Ante la situación inédita que estamos viviendo, los docentes hemos tenido diversas reacciones. Hay maestras y profesores que, desesperados, han atiborrado de tareas a sus alumnos, sea por la presión de directivos y padres o por su propia autoexigencia y el horror al vacío. También hay docentes que no se han aparecido aún por las plataformas por muy variadas razones. Algunos están trabajando más que antes y otros pueden estar tomándose un recreo.

Frente a este amplio panorama también encontramos distintos relatos, más o menos optimistas, más o menos críticos. Si los caricaturizamos, en un polo encontramos un relato en el que los heroicos educadores se lanzaron a aprender tecnologías que aún no dominaban y luchar para que los alumnos no se atrasen. Así, las clases continúan como si nada a través de los medios alternativos y los sacrificados docentes combaten la caída de la productividad general mezclando el hogar con el trabajo y haciendo malabarismos con sus hijos, sin escuela y sin abuelos. Todo para mantener prendida la sagrada llama de la educación. Los que dudan de que el camino sea el sacrificio son los malos docentes, que, aunque son pocos, igual logran desprestigiar al cuerpo.

Siguiendo con las exageraciones y simplificaciones, en el polo opuesto encontramos un relato que advierte que estos supuestos héroes son en realidad ingenuas víctimas que se autoexplotan en defensa del sistema y aceptan de manera acrítica la precarización de su trabajo. Pierden la intimidad de su hogar y encima colaboran con los intereses de las grandes corporaciones que quieren digitalizar la educación en su propio beneficio. Lo peor sería que, además, terminan por aumentar la desigualdad educativa, social y económica que promueve el neoliberalismo.

Tengo que admitir que mi formación, lecturas y experiencia me inclinan a estar más cerca del segundo relato que del primero, pero hay algo allí que me rechina, incluso me alarma. Si tomo mi experiencia práctica de estos días, el argumento de que la enseñanza por medio de plataformas y otros medios tecnológicos fomenta la desigualdad parece indiscutible. Mis alumnos del liceo privado están todos en la plataforma. Cuando no se conectan o no hacen las tareas, los adscriptos o los miembros del equipo psicopedagógico los llaman para preguntar qué pasa y cómo pueden colaborar para que se enganchen. Si doy una clase “presencial” por Zoom, asiste casi 90% de ellos, todos con la cámara prendida, porque la habitación en la que trabajan no tiene nada feo que ocultar ni les pasa nadie por detrás a los gritos. Más de 80% entregan las tareas que les propongo en tiempo y forma.

Sin embargo, a mis alumnos del liceo público tuve que incluirlos uno a uno con su cédula en los grupos que yo mismo tuve que crear en la plataforma, porque no estaban ingresados al momento en que se cerraron los liceos. A pesar de ese trabajo artesanal –que no todos los docentes tienen claro cómo hacer y que en realidad no les corresponde–, muy pocos alumnos participan. A lo sumo 30% realiza las tareas y 25% se conectó a alguna clase en Zoom, la mayoría sin querer prender su señal de video. Muchos se comunican por medio de sus celulares porque no tienen computadoras ni tablets. Las ceibalitas muchas veces están rotas, no se las arreglaron ni cambiaron.

Sé que tengo colegas con mejores números de participación, y también debe haber peores. Por lo tanto, podría decirse que cada vez que doy una clase por Zoom, subo una tarea, la corrijo o grabo una clase para que se visualice en diferido estoy privilegiando a los alumnos de los liceos privados y a los estudiantes más favorecidos del liceo público frente a los más vulnerables.

Eso es en parte verdad, pero al mismo tiempo resulta una creencia peligrosa, porque la consecuencia lógica de este tipo de relato es la parálisis, el abandono del rol docente mientras dure la cuarentena: mejor que todo el mundo pierda un cuatrimestre, o el tiempo que sea, y después, en clase, teniéndolos delante, podré promover una mayor igualdad. Mientras tanto haría mejor en dedicarme al trabajo político y la organización de los apoyos sociales.

Este tipo de relato paralizante existe desde mucho antes de que surgiera el coronavirus y es un corolario peligroso de las teorías crítico-reproductivistas de la educación mezclado con el sentido común del señor que opina en la cola del almacén. El discurso, muy frecuente en las coordinaciones y las salas de profesores de los liceos “de contexto”, es que no podemos enseñar en clase porque “los chiquilines vienen con hambre”, porque “mirá donde viven y las familias que tienen”, por las condiciones socioeconómicas, porque la educación no puede compensar la miseria, porque hasta que no se termine el capitalismo es ingenuo pensar que les podemos enseñar a los hijos de los pobres, marginados o lúmpenes.

Es un discurso que muchas veces me seduce porque me hace sentir bien y me ahorra trabajo. Porque, total, no importa lo que haga: los pobres no van a aprender, pero no por mi culpa, sino por culpa del sistema. Me exime de buscar resquicios en ese sistema, de ver qué puedo cambiar en mis prácticas.

La tentación de caer en este discurso paralizante es ahora mayor. Porque si la segregación educativa ya era muy clara al observar las realidades de los liceos privados y las de los públicos, que incluso varían mucho en los diferentes barrios, la segregación en cuanto al acceso a plataformas, sumada a la ausencia de la mediación presencial docente, será, a todas luces, fulminante.

"Nuestra clase, nuestra tarea docente, por más degradada que resulte a distancia, puede llegar a ser el único cable a tierra, la única actividad promotora de salud y de crecimiento personal que pueda tener un joven en todo un día de encierro".

Pero para los docentes que trabajan en el sistema privado la paralización difícilmente podrá ser una opción. Los colegios tienen pánico de que los padres dejen de pagar las cuotas; dada la crisis económica, se espera un aumento gigantesco de la morosidad. Los colegios deben darles a entender a los padres que sus hijos están recibiendo la educación por la que pagan o algo parecido, por lo que, salvo honrosas excepciones, las presiones a los docentes para que pongan trabajos en las plataformas y se muestren en clases “presenciales” online serán cada vez más grandes.

Los docentes de los liceos privados, sabiendo que se arriesgan al seguro de paro o a que algunas instituciones no resistan y cierren, terminarán adaptándose a la nueva forma de trabajo. Quizás ese mismo docente no tenga tantas presiones para estar presente en el sistema público, y en muchos casos sólo dependerá de su ética que haga o no el mismo esfuerzo.

Pero –y aquí es donde aparece lo que me rechina– ¿para qué realizar ese esfuerzo si al contactarme con los alumnos que pueden hacer algo termino agravando las diferencias con los que ni siquiera tienen internet? Cuando se vuelva a las clases normales, ¿qué haremos con todos esos estudiantes que se mantuvieron desconectados, ya sea por falta de recursos o por dificultades sociofamiliares, de motivación o de otro tipo?

Quizás termina predominando en mí el relato ingenuo, romántico y vulgar, pero una parte de mí se niega a considerar que lo mejor que puedo hacer para desarrollar la igualdad en el país es quedarme cruzado de brazos y poner todos los reparos posibles al teletrabajo. O sea, dejar en suspenso lo único que sé hacer más o menos bien, que es enseñar, en medio de la crisis más importante que ha tenido que vivir mi generación.

Si bien los docentes hemos sido un sector muy castigado, en estos momentos –en especial los docentes efectivos de los liceos públicos, que no tenemos que temer por nuestra fuente laboral– somos privilegiados. No en relación con las clases dominantes, claro, sino en relación con otros trabajadores que para cobrar su sueldo tienen que salir sí o sí a la calle, poniendo en riesgo tanto su salud como la de sus familias. Aunque tengamos que trabajar en casa al mismo tiempo que realizamos tareas de cuidado (lo cual recarga más a las mujeres, que son más de 70% del cuerpo docente), estamos en una mejor situación que los miles de trabajadores y trabajadoras de los supermercados, de la salud, de la Policía, de las empresas de limpieza, etcétera, que también tienen a sus hijos en casa pero que no pueden quedarse a cuidarlos.

¿Sería ético entonces seguir cobrando tranquilamente nuestros salarios sin tratar de trabajar de alguna forma? ¿Que el trabajo que podemos hacer online sea una caricatura del que realmente podemos hacer en clase nos exime de tratar de hacer lo mejor posible? ¿El hecho de que gran parte de nuestro esfuerzo no llegue a una enorme cantidad de alumnos nos exime de intentar llegar a la mayor cantidad posible? ¿El deber de denunciar nos exime de construir?

Entiendo que no podemos caer en un afán productivista. No podemos salir como locos a educar como si no pasara nada, como el meme que anda por ahí que compara a los docentes con los músicos del Titanic. Pero estoy convencido de que tenemos que hacer algo por mantener nuestro vínculo con los estudiantes. En crisis nos cuesta salir del piloto automático, desactivar los reflejos y darnos cuenta de que las prioridades cambiaron.

Creo que no es momento de hacer tanto hincapié en defendernos, sino de ofrecernos, de estar ahí para quien pueda tomarnos. Quizás lleguemos a alguien a quien a priori no pensábamos que podíamos llegar. Quizás no tenemos que desconfiar tanto de las posibilidades de nuestros alumnos más vulnerables, quizás nos podemos ofrecer para ser parte de las increíbles historias de resiliencia que como psicólogo he podido observar en los centros. Para muchos de esos estudiantes vulnerables o vulnerabilizados la institución educativa fue un refugio y una salida. Algunos docentes les brindaron modelos de vida y de vinculación que los sacaron del encierro en su contexto.

Si la institución educativa está cerrada, nosotros tenemos que mantenernos abiertos. Puede ser que la enseñanza online termine alimentando la desigualdad, pero no me parece ético ausentarnos de nuestro rol docente. Nuestra clase, nuestra tarea, por más degradada que resulte a distancia, puede llegar a ser el único cable a tierra, la única actividad promotora de salud y de crecimiento personal que pueda tener un joven en todo un día de encierro.

Quizás sea la oportunidad de revisar mis clases, de tener, por primera vez en mis años de docencia, tiempo remunerado para prepararlas y para aprender alguna herramienta nueva. Capaz que puedo aprovechar que no tengo que trasladarme como un loco, que tengo flexibilidad en mis horarios, que puedo comer en casa. Tal vez puedo considerar por primera vez que algunas de las horas que me pagan son para corregir, para reflexionar sobre mi práctica, para detenerme, para cuestionarme qué quiero trabajar con los chiquilines en medio de la crisis, qué vale la pena mandarles hacer, qué conversar, cómo puedo motivarlos y motivarme, qué puedo hacer para fortalecer mi vínculo con ellos. No es enloquecerse, no es autoexplotarse, no es ser cómplice de la flexibilidad laboral, no es aceptar la precarización de la tarea docente. Es responder éticamente, aunque no haya ningún marco jurídico que me obligue; es simplemente estar disponible.

Mauricio Perpetue es profesor de Historia y licenciado en Psicología.