El Municipio de Florencio Sánchez, al noreste de Colonia, tiene menos de 300 kilómetros cuadrados y algo más de 4.000 habitantes. Su alcalde, Alfredo Sánchez, fue condenado junto con otras ocho personas por reiteradas prácticas de corrupción, pequeñas por la escala, pero no insignificantes.
Sánchez empleaba recursos públicos y violaba normas para ampliar y consolidar su parcelita de poder. No era un secreto. Así llegó en 2015 al cargo y fue reelecto el año pasado, presentándose en su campaña electoral como “el hombre de las mil gauchadas”.
Cuando casos así llegan a la Justicia, hacen ruido al menos por unos días y afectan la imagen del partido involucrado, que esta vez es el Nacional (PN). El secretario de Presidencia, Álvaro Delgado, dijo que lo que hacía Sánchez es “repudiable” y le hace “mucho mal a la política”, pero que se trata de “un caso aislado”.
El presidente Luis Lacalle Pou también condenó y repudió. El intendente de Colonia, Carlos Moreira, opinó que el caso es “muy grave” y aseguró que nunca había sospechado lo que ocurría. Pase a la Comisión de Ética del PN y si te he visto, Alfredo, no me acuerdo. Se aísla el caso.
Son gestos rituales para reducir el daño, dentro de lo posible y en el corto plazo, causado al PN y al sector con el que el alcalde estaba alineado últimamente. Gestos parecidos a los que se han realizado desde otros sectores y partidos, cuando quedaron expuestos al mismo bochorno. Gestos vacíos e inútiles, por sí mismos, para prevenir la corrupción.
Quienes conocen mínimamente cómo se hace política en Uruguay saben que Alfredo Sánchez no era un caso aislado, sino un caudillito como hay muchos. Él actuaba en forma desprolija y prepotente, era poco probable que pudiera llegar más alto y ahora está preso. Otros, más comedidos y astutos, pasan a ocupar cargos importantes, y desde ellos amplían el alcance de sus maniobras. A menudo sus jefes saben con qué bueyes aran, aunque finjan que no.
La corrupción no se combate con excusas ni corriéndola de atrás. Hace falta mejorar las normas y la educación social, pero Uruguay es débil en ambos terrenos.
Las leyes vigentes sobre el financiamiento de los partidos están muy lejos de ser herramientas eficaces. Organismos con gran potencial, como la Junta de Transparencia y Ética Pública, son mantenidos en la inanición y desvirtuados. Los dispositivos para detectar el lavado de activos y la evasión de aportes se aflojan de modo alarmante, e incluso son atacados en nombre de la libertad individual.
A su vez, gran parte de la ciudadanía no reconoce que Alfredo Sánchez era, como señaló la fiscal Sandra Fleitas, el jefe de una asociación para delinquir. Resulta más fácil, y eventualmente más beneficioso, verlo como un hombre que hacía gauchadas.
Muchos altos dirigentes discursean contra las prácticas populistas y el clientelismo, alegando que mantienen en cautiverio a muchos ciudadanos en vez de orientarlos hacia el “emprendedurismo”. Mientras tanto, se valen de gente como el exalcalde para juntar votos. Esa hipocresía facilita la proliferación de “casos aislados”, y así seguimos.