Se encuentra en avanzado tratamiento parlamentario el proyecto de ley sobre “Teletrabajo. Promoción y regulación”, originalmente presentado por la senadora del Partido Colorado Carmen Sanguinetti y objeto de algunas modificaciones en el Senado de la República. Uruguay parece sumarse así a una tendencia internacional de legislar sobre el teletrabajo, que lleva algunos años pero que ha cobrado impulso en tiempos de pandemia, con algunos ejemplos interesantes. Se pretende actualizar una legislación laboral que se ha visto “sorprendida” por este retorno al ámbito domiciliario como espacio de trabajo remunerado.

Como siempre ocurre, es necesario discernir entre cierto gusto esnob por ponerse a la par de “lo que ocurre en todas partes” –un recurso fácil, además, para imponer cualquier producto– y la efectiva identificación de los desafíos y problemas que el cambio del lugar de labor genera en la organización y en las condiciones de trabajo.

Lejos de todo determinismo tecnológico, así como de la visión que supone que está ocurriendo una especie de estampida de trabajadores al hogar que haría necesario trastocar toda la legislación laboral para someterla a una revisión a fondo (y uno sospecha, por puro desconfiado, cuál será el resultado final de ese vértigo reformista), la realidad parece mucho más matizada y modesta, y llama a la moderación de ese ímpetu revisor.

En cualquier caso, toda iniciativa legislativa debería centrarse en el dato esencial del teletrabajo, que consiste en el cumplimiento de las tareas comprometidas fuera del local de la empresa. Visto en su singularidad, no parece demasiado glamoroso ni ultramoderno. El Acuerdo Marco Europeo de Teletrabajo (2002) lo define justamente como “una forma de organización y/o de realización del trabajo, utilizando las tecnologías de la información en el marco de un contrato o de una relación de trabajo, en la cual un trabajo que podría ser realizado igualmente en los locales de la empresa se efectúa fuera de estos locales de forma regular”.

Sólo se trata de eso: hacer lo mismo desde otro lugar.

Un proyecto de ley sobre teletrabajo debería concentrarse en las condiciones laborales del cambio locativo y no en otra cosa. Sería superabundante inventariar los derechos y obligaciones de las partes que no sufren mutación alguna por mudar la geografía del trabajo. Pero es, paradójicamente, lo que hace el proyecto a estudio parlamentario: crea un estatuto especial del teletrabajador totalmente desmesurado.

La mayor parte del articulado no agrega nada que ya no esté previsto de manera general. Pactar que el trabajo pueda hacerse fuera del ámbito físico de la empresa no requiere una ley, sino un simple acuerdo contractual o un convenio colectivo. Lo que pomposamente se mencionan como “principios rectores” son innecesarios, puesto que el carácter “voluntario” del teletrabajo es común a cualquier labor desde que hace varios siglos acabó la servidumbre; la declaratoria de su “reversibilidad”, por su parte, es igualmente inútil, puesto que es sabido que las condiciones de trabajo varían en el curso de la relación laboral al punto de que ese mecanismo tiene un nombre en latín (jus variandi), lo que revela su antiquísima data.

Los tópicos de los derechos a la igualdad, intimidad, no discriminación y libertad sindical, que se “reconocen” al teletrabajador en esos principios rectores, están ya muy bien consagrados en la Constitución y en diversos tratados de derechos humanos que nuestro país ha ratificado desde hace muchos años.

En lugar de recurrir a lugares comunes podría haberse previsto, como dispone la legislación española, algún instrumento de protección a las víctimas de violencia de género, circunstancia que seguramente pueda incrementarse por la prolongación de la estancia domiciliaria fruto del teletrabajo.

Que el teletrabajo pueda pactarse al inicio o durante la relación laboral y que puedan acordarse entre las partes los lugares donde se han de desarrollar las tareas y aun el modo de registro de asistencia no parecen ser contenidos relevantes de una ley, puesto que bastaría un modesto contrato o un convenio colectivo en el nivel que fuera.

Lo que no se dice y sería bueno decir, sin llover sobre mojado, es que la negativa del trabajador a aceptar esta modalidad de desempeño de las tareas no debería constituir motivo de despido ni ocasionar otras consecuencias dañosas, como recomienda el Acuerdo Marco Europeo sobre teletrabajo, de manera similar a lo dispuesto en las recientes leyes que sobre esta materia se adoptaron en España y Argentina.

Tampoco se desarrolla como era de esperar el problema de la provisión de herramientas de trabajo y de equipos, que queda en manos del “acuerdo” entre las partes, mientras que en países que han legislado sobre teletrabajo se ponen a cargo del empleador, como ocurre con cualquier otro insumo requerido para cumplir con la obligación laboral.

El artículo 8° del proyecto de ley de teletrabajo suprime la limitación del tiempo de trabajo diario, desconociendo así normas constitucionales e internacionales ratificadas por Uruguay.

Normas nacionales e internacionales imponen la inevitabilidad de la responsabilidad del empleador en materia de la salud y seguridad y de protección automática sobre accidentes de trabajo y enfermedades profesionales, por lo cual su agregación luce una vez más como un ejercicio de barroquismo jurídico.

Se aplican todos los derechos, salvo los que no se aplican

Hay un dispositivo del proyecto que revela muy gráficamente lo que viene argumentándose: el artículo 10 prescribe que el teletrabajo no afectará “los derechos individuales y colectivos consagrados por el ordenamiento jurídico vigente, en todo lo que le sea aplicable”.

La propuesta genera perplejidad: si se aplican todos los derechos individuales y colectivos, ¿para qué se legisla en especial? Y lo que es más dudoso: ¿cuáles son los que no se aplican? El proyecto nada aclara, generando un suspenso casi cinematográfico sobre lo que queda fuera de foco, ya que en una muy mala técnica legislativa parece decir que se aplica todo salvo lo que no se aplica.

No obstante, una pista de lo que no se aplica aparece en el artículo 8°, que suprime la limitación del tiempo de trabajo diario, desconociendo así normas constitucionales e internacionales ratificadas por Uruguay. La desregulación no sólo contradice la declarada intención del proyecto de “regular” la actividad, sino que relativiza el derecho a la desconexión del artículo 14°, ya que los límites entre trabajo y descanso quedarán en la práctica totalmente difuminados.

La eliminación del límite horario va a inducir (¿u obligar?) a las personas a trabajar más tiempo, como ha ocurrido en países que primero aplicaron el teletrabajo, según demuestra “Trabajar en cualquier momento y en cualquier lugar”, un estudio realizado por la Organización Internacional del Trabajo antes de la pandemia.1

¿Es necesario legislar sobre teletrabajo? Es probable, pero el proyecto a estudio dice cosas que ya están dichas de mejor manera, omite otras que sería necesario regular, y en el único punto que verdaderamente innova, se ocupa de desregular el tiempo de trabajo. Es un poco mucho.

Hugo Barretto Ghione es catedrático de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.