Celebraciones y “distracciones”
Hace unos días, el Parlamento terminó de aprobar el proyecto de ley de urgente consideración (LUC) presentado por el Ejecutivo, que se sancionó con pocas modificaciones de fondo. Recurriendo al uso de ese procedimiento especial se avino a la transformación radical del statu quo institucional. No por la extensión del texto, sino por la centralidad de los temas que abarca y, sobre todo, por los cambios que introduce en ellos.
En el medio se dan dos celebraciones. El 27 de junio se recordaron los 47 años del golpe de Estado que dio inicio a la dictadura cívico-militar. Y hoy, 18 de julio, es una de nuestras principales fechas patrias, dedicada al homenaje a una Constitución, la fundacional de 1830, con la que se concretó el nacimiento institucional de nuestra República.
Todo el espectro político aprovecha esas fechas para realzar la importancia y los valores de la democracia y la República, sin que parezca advertir, y menos reconocer, la responsabilidad que a cada uno le cabe en la profunda herida que con la LUC les han infligido.
Acudir a una ley de urgencia para introducir cambios importantes en temas fundamentales, abusando de las mayorías parlamentarias, supone un quiebre constitucional que debilita el régimen democrático republicano.
Sí, es una (contra)revolución
La LUC constituye la herramienta jurídico-institucional de un proceso que se puede considerar revolucionario, porque produce un shock institucional que modifica reglas de juego de las más importantes, en áreas fundamentales. Revolucionario, también, porque no fue producto de un proceso en el tiempo de tipo evolutivo, procesado social y políticamente en el intercambio entre los distintos sectores, las organizaciones de la sociedad civil y en consulta a los ciudadanos.
El hecho de recurrir a una LUC como herramienta da cuenta de la presencia de un proyecto basado en la concentración de poder en el Ejecutivo. Ella es en sí misma un componente clave del proyecto. El procedimiento elegido, esa “forma”, no es neutral. Justificar la legitimidad de cambios de tal dimensión en extensión y profundidad, en un plazo extremadamente reducido, argumentando que la calificación de urgencia puede ser legítimamente realizada por el Ejecutivo en forma arbitraria, es decir, sin estar obligado a apoyarse en razones, realidades y principios legales, califica por sí solo como un quiebre a la institucionalidad.
Además de romper el pacto en que se funda la Constitución, la LUC junto con las políticas que lleva adelante el gobierno provoca una polarización, divide, no tiende puentes, busca prescindir de la oposición, dejarla de lado. Realiza un cambio revolucionario, busca desmontar lo realizado y hacer un cambio de rumbo en la dirección contraria.
Se está ante una estrategia de vuelta al autoritarismo, restricción de libertades, concentración del poder, abandono por el Estado de políticas que tienden a la igualdad social en favor de privados: una vuelta a la ley de la selva liberal en la que triunfan los más fuertes. De ahí la importancia de generar una “gran alarma”.
Agonía constitucional
La Constitución es el instrumento en que se concreta el pacto político y social que establece las reglas de convivencia entre los ciudadanos. No sólo reconoce derechos a individuos y grupos, sino que determina a través de un sistema de gobierno la forma de llevar adelante las relaciones de los ciudadanos viviendo en sociedad.
Las constituciones, en su concepción, consistieron en el sistema de ideas sobre reglas, derechos y garantías en que se fundamentó la salida de la monarquía. Esa construcción ideológica contribuyó en su inicio a hacernos más libres, y luego fue avanzando en levantar barreras para hacer un poco más difícil que los poderosos exploten a los pueblos. Después de consagrar los derechos de cuño liberal contenidos en las cartas fundacionales de nuestras repúblicas, en un proceso difícil, largo y doloroso, fueron incorporando toda una serie de derechos económicos y sociales. La Constitución es el instrumento normativo que, con todas sus limitaciones, es reconocible como “escudo de los débiles”.
A partir de esos principios reconocidos en cartas, han podido incorporarse a nuestras leyes nacionales una serie de convenios internacionales que desarrollan e interpretan esos derechos.
En resumen: la Constitución, y con ella todo el sistema jurídico construido a partir de sus normas, es un elemento crucial para la garantía y protección de los derechos fundamentales. Si se admite perforarla, se debilita todo el edificio. La LUC infiere una herida en el esqueleto constitucional que afecta los órganos vitales de esos derechos.
El avance hacia la concentración del poder
En lo institucional se puede afirmar que el principal objetivo del régimen que el gobierno construye a toda velocidad consiste en la concentración de poder.
La Constitución de 1967 dio inicio a ese proceso concentrador, dotando al Ejecutivo de una serie de facultades bien recordadas, como la iniciativa legislativa exclusiva en temas de importancia, vetos, medidas prontas de seguridad, leyes de urgencia, etcétera.
La aprobación de la LUC y luego de la Ley de Presupuesto, que seguirá seguramente los mismos lineamientos, dotarán al gobierno de una base de legitimación normativa, que hará posible que el Ejecutivo, durante el resto de su período de gobierno, esté en condiciones de llevar adelante su proyecto transformador ejerciendo solamente su potestad reglamentaria: el decreto. Lo que lo habilitará así para prescindir de las alianzas y de la negociación con las otras fuerzas representativas de los demás sectores políticos que el Ejecutivo normalmente debe tejer para obtener la aprobación del Parlamento a sus iniciativas legislativas. Aprobadas esas normas, podrá prescindir en gran parte de las mayorías parlamentarias, y con ello de los acuerdos con otros partidos y aun de la coalición que lo llevó al gobierno.
Esa concentración del poder se ve facilitada por la tendencia a expandir las atribuciones propias del presidente a ejercer las potestades ejecutivas en forma directa, habilitada por la Constitución de 1967 con la creación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) adscrita directamente a un órgano que así adquiere identidad propia: la Presidencia. De ese órgano, mal que nos pese, se ha venido haciendo un uso cada vez más expansivo, cuando no abusivo, por los gobiernos anteriores.
Sin embargo, la idea principal plasmada en la Carta es la contraria: que el Ejecutivo no se concreta en una persona, la del presidente, sino en un organismo colectivo. Él no puede resolver solo, sino que necesita el “acuerdo” de uno o más de los ministros o de todos “actuando” en Consejo de Ministros. A este consejo se otorga especial relevancia, al punto de que en algunos temas cruciales se requiere su participación obligatoria, como ocurre con la definición del proyecto de presupuesto. Si bien es el presidente quien designa a los ministros, debe hacerlo entre aquellas personas que posean el apoyo del Parlamento, el que puede llegar a censurarlos, y si el conflicto no se resuelve, se puede llegar, mediante una convocatoria, a elecciones anticipadas.
Lo anterior muestra que la voluntad de reforzar las potestades del Ejecutivo en aquella reforma no implicaba el empoderamiento paralelo de la figura presidencial, o lo hacía de manera muy limitada. Estos 100 y algo de días de gobierno demuestran que las anteriores no son disquisiciones vanas, sino que contribuyen a interpretar la magnitud de la ruptura institucional que supone la asunción de hecho del Ejecutivo por parte de la persona del presidente. Quien ganó la elección queda ahora habilitado para gobernar en solitario durante todo el mandato; se trata de la máxima delegación posible de la soberanía en una sola persona durante cinco años.
La LUC es la herramienta de un proceso que se puede considerar revolucionario porque produce un shock institucional que modifica reglas de juego de las más importantes, en áreas fundamentales.
Un Estado reducido y extremadamente centralizado, gobernado por la voluntad del presidente, es el principio del fin, o el mismo final, de la coparticipación, del acuerdo político, de la partidocracia devenida tradición, de una identidad que desconfiaba de los personalismos y del poder absoluto hasta el punto de haberse destacado por contar con un Ejecutivo colegiado. Se está en presencia de un viraje fenomenal que va mucho más allá del objetivo de dejar sin efecto la labor de la izquierda en sus 15 años de gobierno; estamos ante una verdadera refundación institucional.
Autoritarismo que queda más al desnudo si se toma en cuenta que los resultados electorales marcan un país dividido en mitades. División en mitades respecto de la figura de un presidente que pretende concentrar todo el poder para gobernar sin la otra mitad. A esto se agrega que la diferencia entre los resultados de la primera y de la segunda vuelta de la pasada elección marcan claramente un nivel de menor apoyo al actual presidente que a los partidos y dirigentes de la coalición parlamentaria.
En sus 15 años de gobierno, la izquierda no llegó ni a proponer en términos concretos un proyecto que revirtiera la tendencia concentradora del poder que se concretó con la reforma de la Constitución de 1967, ni la reformulación de un pacto social que diera lugar a una mayor participación ciudadana y descentralización de poder. Sí corresponde reconocer los procesos de creación de autonomías y participación local a nivel municipal, experiencias que demostraron una voluntad de ir adelante en ese sentido, y, a la vez, los obstáculos para concretarlo a nivel nacional.
La LUC como instrumento de concentración de poder
La LUC contiene cambios legislativos dirigidos a posibilitar la construcción de ese régimen basado en la concentración de poder, y ella misma muestra la velocidad con que se pretende hacerlo. Se trata de concentrar en el Ejecutivo la mayor parte posible del poder estatal que habilita la Carta, y bastante más, así como busca dotarlo de los recursos jurídicos para hacer valer esa potestad, y de restringir las libertades de los que se le opongan. Lo demuestran la cantidad de artículos del proyecto referentes a seguridad y educación.
En ese sentido, la LUC restringe las autonomías previstas en el gobierno de la enseñanza, la seguridad social, entes “industriales y comerciales”, organismos de contralor, etcétera, hasta el límite y más allá de la constitucionalidad. Modifica su ADN de autónomos y descentralizados desdibujando su entidad de entes. El Ejecutivo asume las funciones de diseño de políticas, de planificación y programación, de contralor y regulación, de forma tal que reduce al mínimo sus márgenes de autonomía, cuando no se apodera directamente de sus atribuciones.
La descentralización del poder prevista en el sistema de autonomías de la Constitución, ya limitada con la reforma de 1967, se restringe al extremo por vía legal.
La segunda vía consiste en la restricción de la participación de los sectores sociales interesados en el gobierno y en la definición de las políticas sectoriales por medio de presencia en sus direcciones o de comisiones asesoras, consultas, etcétera.
La tercera forma de concentración de poder se combina con el retiro del Estado de sectores fundamentales relacionados con la economía, para dejarlos en manos del mercado, de la iniciativa privada, de las empresas. Se recurre a tal fin a los organismos de contralor (Unidad Reguladora de los Servicios de Comunicaciones, Unidad Reguladora de Servicios de Energía y Agua, etcétera), a los que se dota de una autonomía limitada, a la vez que se deja a los entes públicos productivos en un régimen de igualdad con los privados en un formato competitivo. Esas “unidades” tienen un radio de acción limitado, puesto que ya no se trata de aplicar políticas públicas destinadas a conformar un modelo económico de “desarrollo”, sino de dictar reglas de juego basadas en la presencia en el mercado de competidores, entre los que existen en realidad fuertes desigualdades, sin que se prevean instrumentos que las contemplen.
El “pensamiento” jurídico pierde su lugar preponderante
La LUC acentúa en forma radical un proceso de debilitamiento del Estado de derecho, que no se caracteriza únicamente por violentar las normas jurídicas en que la institucionalidad se concreta, sino por el abandono, la renuncia a los principios establecidos en la ciencia y la cultura jurídica. Esta crisis adopta una forma peculiar, una especie de anomia, de consenso tácito en guardar silencio, entre los que tienen la responsabilidad de defenderlas.
Se proclama que la LUC afecta la “calidad” de la democracia. El uso de ese término ajeno para juzgar a un sistema político y jurídico es de por sí demostrativo. Se hace perceptible un abandono del análisis jurídico por el de las ciencias sociales. El problema es que estas como tales son “pragmáticas”, bucean en hechos, en el ser de las cosas, mientras que el derecho, como “ciencia” normativa, construye reglas de conducta entre humanos, se maneja en el ámbito del deber ser. Acompañando esa crisis del análisis político-institucional basado en lo jurídico, se asiste a la degradación de la importancia de la Constitución en su condición de ley fundamental, en cuanto conjunto de principios superiores que ordenan el funcionamiento político y social.
Lo anterior podría dar lugar a plantear la cuestión de hasta dónde esa construcción de reglas y valores mantiene su vigencia, su legitimidad y supremacía. Si su retroceso no es otro síntoma del cambio de época. O si, arrastrada por el ocaso de la racionalidad, se va transformando en una especie de “relato” más, entre los que compiten en las luchas por el poder y por lograr la adhesión de las voluntades de los ciudadanos.
Mitos neoliberales recargados
No es posible transformar un país de un golpe. Sí se puede pretenderlo, como ocurrió con los que dieron aquel golpe. La importancia de los cambios introducidos y de las áreas afectadas hubiera requerido un estudio mucho más detenido, porque no se trata de cambiar una regla, sino una realidad. Lo demuestran los largos procesos de discusión que requirieron la mayoría de las normas que la LUC modificó de un plumazo.
Pero la LUC no apunta a transformaciones en el sentido de que el Estado regule, controle o participe, en fin, que haga más, sino a lo contrario. No se trata de generar formas de gobierno, regulaciones o intervenciones más complejas y sofisticadas, que den respuestas a las realidades y desafíos de un presente con las mismas características, sino de centralizar y, en especial, de facilitar y concretar el abandono por parte del Estado, a favor de los privados, de una serie de tareas y responsabilidades de interés general en lo económico y social. Tal vez por eso no se consideraba necesaria mucha discusión, porque no se trataba de construir más Estado, sino de centralizar, reforzar la autoridad, cederles la conducción de la sociedad a los privados.
La concepción en que se basa la LUC, y en general el gobierno, parte de dos mitos, de dos grandes presupuestos simplificadores: que los privados pueden hacerlo mejor, y que ejerciendo más autoridad se solucionan grandes problemas como la seguridad. Un sistema social de gran complejidad como el actual no puede manejarse con instrumentos sencillos, aunque tal vez se parte también de la creencia de que el sector privado empresarial podría disponer de ellos. Sin embargo, el hecho es que en la actualidad no parece discutible que el Estado debe tener un rol importante en el manejo económico, que el “mercado” no alcanza y que los espacios para la libre competencia se han reducido.
Otro mito que subyace en la LUC, tal vez paradójico, es la pretensión de modificar la realidad en base a un texto legal. Lo anterior podría dar lugar incluso a la esperanza, o ilusión, de que buena parte de esas transformaciones no puedan llevarse a cabo.
El proceso de reforma de 1967 refleja la confrontación de dos tendencias que simplificadamente se pueden nominar como del pacto social y del retorno a la autoridad. Su enfrentamiento dejó rastros a lo largo del articulado, así como de un resultado a favor de la segunda. Luego, la dictadura aquí, el triunfo del neoliberalismo en el plano internacional, la caída del pacto socialdemócrata de posguerra junto al muro de Berlín, la necesidad de poner fin a la “década progresista”, llevan a que el autoritarismo tome el control.
Estrategia o capitulación
A la concreción de este nuevo régimen se llega por la combinación de ruptura y transacción, dicho así para intentar graficarlo de alguna forma. Como ruptura, muestra la presencia de un cambio revolucionario que altera la institucionalidad mediante la transgresión de sus reglas de juego. En este caso el Estado de derecho es alterado “desde adentro”, sí, pero incumpliendo las normas que autolimitan la potestades de los actores de ese cambio.
La transacción supone cierto consenso o aceptación del cambio por el conjunto de participantes del sistema, por los partidos, por parte de los actores institucionales que lo promueven y en especial por los que lo sufren, por la oposición. Supone una aceptación que no deja lugar a la expresión del soberano requerida para una transformación de ese porte. En concreto, para una reforma constitucional.
Supone un consenso que implica una renuncia, que no deja lugar para advertir las discontinuidades y rupturas producto de esta transición, que aplana ángulos donde apoyar el pie de la crítica. Es la parálisis ante la llegada de lo extraño, de lo inconcebible; la negación de lo imposible, que impide conocerlo.
El presente se caracteriza por la centralidad de lo digital, lo financiero, la globalización y la concentración de la actividad económica en grandes conglomerados transfronterizos. El mundo que viene busca salidas que no encuentra, las recetas liberales y socialdemócratas parecen perimidas, inaplicables e ineficaces para afrontar la realidad que emerge. El autoritarismo tradicional ya no resulta eficaz, el poder no puede sobrevivir desnudo, y hoy requiere relatos cada vez más elaborados para dominar a una sociedad que se vuelve más compleja.
Las dimensiones tectónicas del cambio de época vuelven inútiles las teorías que hasta hace poco nos permitían comprender, y minan la confianza en la razón para explicarlo todo. El terror que despierta ese espectáculo demanda soluciones tranquilizadoras, ideas-fuerza que hagan posible seguir en marcha. Las partes en pugna echan mano a las doctrinas del autoritarismo y del pacto social, pero ellas se han convertido en sombras mitológicas, ya no aptas para dar respuestas a cambios de tal magnitud que hacen difícil salir del asombro.
La necesidad de mantener la estabilidad del sistema que se derrumba, y para el que no se vislumbran alternativas, clama por un orden. El miedo al vacío vuelve aceptable cederle el poder a un César, y la fe puesta en su fracaso obnubila el peligro de la deriva hacia el imperio. A la vez que en su contracara, la victoria electoral alimenta la ilusión de iniciar una contrarreforma que hasta cuenta con un Luis propio a la cabeza.
José Antonio Villamil es abogado, participó en la subcomisión de Reforma Constitucional del Frente Amplio entre fines de la década de 1980 y principios de la de 1990.