial: un compromiso previo de la única gran potencia en las Américas, Estados Unidos, para trabajar con el sistema regional en lugar de unilateralmente. Si bien la propuesta no logró obtener el apoyo suficiente, contó con la aprobación de varias democracias pequeñas y vulnerables. La Doctrina Larreta adelantó discusiones críticas sobre la relación entre la democracia doméstica, los derechos humanos y la comunidad internacional regional, dejando un legado que ganó mayor fuerza en las décadas siguientes.

La disposición de muchos estados latinoamericanos a considerar este plan fue uno de los frutos de la “política de buen vecino” de Franklin Roosevelt, que se rompió por el intervencionismo de la Guerra Fría. Hoy vemos un patrón similar. La administración Obama articuló un principio de no intervención y respeto a la soberanía latinoamericana y derogó explícitamente la Doctrina Monroe. Si se hubieran mantenido, estas políticas habrían fortalecido las condiciones bajo las cuales los latinoamericanos podrían haber estado abiertos a un enfoque al estilo de Larreta.

En cambio, la confianza latinoamericana en Estados Unidos ha sido destruida por la retórica antilatina del presidente Trump, el trato duro a los migrantes latinoamericanos en la frontera y la amenaza de guerras comerciales o militares. En general, la popularidad de Estados Unidos en América Latina se ha desplomado desde que Trump asumió el cargo.

Dado el vacío de liderazgo en las Américas, el viejo sueño de Rodríguez Larreta de que el pequeño Uruguay desempeñe un papel en el hemisferio occidental, comparable a Ginebra en Europa, retoma relevancia. El tratado rinde homenaje a la Doctrina Larreta en su preámbulo al decir que “la paz se funda en la justicia y en el orden moral y, por tanto, en el reconocimiento y la protección internacionales de los derechos y libertades de la persona humana, en el bienestar indispensable de los pueblos y en la efectividad de la democracia”.

Pero la Doctrina Larreta se basó en dos compromisos previos que no son parte del TIAR: por parte de los estados miembros, para acordar de antemano el restablecimiento de la democracia, y por parte de Estados Unidos, para prevenir cualquier intervención unilateral.

No es por casualidad que Uruguay votó en contra de las sanciones bajo el TIAR. En sus relaciones internacionales, Uruguay siempre ha buscado, por medio de la diplomacia, logros por encima de sus posibilidades. A principios del siglo XX, el presidente Baltasar Brum propuso un sistema de arbitraje obligatorio para reemplazar el conflicto bélico y también una Liga Americana de Naciones. Hoy en día, Uruguay se esfuerza para mediar el conflicto en Venezuela. Uruguay ha sido la fuente de importantes innovaciones con gran potencial para preservar la paz. Tal vez, hoy lo haga con una versión siglo XXI de la Doctrina Larreta.

Tom Long es profesor de Política y Estudios Internacionales en la Universidad of Warwick, en Reino Unido. Max Paul Friedman es profesor de Historia y Relaciones Internacionales en la American University en Washington. Su artículo en Perspectives on Politics, “The Promise of Precommitment in Democracy and Human Rights: The Hopeful, Forgotten Failure of the Larreta Doctrine”, se publicó en setiembre de 2019.