En los últimos tiempos hemos visto reaparecer el orgullo de los uruguayos por su solidaridad: la preocupación por quienes están en una situación desventajosa despierta la ayuda de buena parte de nuestra sociedad. Seguramente sentimientos morales como la compasión y la piedad son los que nos mueven a organizar una olla popular o a recolectar alimentos para quienes están siendo afectados por circunstancias inmerecidas y que los colocan al borde de lo que ninguna persona debería padecer. Sin embargo, las sociedades democráticas, para proteger a sus ciudadanos de circunstancias inmerecidas, tienen otra herramienta mucho más potente: la justicia.
Justicia y solidaridad son dos conceptos normativos centrales de la vida de las sociedades democráticas. Ambos conceptos, sin embargo, tienen un alcance diferente e implican también compromisos diferentes.
La justicia consiste en otorgarnos mutuamente cargas y beneficios que resultan de la cooperación social, es decir, todos nos beneficiamos y obtenemos ventajas de la vida en sociedad, pero como contraparte de ello debemos contribuir a esa sociedad. La solidaridad es un concepto con bordes más borrosos que la justicia, pero puede presentársela como el interés en los resultados de las vidas de personas con las que se comparte un círculo de pertenencia, lo que puede ir desde pertenencias familiares, barriales o comunitarias, a las de mayor alcance como la sociedad o toda la humanidad.
En ambos casos, justicia y solidaridad implican compromisos con los otros, pero en el primero esos compromisos se convierten en deberes que son garantizados por el Estado, mientras que en el segundo el compromiso puede ser asimilado a una ayuda voluntaria, algo que no puede ser obligado o exigido. La solidaridad nos llama a actuar en beneficio de aquellos que sufren circunstancias inmerecidas y por ello es sumamente importante para la vida social, pero no nos obliga como sí lo hace la justicia; la solidaridad puede cesar por nuestra propia voluntad, pero la justicia no.
Seguramente estas diferencias de alcance son las que hacen que las gremiales agropecuarias y muchos empresarios de nuestro país, en estos momentos de crisis sanitaria y social, se sientan muy cómodos en el espacio de la solidaridad, pero no en el de la justicia. Es bastante simple y calma la conciencia moral donar alimentos para ollas populares o canastas para los sectores más vulnerables, pero es bastante más difícil asumir una contribución a través de la estructura impositiva que tiene el país. Esto también afecta a los gobernantes, quienes invocan la solidaridad a la hora de establecer el impuesto para el Fondo Coronavirus, pero se excusan de usar el término “justicia” porque una medida que afecta a una parte y no a todos nada tiene que ver con la justicia, simplemente viola los términos de la cooperación social. Claramente la justicia tiene un rostro más adusto que el de la solidaridad, es mucho más difícil mirarla a la cara y tiene un peso normativo que pocos pueden soportar. Con esa dureza es que fue representada por Gustav Klimt en los maravillosos murales que realizó para la Universidad de Viena.
El foco en la solidaridad que se hace para enfrentar las consecuencias sociales de la pandemia también tiene una consecuencia no deseada: en la mayoría de los casos se tematiza la acción indudablemente encomiable de quienes son solidarios, y no los sentimientos de quienes reciben la solidaridad. Este carácter unilateral de la presentación pública de las acciones solidarias pasa por alto lo que sienten quienes reciben una canasta o tienen que ir a una olla popular a buscar su comida. De esta forma, los sentimientos de vergüenza social y también de posible autoestigmatización quedan en un segundo plano.
La vergüenza, como toda emoción social, es provocada por creencias que hacen referencia a otras personas, por lo tanto el surgimiento de esta emoción no depende de quienes con la mejor intención ayudan a quienes lo necesitan, sino de las creencias que tienen estos últimos sobre lo que la sociedad piensa de quienes no son capaces de lograr su propio sustento. El impacto que tiene la vergüenza está estrechamente ligado a las normas sociales que regulan tanto el carácter como el comportamiento, y en una sociedad centrada en la ética del trabajo es vergonzante no poder sustentarse a uno mismo y a su familia. Esta emoción también refuerza los sentimientos de estigmatización que sienten los grupos más vulnerables como sectores sociales que no son capaces de asegurar lo mínimo indispensable para llevar adelante un plan de vida en forma digna.
En esta situación de incipiente emergencia social nuevamente parece que el rostro adusto de la justicia no puede ser mirado por las instituciones, ya que hacerlo implicaría recibir el mensaje de que la igual dignidad no puede ser retaceada y que el Estado debe cumplir con su obligación de protegerla en forma incondicionada.
Por supuesto que justicia y solidaridad también convergen. La solidaridad puede dar lugar a la justicia, es perfectamente posible que lo que se inicia como intervenciones inspiradas en la solidaridad se convierta en una regulación institucional de justicia, o que la justificación de muchas políticas públicas institucionalizadas de justicia se asienten en razones de lo que nos debemos por solidaridad, como el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas o el Fondo Nacional de Salud. Sin embargo, esto no se da necesariamente debido a las características indicadas de la solidaridad, y es posible disociar ambos aspectos de nuestra vida práctica. En nuestro país, que atraviesa una situación social de creciente vulnerabilidad, no parece exagerado decir que estamos viviendo una explosión de solidaridad que no llega a convertirse en justicia.
En una frase inolvidable, John Rawls, el filósofo liberal más influyente del siglo XX, resumía el verdadero núcleo de las sociedades democráticas diciendo que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales”, de tal manera que si estas instituciones son injustas deben ser reformadas o abolidas, y que a su vez “cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar de la sociedad en conjunto puede atropellar”. En las sociedades democráticas, justicia e igual dignidad están internamente ligadas; es imposible que una sociedad democrática pueda ser justa si no considera a sus miembros como fines en sí mismos, y por lo tanto el diseño de sus instituciones debe estar orientado a asegurar y proteger la dignidad de sus ciudadanos. Las situaciones de crisis y emergencia no son la excepción sino todo lo contrario: es en estas circunstancias cuando el rostro de la justicia, que Klimt retrató de forma única, debe ser mirado, y sostener su mirada debería ser el primer deber de las instituciones.
Gustavo Pereira es profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Universidad de la República.