A meses del comienzo del proceso de vacunación, el aumento de contagios de covid-19 ha puesto a Uruguay en alerta, al igual que en marzo y abril. De nuevo aparece una compleja discusión que excede a lo puramente sanitario y se relaciona principalmente con un desafío de ingeniería social: cómo construir un sistema de interacciones de baja proximidad física. No se trata de un desafío menor: la actividad económica se basa en la cooperación entre las personas, la que suele implicar cercanía física y situaciones de aglomeración. Imaginemos por un segundo un día de trabajo estándar: fábricas, oficinas, medios públicos de transporte. Pero, frente a la covid-19, esa misma proximidad tan enraizada en nuestras costumbres y prácticas cotidianas constituye un obstáculo para el retorno al trabajo.

Apenas llegó la covid-19, en Argentina se estableció un confinamiento muy riguroso. La estrategia, quizás por su excesiva rigurosidad o por dejar fuera del esquema a las franjas informales, terminó en el peor escenario posible: fuerte impacto económico negativo (la economía se contraerá en 2020 a una tasa de dos dígitos) y gran cantidad de casos activos de covid-19 (casi 1,5 millones sobre una población total de 44,5 millones). Más allá de este resultado, el hecho de haber tenido que convivir con el virus por nueve meses en forma ininterrumpida ha dado lugar a un conjunto de lecciones que pueden sumar a la discusión de las próximas semanas aquí en Uruguay.

La primera lección es que cualquier esquema de políticas públicas y de buenas prácticas que se implemente debe ser intensivo en datos de fuentes diversas. Avanzar en estrategias de distanciamiento social requiere primero conocer las instancias de proximidad en las distintas tareas o acciones típicas de la actividad económica. Un dato clave al respecto es el potencial para el trabajo remoto de cada ocupación. Luego se requiere conocer las condiciones de ventilación e higiene de los establecimientos productivos, que son claves para reducir la probabilidad de contagio, dada la proximidad de la ocupación. Esos datos deben integrarse a un análisis más general, dado que el riesgo sanitario no se agota en lo que ocurre en el puesto de trabajo: también aparece en el uso del transporte público, porque allí hay instancias de aglomeración. La presencia en el hogar de menores en edad escolar también afectará a la interacción entre el riesgo económico y el riesgo sanitario: la movilidad de las personas dependerá también de si las escuelas se encuentran abiertas o cerradas. Por último, esa matriz de riesgo debe contar con datos que sean representativos de la totalidad del mercado de trabajo, lo cual no es un tema menor en economías que presentan alta informalidad laboral.

Para el caso argentino, en el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC) le pusimos números a esas variables. Detectamos que, de unos 12 millones de personas ocupadas en los grandes aglomerados urbanos, más de cinco millones de personas se encuentran ocupadas en actividades laborales que implican un brazo o menos de distancia con otras personas. Estas personas, a su vez, trabajan en ramas de actividad bien diversas, desde hoteles y restaurantes hasta salud o servicios personales y sociales, o construcción y comercio. En AMBA (capital federal y el conurbano) un porcentaje similar de trabajadoras y trabajadores ‒también de sectores diversos, como administración pública o servicios domésticos‒ utiliza el sistema de transporte público (trenes, colectivos y subte) para trasladarse al trabajo, de manera que allí también hay que repensar todo el proceso. A nivel nacional, unos tres millones de personas ocupadas podrían realizar la totalidad de sus tareas laborales en forma remota y de esta manera reducir el riesgo de aglomeración en espacios públicos y favorecer a la economía de baja proximidad.

La multiplicidad de fuentes de información da cuenta de algo importante: en tanto el virus se transmite por interacciones sociales, un enfoque puramente sanitario es equivocado. Dónde aparecen las instancias de proximidad física y cómo readaptar los hábitos y costumbres no es tarea para los sanitaristas; economistas, analistas de datos y sociólogos pueden dar una imagen más cercana de cómo funcionan las interacciones sociales.

Eso lo aprendimos de mala manera en el caso argentino. Al comienzo de la pandemia la política pública rechazó una mirada compleja y optó por seguir criterios que pueden ser apropiados para un segmento de la población, pero no para otro. Ello fue particularmente cierto en el caso del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO): su éxito en términos de la disminución del ritmo básico de contagios dependía críticamente de que existiera cierto contexto en términos de infraestructura, tecnología e ingresos que no estaba disponible para los segmentos más pobres de la población. Ocurrió entonces que reducir el riesgo de contagio en los puestos de trabajo por medio del ASPO tuvo su contrapartida en un aumento del riesgo de contagio en el hogar o en el asentamiento. O que, en la disyuntiva entre contraer una enfermedad o no percibir ingresos, las y los trabajadores de los deciles bajos se vieron forzados a violar las regulaciones existentes y forzar de facto una mayor proximidad física con los demás.

Los datos y la mirada interdisciplinaria tienen que servir de guía para el diseño del dispositivo de coordinación central del esquema de baja proximidad: el sistema de protocolos. De nuevo: no se trata de eliminar al virus, como podría ser una estrategia de confinamiento estricto, sino de fijar normas e incentivar hábitos que permitan la convivencia con el virus sin que colapse el sistema sanitario. Del caso argentino también aprendimos que los protocolos deben seguir una estrategia de aprendizaje continuo, que empieza con los datos como elementos para un diagnóstico lo más granular posible. En la etapa de diseño de los protocolos sanitarios se define el conjunto de medidas con el que se van a prevenir, mitigar o tratar los riesgos. Para ello es clave la participación de todos los actores involucrados: distintos ministerios del gobierno nacional, gobiernos departamentales, cámaras, sindicatos. Este punto presentó dificultades en el caso argentino: no tanto por fallas de coordinación entre los sectores público y privado para la aprobación de los protocolos, sino entre las distintas agencias del sector público. En muchos casos la relación entre distintos departamentos o provincias se alejó de lo óptimo, por ejemplo en la coordinación de temas de transporte.

La multiplicidad de fuentes de información da cuenta de algo importante: en tanto el virus se transmite por interacciones sociales, un enfoque puramente sanitario es equivocado.

Esa etapa de diseño debe considerarse algo dinámico en vez de estático. Tanto el sector público como el privado necesitan un mecanismo escalable para modificar y revalidar protocolos en la medida en que se van incorporando modificaciones al diseño. Por ejemplo, algunas empresas fueron enriqueciendo sus protocolos a medida que lograron incorporar nuevos controles de ingeniería. La posibilidad de incorporar cambios a futuro es un punto que sólo algunos de los protocolos validados en Argentina contemplaron explícitamente. Un proceso dinámico podría adicionalmente incorporar instancias de homogeneización a distintos niveles (sectoriales, jurisdiccionales, etcétera) con el objeto de ir tomando lo mejor de los documentos vigentes, ir eliminando diferencias que no responden a una razón particular, simplificar los mensajes y, en suma, elevar el nivel de la red de protocolos vigentes.

La etapa de implementación de los protocolos sanitarios está básicamente a cargo de cada una de las empresas, con lo cual es importante tener una instancia de evaluación por parte de las autoridades sanitarias para monitorear que el diseño y la implementación de las medidas sean adecuados. En este punto, y en contraste con otros países, en el caso argentino los protocolos oficiales no especifican mecanismos de monitoreo, control y penalización en caso de incumplimiento.

El sistema de protocolos debe incluir un proceso iterativo por diseño. De cada evaluación de su funcionamiento deben surgir recomendaciones sobre el diseño o la implementación de un protocolo, y es necesario que haya un mecanismo ágil para modificarlo y revalidarlo. Ese aprendizaje continuo no es propio de una empresa, un municipio o un sector: es un proceso multidimensional que necesita de las redes privadas y de procesos oficiales transparentes y dinámicos para nutrirse. No solamente requiere mecanismos que permitan modificar un protocolo, sino también canales de comunicación fluidos entre sector público y privado, entre distintos niveles del sector público (nacional y departamental) y dentro del sector privado (cámaras, empresas y trabajadores). Las lecciones sobre prácticas exitosas detectadas por los actores involucrados en cualquier etapa del ciclo deben ser socializadas para convertirse en buenas prácticas. Los fracasos deben ser documentados y los pasos necesarios para corregir el plan original deben estar claros para todos los que participan del proceso. Poco de esto ocurrió en el caso argentino.

También aprendimos del caso argentino que no se trata sólo de protocolos: hace falta un conjunto de políticas de asistencia y promoción para facilitar la reingeniería de procesos del sector privado, en particular en aquellos cambios que son de naturaleza permanente. Si miramos las buenas prácticas internacionales vemos que la instalación de equipos necesarios para la renovación del aire y eliminación de gases, vapores y demás impurezas producidas en el proceso de trabajo es una medida relevante. Sin embargo, en un número muy reducido de protocolos se hacía referencia a estos equipos, y las políticas públicas no se orientaron a buscar mecanismos de financiamiento accesibles para su compra.

En términos del riesgo en el transporte público, los protocolos argentinos incluyen relativamente pocos controles de ingeniería. Mientras que en los protocolos de otros lugares del mundo se incorporan incentivos económicos para el uso del transporte privado, como disminuir el costo del estacionamiento o subsidiar el combustible, en los protocolos nacionales en muy pocos casos se estipula que la empresa proveerá un medio de transporte privado para proteger la integridad física del trabajador.

También en el caso del teletrabajo ‒la principal estrategia para sustituir el riesgo‒ la clave no pasa por un protocolo, sino por el esquema de políticas que promueva la modalidad de trabajo remoto. Esto implica discutir temas diversos, como el marco legal de la modalidad, la compensación por gastos, el tipo de software a utilizar, el derecho a la desconexión, el cofinanciamiento a la compra de dispositivos digitales para usar desde el hogar.

Alguien podría preguntar: ¿vale el esfuerzo por unos meses? Más allá de la incertidumbre sobre el horizonte de vacunación, hay que notar que los temas aquí mencionados nos remiten a desafíos que estaban presentes desde mucho antes de marzo de 2020: acelerar el cambio tecnológico en firmas y hogares, repensar los esquemas y los contenidos de los sistemas de capacitación y readaptación de habilidades de los trabajadores, mejorar las condiciones de salud e higiene en los puestos de trabajo, rediseñar el transporte público para evitar aglomeraciones, discutir el rol de trabajadores esenciales. También ‒y mirando el aprendizaje asiático de las últimas décadas‒ la pandemia nos obliga a pensar cómo construir mayor resiliencia frente a shocks similares en el futuro. Por ello, esta agenda debe pensarse también como una forma de construir un mejor futuro.

Ramiro Albrieu es investigador principal en desarrollo económico de CIPPEC, Argentina. Megan Ballesty es coordinadora de CIPPEC y Pablo de la Vega es analista en CIPPEC.