Colombia vive un ciclo de protestas, protagonizadas sobre todo por jóvenes urbanos. Aunque es demasiado temprano para pronunciarse sobre los cambios y continuidades, con una izquierda casi inexistente y una ultraderecha contra las cuerdas, esta ola podría terminar fortaleciendo a nuevas figuras del centro progresista.

Como dicen muchos colombianos, Colombia vive un momento histórico. La ola de protestas urbanas que comenzó el 21 de noviembre, en la que se destaca el protagonismo de jóvenes de clase media precarizada, especialmente de las mujeres, no tiene antecedentes en la historia reciente, tanto por su magnitud como su duración: el domingo 22 de diciembre hubo marchas masivas y un concierto multitudinario en Medellín, cuna del uribismo narcoparamilitar. No forma parte de la tradición navideña de un pueblo parroquiano que prefiere la pólvora a la protesta. Algo está pasando.

El paro nacional del 21 de noviembre por “la vida y la paz”, convocado principalmente por las centrales obreras y los representantes del movimiento estudiantil, paralizó casi todas las ciudades colombianas, que son muchas, en un país de casi 50 millones de habitantes y de una mayoría urbana abrumadora: Bogotá, Medellín y Cali en el llamado triángulo de oro, eje de la industrialización en el siglo XX, además de ciudades como Pereira, Manizales e Ibagué; Barranquilla, Cartagena, Santa Marta y Riohacha en la costa del Caribe; Tunja, Bucaramanga y Barrancabermeja en Boyacá y los Santanderes; Neiva, Pasto y Popayán en el suroccidente; Quibdó en el Chocó; Villavicencio en los llanos orientales. Sólo en Bogotá, Medellín y Bucaramanga fueron casi 450.000 las personas movilizadas.

En 550 de los 1.222 municipios participaron indígenas, afrocolombianos, campesinos, jubilados, maestros de escuela y otros empleados públicos, feministas, pacifistas, personas LBGTQ, estudiantes universitarios (de las públicas y las privadas) y de colegios secundarios, profesores universitarios y lo que queda de los profesionales liberales. Aunque militantes de los partidos políticos del centro (Verdes) y de la izquierda (Polo Democrático y Colombia Humana) han participado, y senadores y alcaldes respaldaron las movilizaciones, no existe hegemonía política alguna. Vale la pena resaltar que a pesar de que quienes tienen entre 16 y 24 años son apenas 16% de la población total, la juventud urbana de clase media predomina en casi todas las marchas y manifestaciones.

El paquetazo de reformas neoliberales introducido por Iván Duque en octubre terminó uniendo los más diversos sectores, ya que todos se verán afectados de manera negativa. Incluye, entre otras medidas, la reducción del salario mínimo, contratos por hora y la privatización de las pensiones, Ecopetrol, las ondas radiales y audiovisuales, la electricidad (además de un tarifazo) y el remate de las acciones de las empresas estatales en las que el Estado tiene menos de la mitad de la propiedad; reducción de los impuestos para las multinacionales y una reforma tributaria regresiva y punitiva para la clase media y la clase trabajadora formal e informal.

El 22 de noviembre el gobierno impuso un toque de queda en Bogotá y generó pánico y terror en los ciudadanos sobre la posibilidad de saqueos generalizados, mientras que el 21 tres personas murieron en Buenaventura y Cali en escenarios parecidos. El 23 de noviembre un agente del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) le disparó a Dilan Cruz, un estudiante secundario de 18 años, con un cilindro de gas lacrimógeno en la nuca. Cruz cayó en un coma y, con su muerte el 25 de noviembre, se convirtió en el primer mártir del movimiento.

Durante todo diciembre hubo movilizaciones masivas a lo largo y ancho del país, aunque el predominio de la juventud capitalina ha sido cada vez más evidente, mientras que en la mayoría de las regiones la protesta bajaba en la medida en la que se avecina la Nochebuena. Pero el movimiento está lejos de terminarse. El Comité Nacional del Paro introdujo 13 demandas para negociar con el gobierno, que después se convirtieron en un pliego de peticiones de 115 puntos, y de alguna forma hay una distancia creciente entre los líderes del Comité y las bases movilizadas. La voluntad del gobierno para un diálogo serio es nula, y por otra parte la reforma tributaria ya fue aprobada en el Parlamento, lo que demuestra la insistencia del gobierno en llevar adelante las reformas a pesar de la protesta.

La última vez que se vio una movilización urbana de escala nacional fue en el paro cívico de 1977. Después, en la dialéctica perversa y catastrófica de la Guerra Fría, mientras la contrainsurgencia estatal y paraestatal escalaba frente a la percepción de una amenaza subversiva al “orden público”, definido a su antojo por las fuerzas represivas, las insurgencias armadas rurales –no sólo las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), sino también el M-19 y el Ejército Popular de Liberación (EPL)– comenzaron a expandirse fuera de sus bastiones locales y regionales tradicionales y se proyectaron a escala nacional. Mientras la “cuestión urbana” cobraba una importancia cada vez mayor en la izquierda de América Latina, en Colombia el horizonte estratégico de las izquierdas, principalmente el Partido Comunista y las FARC, seguía siendo rural y la táctica, insurgente.

A pesar de que los levantamientos urbanos contra Anastasio Somoza fueron decisivos en su caída, igual que en el caso de Fulgencio Batista en Cuba, el triunfo de los sandinistas en Nicaragua y la conformación del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador, junto con el surgimiento de Sendero Luminoso en Perú, parecía confirmar los prejuicios de los que veían al campesino como sujeto revolucionario. En realidad, ya con el viraje al neoliberalismo autoritario con fachada cívico-democrática en una sociedad mayormente urbana, a mediados de los años 80, cuando colapsó el proceso de paz entre las insurgencias y el presidente Belisario Betancur, Colombia ya se parecía más a sus vecinos del Cono Sur que a los de Centroamérica.

En todo caso, después del paro cívico de 1977, la protesta urbana y los movimientos sociales fueron duramente reprimidos y diezmados, y sus lideres asesinados y desaparecidos de manera sistemática e impune, mayormente por el Ejército y la Policía en la década de 1980, junto con la Unión Patriótica, el partido político formado por las FARC y el PCC en 1985, y por narcoparamilitares que actuaban conjuntamente y/o con la complicidad de las fuerzas armadas y la Policía en la década de 1990. Fue en este contexto que Andrés Pastrana fue elegido en 1999 con una plataforma que incluía la paz con las FARC, pero sin apoyo significativo de los empresarios, militares ni políticos, y con el respaldo belicista de Estados Unidos, conocido como Plan Colombia, en vez de conducir a la paz, todos los caminos condujeron a una escalada de la guerra sucia sin antecedentes.

Hasta la llegada de Álvaro Uribe a la presidencia en 2002, entonces, las insurgencias rurales se mantenían a la par de la masacre de sus bases sociales, reales e inventadas. De acuerdo con un informe de 2018, durante la presidencia de Uribe (2002-2010), mientras que los narcoparamilitares se “desmovilizaron” buscando blanquear sus fortunas para poder seguir delinquiendo, las fuerzas armadas colombianas desaparecieron a más de 10.000 hombres jóvenes de los barrios periféricos de las ciudades principales y secundarias para inflar las cifras de insurgentes muertos en combate, dejando una cifra oficial de más de 80.000 desaparecidos en total, según el Centro de Memoria Histórica, en una guerra aparentemente eterna. Desde mediados de diciembre 2019, los noticieros hablan de 16 nuevas fosas comunes en Antioquia, Caldas, Magdalena y Sucre, con una en Dabeiba, Antioquia, con más de 200 desaparecidos.

Estas prácticas de terror estatal y guerra sucia contrainsurgente tampoco terminaron durante las negociaciones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC (2012-2016), mucho menos con el de Iván Duque (en el poder desde 2018), escogido por Uribe para obstaculizar la implementación de acuerdos de La Habana y vaciarlos de contenido. El 12 noviembre de 2019, las fuerzas armadas bombardearon a 18 menores de edad en un campamento de las disidencias de las FARC en San Vicente de Caguán, antigua zona de negociaciones de paz entre las FARC y el gobierno de Pastrana. Tres de ellos sobrevivieron los bombardeos pero fueron cazados con perros y drones y asesinados con tiros en la nuca. Ya son casi 170 los ex combatientes de las FARC asesinados, y más de 700 líderes de los movimientos sociales, 200 de ellos indígenas, asesinados desde la firma de los Acuerdos de La Habana.

Por lo tanto, una de las demandas más importantes es el respeto a la protesta como un derecho democrático, según lo pactado entre el gobierno y el movimiento estudiantil, protagonista en la segunda mitad de 2018 de la huelga más exitosa y de mayor envergadura de su historia formidable de lucha. Es una condición necesaria, aunque no suficiente, para la emergencia de una izquierda urbana capaz de proponer soluciones y formar coaliciones novedosas. Sin embargo, en vez de controlar al Esmad, con su promesa de aumentar el presupuesto y ampliar el número de efectivos Duque terminó 2019 premiándolos por sus conductas violentas, delictivas y asesinas. Su vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, insiste sin evidencia alguna que las protestas son obra de los rusos, aunque más bien los registros demuestran claramente la infiltración de agentes del Estado en las marchas para cometer actos vandálicos de forma de desprestigiar al movimiento, coordinando con la Policía y el Esmad.

En Colombia, entonces, la protesta urbana no deja de ser vista por los líderes eclesiásticos, empresariales, políticos, además de los representantes del gobierno de Donald Trump, como una conspiración comunista internacional orquestada por guerrillas rurales como el ELN y lo que queda de las FARC para introducir caos y anarquía en “la sociedad” a la que pretenden proteger en nombre de la seguridad nacional.

Aunque es demasiado temprano para pronunciarse sobre los cambios y continuidades, con una izquierda casi inexistente y una ultraderecha contra las cuerdas, esta ola podría terminar fortaleciendo al centro y a las coaliciones regionales, grandes ganadores en las elecciones del 27 de octubre de 2019. Una respuesta parcial y tentativa a la pregunta clave: ¿cómo ubicar a Colombia en el contexto fascistizante en Brasil y Bolivia apoyado por Estados Unidos, por una parte, y las insurrecciones nacional-populares en Ecuador y Chile y la victoria electoral peronista, por otra? En un suelo tan movido, nada está claro todavía, pero lo que está en juego es la democratización política y económica del país más autoritario y desigual de Sudamérica, que pasa por una salida pacífica a su conflicto armado interno, que a pesar de los acuerdos de La Habana, no termina.

Forrest Hylton es profesor de la Universidad Nacional de Colombia, y autor de La horrible noche. El conflicto armado colombiano en perspectiva histórica. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.