En el momento actual, en el país (en el mundo) coexisten dos agendas. La primera refiere a cómo enfrentar y superar ahora, de inmediato, la crisis sanitaria global, que ya tiene efectos dramáticos en la economía y las relaciones sociales. Esta crisis, de efectos importantes en cuanto a personas afectadas y fallecidas, durará semanas, meses. Pero hay otra agenda; una vez superada la emergencia sanitaria, vendrá el día después.
Más que día, tiempo de reconstruir, con el desafío de comprender y revertir los impactos en la actividad económica, la producción, el aumento de precios, la merma en el nivel de ingresos de las familias, la ocupación, el empleo, el consumo. Si bien los efectos de la pandemia son globales en el comercio internacional y los mercados, existen situaciones particulares, de manejo local. Uno de los elementos más afectados en el país será el mercado interno, que se contraerá, en vista de la merma en la capacidad de compra de muchas personas y las expectativas negativas a futuro.
En ese contexto, interesa la perspectiva de la industria de la construcción, que precisamente en estos días acordó el reintegro de más de 45.000 trabajadores directos en obras (en un sector de actividad que, según voceros empresariales, moviliza más de 100.000 personas, si se toman en cuenta también técnicos y administrativos, así como empleos indirectos: proveedores, barracas, talleres). En tiempos de gran dinamismo económico y alta inversión pública y privada (años 2012-2013), el pico de ocupación directa alcanzó a 72.000 trabajadores y llegó a estabilizarse en el entorno de 50.000; es de imaginar, entonces, el efecto que tendría una contracción del sector.
Esta industria participa de modo destacado en el Producto Interno Bruto (PIB): en la última década, en el entorno de 12%. Más de 30% de esa participación está compuesta por la inversión pública. Para tener un orden de magnitud, en 2018 la inversión pública en vivienda trepó a 0,57% del PIB y representó aproximadamente 4% del presupuesto del Poder Ejecutivo.
En la primera quincena de marzo el nuevo gobierno tomó decisiones que apuntaron a uno de los problemas del país: el elevado déficit fiscal. En ese marco, el Poder Ejecutivo, por medio del Consejo de Ministros, el 11 de marzo dictó el Decreto 13. Estimo que la polémica sobre el ajuste de las tarifas públicas opacó las implicaciones de este decreto, así como tampoco se dio trascendencia a expresiones del director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) acerca del recorte de partidas a transferir a las intendencias en el próximo presupuesto quinquenal.
Ese decreto, más que otras decisiones, expresa la voluntad de iniciar el ajuste fiscal.
A partir del 13 de marzo estas decisiones pasaron a un segundo plano, dado que, lógicamente, el gobierno se enfocó en atender necesidades inmediatas de la población más vulnerable (trabajadores por cuenta propia, informales, desocupados).
Los economistas dicen que en un contexto de enlentecimiento de la economía, recesión o crisis hay más de un camino para adoptar. Por ejemplo, tomar decisiones “procíclicas”, que induzcan una reducción de la inversión y del consumo a la espera de que la economía se dinamice, o bien adoptar decisiones “contracíclicas”, que inyecten recursos a la economía para dinamizarla. En el actual contexto sería absolutamente contraproducente reducir la inversión, en particular la inversión pública en vivienda e infraestructura social. Tendría efectos devastadores en la construcción y el ecosistema de empresas y trabajadores que la conforman, y también en la sociedad, sin duda.
El decreto del 11 de marzo establece que para 2020 todas las unidades ejecutoras del Poder Ejecutivo, sin excepción, deberán reducir 15% los rubros de inversión y funcionamiento, y además recomienda lo mismo para la administración descentralizada. La reducción de 15% es casi toda en inversión en obras, mientras que la reducción en los gastos de funcionamiento no solamente afecta combustibles y fotocopias, sino actividades relevantes, como convenios o el Fondo de Garantía de Alquiler.
Asimismo, establece un recorte obligatorio de los contratos a cualquier título. El componente técnico, inherente a todo programa de inversiones, está amenazado de esta manera. El decreto alude a 40% de los rubros destinados a sostener arrendamientos de servicios en las diferentes unidades, financiados con cualquier fuente (presupuesto nacional o créditos externos). Esto afecta a contratos que deberían renovarse en el año. Además del problema de dejar gente en la calle de un día para otro, sin seguridad social (contratos que son por lo general anuales, con renovaciones, y facturan mensualmente), la reducción de personal tendrá efectos en la ejecución de los programas afectados: si reduzco la capacidad técnica de un equipo, su capacidad de producción se reduce en la misma proporción o en una aun mayor.
Son recetas conocidas, similares a las de gobiernos anteriores en contextos complejos, con efectos también conocidos.
Esto justifica que, a la luz de los hechos supervinientes, estas decisiones deban revisarse, y revertirse, adoptándose el criterio exactamente inverso. En momentos de crisis o enlentecimiento de la economía es cuando debe intensificarse la inversión en conocimiento y desarrollo tecnológico. Es momento de pensar, investigar, desarrollar alternativas eficientes e innovadoras para resolver problemas, planificar, diseñar y formular nuevos proyectos, de modo tal que cuando se produzca la reactivación encuentre al país con capacidad para la actividad y especialmente para las inversiones.
Una de las características de esa industria es su fuerte inercia, que opera tanto al arrancar los procesos como al detenerlos. Cuando una obra está en proceso es complejo interrumpirla (y resulta oneroso); simétricamente, una vez que una obra se detiene, es muy difícil (y oneroso) retomarla. Resulta altamente prioritario el esfuerzo para sostener la continuidad de programas de obra pública, ya sean estos viabilizados con financiamiento público o privado.
Pensando en “el día después”, ese tiempo de reconstrucción, algunos programas de obras están relativamente blindados de contingencias, por lo menos de los problemas de las arcas estatales: los proyectos de participación público-privada, que cuentan con un financiamiento sólido que debería ser protegido. Así también los grandes proyectos de inversión privada y sus obras asociadas (la segunda planta de UPM es el mayor, no el único).
Pero sobre todo deben ser consideradas las políticas, programas y proyectos que están financiados con recursos del presupuesto nacional o con financiamiento externo, ambos afectados por el abatimiento genérico de 15% en 2020 y que se verán amenazados con un presupuesto quinquenal que reduzca el gasto.
Ejemplo de ello son dos programas con financiamiento externo que conozco bien: el Programa de Gestión y Desarrollo Subnacional, radicado en la OPP, y el Programa de Mejoramiento de Barrios del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente. Ambos manejan importantes rubros de inversión y ocupan –directa e indirectamente– a un número alto de empresas y trabajadores, proyectistas, asesores, directores de obras… y el conocido “derrame” territorial en la escala local de la industria de la construcción (proveedores, servicios, pequeño comercio, etcétera). Las obras están localizadas en el interior, no solamente en las capitales departamentales.
Ejemplos similares son los programas de infraestructura educativa, como PAEMFE y PAEPU (también financiados con créditos del Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial), que, además de apuntar a resolver importantes demandas de escuelas de tiempo completo o extendido, centros CAIF, liceos, escuelas técnicas, involucran también un alto número de técnicos con un más que valioso despliegue territorial.
En estos y otros casos podría darse la paradoja de que se cuente con los recursos para dar continuidad a los programas (préstamos ya contraídos y fondos disponibles para su desembolso), pero no se disponga de espacio fiscal o autorización para gastar en virtud del objetivo de sostener la meta de reducción del gasto público.
Un razonamiento similar es aplicable a la inversión en infraestructura para la salud, tan bien desarrollada recientemente y mejor valorada en el contexto de emergencia, en que los servicios serán altamente exigidos. Parecido es el caso de la infraestructura deportiva y cultural.
En el quinquenio 2015-2019 la inversión en infraestructura alcanzó 10.771 millones de dólares, de los cuales 3.059 se destinaron a vivienda e infraestructura social (incluyo en este grupo las obras de agua y saneamiento).
Una reducción de este nivel de inversión sería suicida, habida cuenta del fuerte empuje que tuvo el desarrollo de proyectos de vivienda e infraestructura social, muchos de ellos en pleno proceso de ejecución, así como la formulación del Plan Nacional de Saneamiento, que previó una inversión quinquenal de 1.179 millones de dólares.
Los diferentes ámbitos políticos, gremiales, académicos, sindicales y empresariales deberán considerar y analizar estos dilemas. En las próximas semanas (meses, a lo sumo) se tomará una decisión en relación con ellos; las opciones que se definan condicionarán los próximos años y décadas.
Esta problemática afecta no solamente el trabajo y los ingresos de empresarios y trabajadores (y sus familias), sino también (y esto es más importante) impacta en el sostenimiento de la calidad de vida de las personas, familias y comunidades.
Salvador Schelotto fue decano de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República y director nacional de Vivienda.