Cecila Morel, la primera dama chilena, al estallar el conflicto social en octubre de 2019 se vio superada por la situación. En un audio que se filtró en redes sociales el domingo 20 de octubre, afirmó: “Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirla”.

Las palabras de la primera dama invitan a recordar el poema de Mario Benedetti Aquí lejos, cuando afirma: “¿Por qué me siento un poco extraño, Y/o extranjero (en francés son sinónimos), En este espacio que es mío, nuestro?”.

Es decir, así como la primera dama entiende y se refiere a los manifestantes, las chilenas y los chilenos promedio de su país pueden perfectamente sentirse extraños/extranjeros, incluso “alienígenas” en Chile. Ese “no sé cómo se dice” de la primera dama expresa que no tiene palabras para calificar el estallido social de su país. A tal punto llega el desencuentro que genera la diferencia de clases en Chile. Por un lado, las élites dominantes viven en su Olimpo, tan alejadas del resto de la sociedad que jamás vieron llegar esta rebelión tan previsible. Aquellos “alienígenas” son millones de chilenos y chilenas que viven marginados de sus derechos básicos gracias al sistema crediticio del país liberal. Al entender esto como una invasión alienígena, la primera dama denota también su incapacidad para comprender los sucesos que estallaron bajo la consigna “No son 30 pesos, son 30 años”.

Así, la construcción de un nuevo Chile, justo y diverso, se contrapone con el mantenimiento del proyecto neoliberal de la Escuela de Chicago impuesto por la dictadura de Augusto Pinochet en 1980 y que hasta la fecha sigue vigente, en el que las personas mueren en listas de espera, aguardando que las llamen para hacer quimioterapia o emergencias sanitarias de cualquier índole, con lo que sus vidas dependen meramente del capital que posean.

Una realidad que rompe los ojos

El estallido que comenzó el 18 de octubre de 2019 tuvo una pausa por la emergencia sanitaria, pero esto no impidió que la gente siguiera militando por el “Apruebo”. A un año del estallido social, el pueblo chileno deja en claro que está harto del pacto social que lo nuclea desde hace ya 30 años. En ese sentido, a partir de este domingo comienza su camino para abandonar la constitución de la dictadura pinochetista de 1980. Así, creada de espaldas a su pueblo, este modelo chileno construyó una ciudadanía de primera, de segunda y de tercera categoría. Con esos resultados, la población chilena criada bajo la competitividad y una democracia muy acotada no tenía por horizonte otro resultado que una crisis de representatividad y justicia.

¿30 años de qué?

Ya en el artículo 1 de la constitución de Chile, en el que se desarrollan las “Bases de la institucionalidad”, se encuentran razones para debatir la vigencia de estas reglas de juego.

Allí se señala: “Los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. ¿Cuántos chilenos y chilenas se sienten amparados por este artículo? Partiendo de la base de que una constitución es el sustento de un pacto social, bastaría con analizar la situación de los sectores populares chilenos (estudiantes, trabajadores, chacareros, pueblos originarios, feministas, mineros, migrantes, etcétera) para concluir que la constitución de 1980, por la vía de los hechos, viola el primer enunciado del primer artículo. Así, comenzamos a analizar una constitución que desde el comienzo es letra muerta, por su divorcio con la realidad que pretende constituir. En ese sentido, el libro Desiguales: orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas Para el Desarrollo (PNUD), aporta: “Tal como se muestra a lo largo de este libro, la desigualdad socioeconómica en Chile no se limita a aspectos como el ingreso, el acceso al capital o el empleo, sino que abarca además los campos de la educación, el poder político y el respeto y dignidad con que son tratadas las personas. Esto afecta en mayor grado a las mujeres, la población rural y de las regiones retrasadas, los pueblos originarios, y a personas de diversas minorías”.1

Luego, la constitución también establece que la familia es “el núcleo fundamental de la sociedad”. Lo primero que cabe cuestionar es: ¿hay un único modelo de familia? ¿A qué familia se refiere? ¿Es una familia homoparental? ¿Incluye a las familias mapuches? ¿O al modelo de familia “blanca”, “católica” y “heteropatriarcal”?

Más adelante, se señala que el Estado “está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común”. Difícil que esta disposición se sostenga cuando se han privatizado y mercantilizado todas las áreas de la vida de la población posibles, incluidas la salud, la educación y la seguridad social. Gracias a todo esto Chile se ha convertido en uno de los países más desiguales de la región. En ese sentido, el trabajo ya citado del PNUD de 2017 significaba una clara advertencia para los gobernantes: “se indica una dirección clara: el escenario actual no es deseable y el conjunto de la sociedad deberá avanzar hacia un desarrollo más inclusivo y un país con mayor igualdad social”.

Retomando el artículo 1, podemos decir que, lejos de que el Estado “contribuya a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional se realicen espiritual y materialmente”, lo que hace es naturalizar e imponer una visión de Estado que bastardea al concepto de bien común, que en teoría fundamenta el pacto social chileno. Por el contrario, el bien común está siendo expropiado de las clases mayoritarias y apropiado por una élite dominante.

Por otra parte, la constitución elaborada por Pinochet originariamente anulaba la posibilidad de las disidencias a partir del artículo 8. 2 Si bien este texto fue actualizado en 2010 y dicho artículo se dejó atrás, lo cierto es que su concepción caló hondo en la cultura política chilena. En ese sentido, lejos de anular la lucha de clases (tan temida por el pinochetismo), lo que la constitución pinochetista ha hecho es dejar una herida abierta que hasta hoy sangra, literal y metafóricamente. Basta con recordar el despropósito de mutilaciones oculares perpetradas por las fuerzas públicas de carabineros, frente a lo cual el propio jefe del Ejecutivo (el empresario multimillonario Sebastián Piñera) expresó: “Creo que ha habido excesos, abusos, incumplimiento de los protocolos, incumplimiento de las reglas del uso de la fuerza, mal criterio o delitos”. Efectivamente, Piñera, no solamente debe creerlo, sino que debe asumir que Chile registró a tan sólo dos semanas de iniciado el estallido social 50% de los casos de pacientes que han perdido un globo ocular por uso de armas no letales registrados en los últimos 27 años.

De esta manera, ya tenemos elementos suficientes para comprender que se ha derrumbado ese relato que señala a Chile como “hijo pródigo” de un modelo (neo)liberal. ¿Qué costo ha implicado parir y sostener este proyecto-nación? El costo pagado ha sido el de cercenar los derechos políticos de las grandes mayorías sociales, junto con el derecho de protesta ante las desigualdades estructurales y las posibilidades de soñar con un modelo de integración regional. Sin embargo, tampoco podemos caer en el reduccionismo de creer que Chile es lo que sus élites dominantes han hecho de él como proyecto-nación. No puede negarse su rica historia popular ni el rol de sus luchas sociales, inmortalizados en el canto popular de figuras de la talla de Víctor Jara y Violeta Parra. “De aquellos polvos vienen estos lodos”, dice el refrán para referirse al devenir histórico. Así, comprender el presente del estallido social en Chile nos demanda visibilizar el grado de violencia al que han estado sometidas las disidencias del pinochetismo hasta el cambio del artículo 8 en 2010.

Por último, quiero prestarle particular atención al artículo 9 de la constitución, en el que se condena “al terrorismo” y se prevén una serie de sanciones a partir de esta figura normativa. Al respecto, se señala: “No procederá respecto de estos delitos la amnistía ni el indulto, como tampoco la libertad provisional respecto de los procesados por ellos. Estos delitos serán considerados siempre comunes y no políticos para todos los efectos legales”.

En síntesis, recordemos el rol de Piñera al inicio del estallido social cuando declaró: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite […] Estamos muy conscientes de que [los autores de los disturbios] [tienen un grado de organización, de logística, propia de una organización criminal](https://elpais.com/internacional/2019/10/21/america/1571627404_171893.html)”.

Sin lugar a dudas, podemos decir que Piñera ha asumido un rol nefasto en este proceso, legitimando la violencia contra los manifestantes. Sin embargo, es necesario no limitarse a ver sólo el árbol, cuando de lo que se trata es del bosque entero que se está incendiando. El problema no se agota en que Piñera, en su rol de jefe de Estado, haya impulsado la violencia contra los manifestantes. El verdadero problema es que la actual constitución chilena contempla esta visión y justifica el accionar represivo del cuerpo de carabineros.

En ese sentido, no es menor lo que está en juego este domingo. La sociedad chilena ha venido realizando manifestaciones de volúmenes históricos, apostando por no conformarse con transitar el camino de lo ya dado. Así, está en juego la posibilidad de recuperarse como nación y reconstituirse a partir de un futuro que los incluya a todos, dando cuerpo a un Estado y una constitución que verdaderamente velen por el bien común de sus ciudadanos. Más que un hermoso anhelo, para Chile esto es una urgente necesidad.

Podemos dimensionar este fenómeno a partir del grado de deslegitimación que presenta el pacto social actual, según demuestran los datos de la encuesta realizada por el Centro de Estudios Públicos en 2019, que muestran que la legitimidad del presidente multimillonario chileno apenas alcanza 6% en la ciudadanía chilena. Tomando el análisis del politólogo uruguayo radicado en Chile Juan Pablo Luna, accedemos también a otros datos que refuerzan este punto. Así, nos encontramos con que los partidos políticos apenas llegan a 3% de aprobación (con un margen de error de ± 3%), mientras que el Parlamento apenas cuenta con 2% de respaldo ciudadano. Independientemente de lo que ocurra este domingo, la conclusión de Luna es absolutamente certera: “Toda la política chilena está impugnada”.

Por eso, es importante visualizar que el domingo 25 de octubre Chile estará definiendo si decide o no reformar su constitución, y también cómo sería ese procedimiento. Ante todo, el horizonte de cambio en América Latina vuelve a divisarse luego de una contraofensiva conservadora en nuestra región y el mundo. Si velamos por lo sano o saludable para nuestras democracias latinoamericanas, podemos tomar una importante lección que el pueblo chileno nos está demostrando, y es la necesidad que tenemos de afrontar las crisis de legitimidad y de representación, lo que, si bien en Chile rompe los ojos, es un mensaje que cabe para América Latina toda.

Nicolás Mederos es profesor de filosofía.


  1. PNUD (2017). Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile. Santiago de Chile, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. 

  2. Invito a leer dicho artículo de la constitución de 1980, ya que no tiene desperdicio para dimensionar cómo “el pacto social” pinochetista excluía cualquier tipo de disidencia.