El proceso electoral en Estados Unidos tiene una relevancia indudable, pero sería muy ingenuo ubicarnos como hinchas de alguno de los dos grandes partidos de ese país. Ambos, pese a sus importantes diferencias, forman parte de un sistema de poderes cuya incidencia, directa e indirecta, incluye consecuencias terribles para el resto del mundo, para nuestra región y para Uruguay.

Es bajísima la probabilidad de que una persona llegue a la presidencia estadounidense sin haber asumido compromisos con fuerzas nefastas, o sin estar dispuesta a causar mucho daño. Sin embargo, no da lo mismo quién gane.

La actuación de Donald Trump en la Casa Blanca puede ser medida en función de diversos indicadores, y no en todos resulta peor que la de presidentes anteriores mucho más presentables, pero hay una diferencia crucial.

Trump es extremadamente peligroso porque no vacila a la hora de socavar, de modo grosero, bases esenciales para la convivencia democrática. Si alguna demostración de esto fuera todavía necesaria, basta con ver que desde la jornada electoral del martes 3 insiste en proclamar que ganó y agita vagas acusaciones de fraude masivo, sin aportar pruebas de ninguna de esas dos afirmaciones.

Esto implica graves perjuicios actuales y futuros, con independencia del resultado electoral. Sobre todo porque es innegable, con un mínimo de honestidad intelectual, que entre los seguidores de Trump se concentra una proporción muy alta de los estadounidenses inclinados a creer en relatos disparatados que los conducen al odio (y también a poseer armas).

Nada indica que Joe Biden sea un santo, y ni siquiera que se trate de alguien con propósitos convenientes para América Latina. Pero es indispensable que lo que todavía distinguimos como anormal no llegue a normalizarse.

La victoria de Trump hace cuatro años y el gran apoyo que conserva son consecuencias de procesos sociales muy preocupantes. Como Jair Bolsonaro y varios otros, es una figura funcional a la estrategia de sectores antidemocráticos y fundamentalistas, nocivos para la humanidad y el planeta, que no fueron creados por él y que seguirán operando. El problema central es que haya muchísima gente común convencida, con mayor o menor manipulación, de que Bolsonaro, Trump o varios otros representan lo que les conviene y hay que hacer.

El ascenso a posiciones de poder de estos personajes no era ni es inevitable. Se debe a numerosos factores complejos, y entre ellos hay que contar grandes fracasos de las fuerzas democráticas, tanto para defender sus propias ideas como para prevenir o contrarrestar las malas artes de sus adversarios. Y sobre todo para no caer en la tentación de aliarse con fuerzas siniestras.

Hay presuntos atajos hacia el gobierno que envilecen la política e hipotecan el futuro de toda la sociedad. Hay doctrinas y procedimientos mucho más perniciosos que el virus causante de la covid-19. Si no somos capaces de mantener precauciones sanitarias, el contagio puede multiplicarse hasta traspasar el umbral de lo manejable.

Nada de lo antedicho significa que Joe Biden sea un santo, y ni siquiera que se trate de alguien con propósitos convenientes para América Latina o para Uruguay. Pero es indispensable que lo que todavía distinguimos como anormal no llegue a normalizarse.