No deberían pasar inadvertidas las declaraciones del secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, en el libro Almagro no pide perdón, de Gonzalo Ferreira y Martín Natalevich, que se puso a la venta esta semana.

El ex canciller reconoció que, en mayo del año pasado, actuó en forma deshonesta cuando defendió públicamente el derecho de Evo Morales a competir en las elecciones presidenciales bolivianas. Su intención era ganarse la confianza de Morales, para asegurar la presencia de observadores de la OEA en esos comicios.

Según las palabras del propio Almagro, se abría la posibilidad de que “Evo ganara legítimamente. Era el costo que tenía eso”. También les dijo a Ferreira y Natalevich que se preocupó al ver que la oposición a Morales se dividía en más de una candidatura a la presidencia. Obviamente, su objetivo era que el presidente no fuera reelecto.

Cuando se realizaron las elecciones, los observadores de la OEA informaron sobre indicios de irregularidades. Almagro envió una nueva misión de auditoría y, antes de lo que estaba previsto, salió personalmente a asegurar que había existido fraude. Es indudable que eso contribuyó a crear condiciones internas e internacionales para que Morales fuera obligado a renunciar y se desatara un proceso de represión contra él, sus seguidores y las organizaciones sociales populares.

La forma en que actuó el secretario general ya había sido cuestionada, antes de que se conocieran estos entretelones, por figuras tan poco sospechosas de izquierdismo como el argentino Jorge Faurie, que fue ministro de Relaciones Exteriores de Mauricio Macri. Ahora, con algunos datos más a la vista –probablemente no todos aún–, la conducta de Almagro luce cada vez peor.

No está de más señalar que la preocupación de la OEA por la democracia y la realización de elecciones limpias tiene sus peculiaridades. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, el organismo decidió excluir a Cuba, pero no a las dictaduras derechistas de la región.

De todos modos, la Carta de la OEA establece con claridad que esa entidad no tiene facultades para “intervenir en asuntos de la jurisdicción interna de los Estados miembros” y reivindica el principio de “la buena fe”. Almagro también les dijo a Ferreira y Natalevich que “siempre actúa de buena fe”, y que nunca hace “nada buscando sacar una ventaja”. Esto no coincide con su propio relato sobre la estrategia que aplicó para incidir en el proceso electoral boliviano.

El órgano supremo de la OEA es la Asamblea General, formada por representantes de los estados miembros. El secretario general no tiene, como es lógico, mando sobre la Asamblea General, y sus tareas políticas son sólo las que esta u otros organismos de la OEA deciden asignarle. Sin embargo, Almagro se comporta como si fuera un líder político con autonomía para decidir qué le conviene a un país y qué maniobras se justifican para lograrlo.

El poder que ostenta no le pertenece; otros le han permitido ejercerlo para que hiciera lo que les convenía, hasta que les conviniera. Es un triste papel.