Es difícil responder a la pregunta del título en esta nota; me faltan muchos datos de los últimos cinco años y medio y me sobran –en comparación– los de los años previos. No me resulta fácil describir el nacimiento, auge, agonía y asesinato de una política a la que estuve vinculado entre 2006 y 2015.
Los 127 centros están de puertas cerradas desde el 13 de marzo, y el artículo 336 del proyecto de ley de presupuesto presentado por el Poder Ejecutivo dispone la supresión de la Dirección de Centros MEC. Parece apropiado entender para qué fue creada, cómo se transformó y arriesgar algunas ideas sobre cuál fue su agonía y por qué resulta conveniente su muerte hoy.
En 2005, la Dirección Nacional de Cultura del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) tenía una escuálida presencia en el centro de Montevideo y el resto del país le era ajeno. A veces un intendente solicitaba ayuda para algún protegido o para un festival y allá iba una modesta ayuda, entregada siempre de forma discrecional. Luis Mardones, su director, se comprometió con una concepción descentralizadora del desarrollo cultural y propuso la creación de una línea de trabajo que llevara el MEC a todo el país. La primera idea fue hacer un programa itinerante que recorriera el territorio “fomentando la integración nacional y jerarquizando la labor de agentes culturales a través de talleres, exposiciones y espectáculos”. Con el pleno respaldo del ministro Jorge Brovetto, la Ley 18.046 de Rendición de Cuentas de 2005 incluyó un proyecto de “Descentralización, democratización y accesibilidad de bienes y servicios culturales y educativos” (artículo 28), para crear un “Programa de descentralización y acceso a bienes culturales” que fue aprobado con una asignación de 11 millones de pesos para cada uno de los tres últimos años del período (2007-2009).
Un equipo de tres personas tuvo que diseñar las características de una propuesta que en el papel era bastante vaga. Se decidió instalar 90 casas del MEC en los tres años que duraría el proyecto y concentrar la actividad en promover la descentralización cultural y cooperar con la alfabetización digital para adultos. Las casas o “centros” debían ubicarse en lo posible en los pueblos de menos de 5.000 habitantes, para ofrecer oportunidades a quienes menos tenían.
La opción por la alfabetización digital fue una opción obvia para el país en el que se había anunciado la primera experiencia de alcance nacional del proyecto promovido por la asociación One Laptop Per Child. Llevar computadoras con conexión a internet en 2007 a pueblos como Cebollatí o Tupambaé parecía garantizar el interés de muchos usuarios atraídos por la novedad. Pero mucho mejor era si se enseñaba a usar las computadoras... La brecha digital, una vez desplegado el programa del Plan Ceibal, no sería ya entre varones y mujeres, entre los del interior y los de la capital, sino entre los escolares y quienes tuvieran computadoras, y quienes ya fueran mayores y no tuvieran una en su casa. Se decidió preparar un plan específico de alfabetización digital para adultos basado en el uso de la web, a diferencia de lo que hacían las academias de la época, que enseñaban a usar Word y Excel (del casi monopólico sistema operativo Windows).
El despliegue de la política de alfabetización digital también permitió descubrir las ventajas de la descentralización. Ante la alternativa de enviar docentes formados desde las capitales departamentales hacia cada uno de los pequeños pueblos, se prefirió formar gente en los propios pueblos. Esto no sólo era más barato sino que permitió formar recursos humanos en lugares muy alejados y trajo algunas oportunidades laborales legítimas en localidades donde ser “docente del MEC” pasó a ser una alternativa prestigiosa y –relativamente– bien paga. Cuando una cocinera de estancia podía ganar 6.000 pesos por mes trabajando todos los días, el MEC pagaba 4.000 mensuales por seis horas de trabajo semanal, e incluía cobertura de salud y social.
La selección de los postulantes a través de concursos abiertos, sin sombras de amiguismo o preferencia política, fue una novedad absoluta en la mayoría de los pueblos y costó que se entendiera. Tanto los votantes de los partidos tradicionales como los minoritarios frenteamplistas estaban acostumbrados a que quien ganaba la intendencia repartía privilegios entre los suyos. En esos pueblos, Centros MEC hizo llamados abiertos y garantizó que ganaran los mejores.
La alfabetización digital se estructuró de manera central y se ejecutó de forma diferenciada en cada pueblo. La segunda pata era la de la gestión cultural descentralizada. No fue desde el primer momento igual, sino que la política fue tomando forma a medida que ingresaban los “coordinadores departamentales” a un equipo que con el paso del tiempo se convirtió en la dirección estratégica del proyecto. Actores, músicos, docentes, gestores culturales y trabajadores sociales fueron integrándose al equipo también por llamado público. Tenían que ser residentes del departamento y demostrar conocimientos en el terreno. Las duplas se armaron tratando de sumar diferentes perfiles y resultaron, en su conjunto, un grupo humano capaz de incorporar y desarrollar una mística de trabajo alejada de burocratismos.
Sin haberlo preguntado nunca y sin necesitar saberlo, se trataba de un equipo con gente de diferentes partidos políticos, pero comprometidos con llevar adelante una política para los ciudadanos y no para los gobiernos o para los dueños del pueblo. Costó que los integrantes del equipo se sintieran seguros de poder tomar decisiones, de ejecutar presupuesto público y de programar siguiendo los criterios acordados pero sin ningún tipo de censura previa ni posterior.
Descentralizar quiere decir repartir poder. Y a veces quienes adquieren nuevo poder quieren hacer cosas diferentes a las que le gustan a quien cedió ese poder. Ese es el supremo ejercicio de la descentralización para un político: pasar a otro el poder conseguido a través de largos años de lucha política e ideológica.
Aunque tampoco es “tirar” el poder, sino compartirlo. Hay una legitimidad que viene del voto popular, que elige parlamentarios y un presidente, que a su vez designa ministros y estos, a su vez, directores para que ejecuten el plan de gobierno. Y hay otra legitimidad, que viene de abajo, de los que conocen el territorio y a los destinatarios de las políticas, que conocen los gustos, las necesidades, los hábitos y los límites de esas personas. La clave de esta forma de descentralización está en ese equipo de conducción estratégica, donde se hacen compatibles las ideas de los gestores, las orientaciones estratégicas del partido que ganó el gobierno, las limitaciones o potencialidades del territorio, las debilidades o fortalezas de los equipos.
Esta forma de entender la descentralización implica costos de transacción: conversar y discutir internamente, buscar socios afuera, lograr que las barreras políticas imaginarias entre gobiernos locales de un signo y el gobierno central se levanten y aceptar un margen de ensayos que terminen en error o que tengan éxito limitado.
También implica enfrentarse a otros poderes que no siempre están acostumbrados al juego democrático. Durante décadas los pueblos han visto que uno o dos señores, siempre varones, actúan como líderes, como dueños del pueblo. Por aportar votos a un intendente o a un partido, son capaces de gestionar avances para el pueblo como si fueran favores: un espectáculo para la escuela, un techo para el club social, el arreglo de una carretera local. Al carecer de otras instituciones, los ciudadanos se acostumbran a depender de la benevolencia de esos dueños del pueblo o de su malevolencia, si no se someten.
Los coordinadores de Centros MEC estaban convencidos de la institucionalidad democrática, de los derechos de los ciudadanos y de que su tarea era servir a esos ciudadanos. También de que si bien trabajaban para el gobierno nacional, era fundamental que lo hicieran junto a intendentes o alcaldes de diferentes partidos, y que era necesario sumar apoyos sin exclusiones. Esto implica aceptar que los equipos territoriales tengan autonomía, capacidad de dirección y respaldo cuando se enfrenten al autoritarismo que todavía existe en algunos pueblos del interior. Las coordinadoras y coordinadores debían sentirse respaldados cuando programaban actividades o decidían apoyar o no otras iniciativas. La tradición indicaba que los jerarcas de Montevideo y los del interior siempre tenían una manera de ponerse de acuerdo, por lo que los ejecutores de las políticas a nivel territorial no tenían nada que ganar si generaban alternativas innovadoras. La dirección de una política descentralizada tiene la responsabilidad de fortalecer al extremo débil de la política, el que viene de abajo y basa su legitimidad en el conocimiento y en el empeño en servir a sus vecinos.
Algunos intendentes se negaron e intentaron impedir el despliegue de Centros MEC en el primer período. Memorable fue el caso del entonces intendente de Lavalleja, que quiso impedir la llegada del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) y del MEC, y que hizo fracasar la iniciativa de la Universidad de la República (Udelar) de instalar su Centro Universitario en Minas alegando que Montevideo estaba muy cerca y que se llegaba allí en una hora y media. Ese intendente no pudo impedir la instalación del MEC y del Mides, pero la Udelar se radicó en Rocha. La nueva intendenta que asumió en 2010 mejoró la relación con el gobierno central, pero la Udelar no volvió. Igual reacción le generaban las Mesas de Desarrollo Rural convocadas por el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP). El verdadero miedo del intendente era que la llegada de nuevas ideas y nuevas prácticas destruyera la pirámide de poder que lo sostenía. Los “dueños del pueblo” actúan de la misma manera, y cualquier organización que se maneje con una lógica de derechos amenaza sus privilegios.
En este marco político, la gestión cultural de Centros MEC tuvo un crecimiento y desarrollo desparejo, dependiendo de las capacidades propias y del contexto en que le tocó trabajar. Entre 2007 y 2010 algunas intendencias fueron excelentes socias: Artigas, Canelones, Cerro Largo, Flores, Florida, Paysandú, Rocha, San José y Treinta y Tres, y otras no tanto. La cercanía política entre el gobierno departamental y el nacional puede haber facilitado algunas cosas, pero no fue determinante: más de una intendencia blanca (especialmente las de Artigas, Cerro Largo y Flores) trabajó codo a codo con el MEC. Otras siguieron el ejemplo de Lavalleja sin alcanzar su lamentable éxito.
Como resumen podemos decir que en su primer período, el proyecto se convirtió en Dirección del MEC y contó con el apoyo pleno de los ministros Brovetto, María Simon y Ricardo Ehrlich. En esos primeros ocho años se abrieron 125 locales (con apoyo de las intendencias y Antel) y se gastó cerca de 80% de su presupuesto en el interior del país, a través de una gestión descentralizada. Se promovió a los artistas locales y los emergentes por encima de los montevideanos y los consagrados (pero sin excluir a ninguno de estos). Se multiplicó la oferta y la diversidad de opciones, organizando desde fiestas tradicionales al festival de cine Llamale H, sobre diversidad sexual, se hicieron talleres de escritura, de canto, de derechos humanos y de artesanías. Se organizaron viajes y muestras de habitantes de un pueblo a otros, para cantar, ver un espectáculo o para formarse en alguna disciplina artística. Se trabajó con el Ministerio de Turismo y el Banco de Previsión Social para llevar el derecho del turismo social de jubilados, de trabajadores y de quinceañeras al interior profundo, y cientos de actividades únicas que surgieron del gusto y las necesidades de cada pueblo.
A partir de 2015 y acompañando el cambio de gobierno, se produjo un cambio en la dirección de Centros MEC. Visto desde afuera todo parece indicar que los ejes de trabajo y los puntos de apoyo fueron distintos. Las dos iniciativas estrella del nuevo período –Uruguay Escribe y Uruguay Actúa– fueron pensadas desde Montevideo y llevadas a las capitales departamentales. Se comenzó a trabajar en algunas zonas de Montevideo, en general en el área de ciudadanía cultural, algo que fue novedoso.
La autonomía entre la gestión cultural y la representación política fue puesta en duda. Al menos dos coordinadoras aseguraron al periodista Leonardo Haberkorn, para el suplemento Qué Pasa, de El País, que fueron presionadas para trabajar vinculadas al partido de gobierno, algo desmentido por la nueva dirección. Ambas coordinadoras se alejaron de la institución. Algunas designaciones directas dieron la impresión de que la capacidad técnica y la afinidad política aparecían con límites difusos.
Los encuentros de coordinadores de todo el país, que durante el período anterior eran instancias de debate de la línea estratégica y de evaluación de errores y aciertos, fueron eliminados. Esto reforzó la idea de que toda la elaboración se hacía en Montevideo y no en el propio territorio. Es probable que la falta de encuentros colectivos haya deteriorado el espíritu de cuerpo y el compromiso con la innovación en la política, pero también es cierto que muchos de los coordinadores lograron mantener viva la llamita de la descentralización y la política de cercanía con los habitantes de los pequeños pueblos.
Golpeado por algunos operadores parlamentarios, políticos de la oposición y algunos periodistas, Centros MEC llegó a los 13 años de actividad con menos fortaleza que en el pasado. En diciembre de 2018, quien luego sería el ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira, escribió en el diario El País que los Centros MEC escondían comités de base disfrazados bajo el manto de la cultura. Las palabras del ministro reflejaban el estado de ánimo en filas de algunos intendentes del Partido Nacional, que nunca habían aceptado la presencia en “su” territorio de una institución estatal que no se regía ni por las tradiciones burocráticas ni por las tradiciones caudillistas.
Conozco mucho menos lo que sucedió desde marzo de 2020 al presente, pero sí es posible formular algunas hipótesis sobre por qué se decidió asesinar esta política descentralizadora. En una nota aparecida en Brecha el 18 de setiembre, Alejandro Gortázar detalla las referencias a la cultura en la ley de urgente consideración (apenas tres artículos) y en el presupuesto. Para Gortázar, la actual coalición se lamenta del aumento significativo del gasto público en el área durante los últimos años y de la “ausencia de criterios públicos que expliquen la ejecución de las diferentes políticas”, así como de las “escasas mediciones de impacto”. Estas carencias justificarían el “ahorro” y la optimización de recursos que el gobierno propone bajo la forma de eliminación del área de Ciudadanía Cultural y la disolución de los Centros MEC en el marco de una red de Centros Nacionales de Cultura.
Para el lector atento hay una redacción interesante en esta sección de la exposición de motivos de la ley de presupuesto (punto 9.2.2). Allí se asegura que el gobierno “está actualmente abocado a diseñar una estructura de gestión” para que las políticas de la Dirección Nacional de Cultura lleguen a todo el país. Para darle cuerpo a la promesa se dice que “un componente esencial de esta estructura será una red de Centros Nacionales de Cultura que promoverán la accesibilidad de los bienes y servicios culturales; promoverán diferentes expresiones artísticas locales, nacionales e internacionales; y contribuirán a la descentralización y a la circulación cultural en todo el país”. Se trata de objetivos bastante similares a los expresados cuando se creó Centros MEC. Pero lo peculiar es la aclaración al final del mismo párrafo: “Un objetivo central de la actual administración es que los Centros Nacionales de Cultura expresen las políticas centrales del Ministerio, dando efectivo alcance nacional a sus estrategias de acción”.
Más que dar certezas, esa redacción intenta garantizar que estos “centros nacionales” responderán a la Dirección Nacional de Cultura y no a otras autoridades. Tal vez sea un saludo final a la bandera de la descentralización. Tal vez sea la reconquista de la actividad cultural por parte de las intendencias departamentales. Sin una concepción descentralizadora explícita para la gestión de los Centros Nacionales, no existe posibilidad de que estos trabajen cumpliendo la función de ser motores de la agenda cultural, que promuevan la ampliación de la oferta, la diversidad de opciones, la circulación desde y hacia el departamento. La propuesta de Red de Centros Culturales Nacionales, presentada en la Comisión Integrada de Presupuesto y Hacienda de la cámara baja la semana pasada es tan ambiciosa cuanto sospechosa: habla de la creación de 19 grandes centros culturales fuera de las capitales departamentales (en pueblos o ciudades como Ismael Cortinas o Cebollatí), atendidos por cinco funcionarios calificados (no se describe a cargo de quién estarían los servicios de mantenimiento y limpieza). Además de estos grandes centros, se agregarían 22 centros medianos y 18 pequeños. La magnitud de este esfuerzo económico, logístico y de gestión no es despreciable y sería una excelente noticia que se llevara a cabo. Pero dados los recortes anunciados por el Poder Ejecutivo, la edificación o refacción de 59 nuevos centros culturales parece más una promesa de campaña o una compensación por las decenas de Centros MEC que han sido cerrados hace ya medio año. Y además, es evidente que fue pensado desde el centro y no desde las posibilidades reales y las necesidades efectivas de cada localidad. Según la propuesta del MEC, los primeros nuevos centros empezarían a funcionar a fines de 2021. Lo que suceda durante este lapso es ni más ni menos que la desaparición de la presencia del Estado central en la gestión cultural del territorio.
No tengo pruebas para afirmar que esta nueva configuración haya sido concebida para eliminar la presencia de gestores culturales con criterio independiente en las pequeñas localidades, pero no me cabe duda de que ese será el resultado. Es muy grande el poder de los “dueños del pueblo” (legitimados a veces con el voto) como para impedir que la oferta cultural oficial se reduzca a lo que en cada departamento se entienda como cultura oficial.
El presupuesto nacional certifica la muerte de los Centros MEC, después de un estado de coma decretado el 13 de marzo cuando se dio la orden de cerrarlos y cesar toda actividad. Pero el debilitamiento del espíritu descentralizador había comenzado antes.
¿Qué queda de todo lo realizado? La experiencia vivida por decenas de miles de personas de ser reconocidas en su pueblo, en su barrio, como destinatarios de una política tan cultural como social. Los aprendizajes, las vivencias, los viajes al Solís o la llegada de un mago a la escuela, el taller de robótica con la ceibalita y otras muchas cosas. Queda también una generación de gestores que aprendió a manejarse con criterios propios, habituada a apostar por la novedad y por la vecina o el vecino con capacidades y voluntad. Son semillas de autonomía y libertad que, cuando vuelva a haber tierra fértil, aire, agua y sol, volverán a crecer, más rápido esta vez. Valió la pena.
Roberto Elissalde es docente de la Facultad de la Cultura de la Universidad Claeh y dirigió los Centros MEC desde 2007 a 2015.