El asalto al Capitolio de Estados Unidos, instigado por el entonces presidente Donald Trump y un grupo de seguidores –algunos de alto perfil público– tuvo como escenario privilegiado internet y las redes sociales. El discurso incendiario del ex mandatario dejó al descubierto una conexión evidente con la violencia desatada en el Congreso por sus seguidores, que pretendieron “arrestar” a varios legisladores y provocaron el resultado de cinco personas muertas, además del bochorno para la potencia del norte.

Fue en esas circunstancias que Twitter decidió suspender la cuenta del mandatario de la plataforma y, al día siguiente, anunció que la retiraba de manera indefinida. Aunque la primera decisión parecía adecuada frente a la violencia desatada, la segunda generó reacciones encontradas entre líderes políticos, analistas y defensores de la libertad de expresión.

Parece existir un consenso en torno a que el discurso de Trump, amplificado en varias plataformas, se caracterizó en los últimos meses por incitar a la violencia, el caos y la sublevación contra el Estado de derecho. Para la mayoría de los expertos este discurso y su punto más álgido, el 6 de enero, dejaron de formar parte del debate robusto y desinhibido propio de la democracia. Podría encuadrar en la doctrina según la cual gritar “fuego” falsamente en un teatro, para causar pánico, es algo no protegido por la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Del mismo modo, un discurso de incitación de este tipo también está prohibido por los tratados en el derecho internacional.

No se trata, además, de un episodio aislado. Trump había recurrido en forma sistemática a la mentira como método, a la discriminación por razones de raza o nacionalidad, a denigrar a periodistas o justificar la violencia, y al desconocimiento de la integridad del proceso electoral.

Con respecto a las decisiones de las plataformas hubo dos momentos que merecen ser analizados. Twitter en particular venía advirtiendo desde hace meses que Trump estaba sobrepasando el umbral de daño a la salud pública y a la integridad del proceso electoral con sus posteos, por lo cual nadie se sorprendió demasiado cuando la compañía decidió suspender la cuenta. Fue la decisión posterior de prohibir en forma indefinida la cuenta de un presidente en ejercicio, que siguió cual cascada en las plataformas preponderantes, lo que disparó las alarmas.

Es cierto que la censura no provino de una decisión estatal sino de un intermediario privado, y que el expresidente puede expresarse por otros medios de comunicación. No obstante, las inmensas audiencias que estas plataformas concentran y la amplificación que producen los algoritmos que deciden las preferencias las convierten en la esfera pública y política más relevante de la actualidad.

Al César, lo que es del César

A mi juicio, nos enfrentamos a dos asuntos que deben ser abordados por separado. Trump y sus seguidores deben rendir cuentas por sus acciones, que provocaron violencia y caos. La Justicia y el Congreso tienen que determinar si buscaban subvertir el orden constitucional y, en ese marco, considerar el tipo de discurso que utilizaron para ese fin es un elemento fundamental.

En segundo lugar, la decisión de prohibir en forma indefinida a un presidente forma parte de un asunto más amplio, relacionado con la moderación de contenidos que hacen las plataformas. Estas compañías alcanzaron su madurez gracias a la exención de responsabilidad jurídica por los contenidos que suben sus usuarios, un elemento indispensable para que exista un foro de esta naturaleza.

No obstante, poner en contacto a cientos o miles de millones de personas con diferentes ideologías y contextos culturales no es tarea sencilla cuando, además, el modelo de negocios es mantener la atención y el tiempo dentro de la plataforma. Es cierto: luego de varios escándalos y ante el crecimiento del discurso de odio, la desinformación deliberada, trolls, bots y otras delicias, las plataformas han adoptado distintas medidas para preservar el espacio de debate, crítica e información, pero con suerte dispar.

Con toda la evidencia a la vista, el Congreso de Estados Unidos tiene una oportunidad histórica de liderar la revisión del marco jurídico de estos intermediarios y del foro público que representan, habilitando un amplio debate de todos los actores interesados. En ese sentido, distintas organizaciones y académicos han hecho propuestas para que las plataformas operen bajo un formato de corregulación, asumiendo obligaciones legales de transparencia y debida diligencia respecto de la moderación de contenidos que hacen; asimismo, cuando los usuarios se consideren afectados en su libertad de expresión deberían tener a disposición un proceso de apelación independiente, que a su vez debería dejar a salvo la posibilidad de una revisión judicial.

Establecer parámetros de este tipo, junto a una discusión sobre los estándares de privacidad exigibles, sería un comienzo para resolver uno de los asuntos más espinosos de la libertad de expresión y la democracia en la actualidad.

Edison Lanza fue relator para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y es director de Comunicación y Relaciones Internacionales de la Intendencia de Canelones.