Por definición, una emergencia es un evento que reclama atención especial y que debe solucionarse lo antes posible. El inicio de una pandemia es una emergencia global puesto que un germen que produce enfermedad nueva se dispersa en población sin inmunidad específica previa y ocasiona gran número de enfermos en poco tiempo, dispersándose por vastas regiones y poniendo los sistemas de salud en riesgo de colapso puesto que deben cuidar un gran número de enfermos en poco tiempo. Una vez que la población está inmunizada (sea naturalmente, con vacunas y ambas), se transita a una etapa de endemia y la emergencia termina. Esto es, el virus sigue circulando, pasa a ser una enfermedad más entre todas, pero atenuada puesto que hay menos personas susceptibles a desarrollar enfermedad severa que requiera atención hospitalaria. Con vacunas el control se logra de forma más segura y rápida.

Pasaron los meses y muchos países como Uruguay lograron vacunar a la mayoría de su población, inyectando de inmunidad a la enorme mayoría de los adultos, y las actividades laborales y sociales están hoy a un paso de normalizarse completamente puertas adentro y con un sistema de salud con capacidad de respuesta. Hasta dos copas internacionales de fútbol recibirá el país en noviembre, con miles de extranjeros en las tribunas y miles más festejando por las calles. La paradoja es que la declaración de emergencia sanitaria sigue vigente 18 meses después y los protocolos sanitarios (nueva biblia sanitaria que pocos osan criticar) poco se han modificado para acompasar la situación epidemiológica actual. Mientras tanto, grupos vulnerados en sus derechos y actividades sociales (como los niños) siguen siendo postergados. Todo esto complejiza el entendimiento de la situación actual y borra una salida clara de la emergencia hacia la endemia. ¿Cómo llegamos a este atolladero? ¿Por qué seguimos en estado de emergencia?

La amenaza constante, el miedo y los sesgos

Es conocido por los psicólogos que las poblaciones expuestas a niveles altos de miedo y ansiedad presentan diferentes tipos de distorsiones cognitivas. Cuando el miedo se induce con información amenazante, los individuos expuestos desarrollan sesgos (una forma de error sistemático) en la atención e interpretación de la realidad. Estos sesgos cognitivos de procesamiento ansioso relacionados a información vinculada a preocupaciones por nuestra salud fomentan la aparición de otros sesgos, como el de confirmación. Este se refiere a la inclinación a buscar información que confirma lo que pensamos e ignorar aquella que la descarta. Mi miedo genera que busque cosas que me dan miedo para confirmar que la amenaza es real, y así el círculo continúa. En una época en la que las redes sociales dominan nuestra cotidianidad social, esto empeora.

El riesgo que veo (contagiarme de covid-19) es sobreestimado (voy a enfermar gravemente como me mostraron en la tele), tapando los riesgos que seguimos sin ver (todo lo no covid-19) y que puede tener mucho más impacto sobre todos. Una cosa es clara: para ciertos grupos, como los adultos mayores y personas con comorbilidades (obesos, inmunodeprimidos, otros), este virus puede ser potencialmente muy grave y costar la vida. Quien niegue eso cae en un grueso y peligroso error. Pero encontrar la justa medida y procesar los verdaderos riesgos no está siendo fácil. Lo cierto es que a la casi absoluta mayoría de los mortales, el toparnos con el virus SARS-CoV-2 no nos traerá mayores problemas. Y si estamos vacunados, mucho menos.

Paralelamente, nuestra mente, para protegernos de este riesgo, sobreestima el efecto protector que tienen muchas de las intervenciones sanitarias promocionadas. Parte de estos sesgos podemos verlos a diario en nuestra vida cotidiana: un señor maneja su automóvil en solitario usando doble mascarilla con ventanillas cerradas u otro corriendo en un parque al aire libre utilizando una careta de plástico sobre el rostro. En los centros comerciales el control de temperatura de la entrada a todo visitante o el fumigar toda una plaza pública o los pisos de un colegio con desinfectante. Ninguna de estas intervenciones previene la covid-19, pero nuestra mente quiere pensar que sí.

También sobreestimamos el efecto de las vacunas. Al impresionante logro científico de contar con vacunas en menos de un año de iniciada una pandemia se le agregó una ilusión: que las vacunas erradicarían la enfermedad. Olvidamos que las vacunas disponibles no fueron ni pensadas ni hechas para prevenir resfríos ni contagios (y menos el portador nasofaríngeo de un virus), sino que se diseñaron para disminuir el riesgo de desarrollar enfermedad grave y muerte en poblaciones de riesgo. Las vacunas disponibles son todas regulares en lo primero y excelentes en lo segundo. ¿Cómo llegamos aquí?

El miedo fue atractivo como estrategia comunicacional de salud pública en muchas regiones. Imágenes gráficas de gente sufriendo, mensajería con lenguaje hiperbólico desde autoridades sanitarias, etcétera. Los propios médicos hicimos videos llorando, angustiados por lo que se vivía en los hospitales. Y aunque todos los médicos nos angustiamos por las cosas que vivimos en los hospitales durante nuestras carreras, nunca lo habíamos expuesto masivamente, en vivo. ¿Sopesamos al momento de hacerlo las consecuencias que tendrían sobre los pacientes que atendíamos y sus familias? ¿Cómo impactaría a la sociedad que nuestros cuidadores frente a la peste se mostraran desesperados, con miedo o enojados? ¿Sopesamos el riesgo de que dichas estrategias generaran escepticismo sobre recomendaciones sanitarias? ¿Cómo creer en el cirujano que nos va a operar si se nos aproximara a saludarnos con la mano temblorosa y nos dijera que todo va a salir bien en la cirugía? La pérdida de confianza puede ser una más entre una plétora de consecuencias indeseadas y dañinas cuando se apela al miedo como estrategia para generar un cambio de conducta.1

Sesgos, ruidos e ilusiones pandémicas

El ejemplo más claro de sobreestimación de riesgos es el caso de las escuelas. Uruguay tiene hoy una de las más altas y completas tasas poblacionales de vacunación del mundo y los hospitales nacionales están prácticamente vacíos de enfermos con covid-19. Sin embargo, estas últimas semanas algunas escuelas uruguayas (y decenas de aulas) fueron cerradas “para prevenir contagios de niños asintomáticos”. Muchos titulares de prensa volvieron a apuntar que el tema de las escuelas era preocupante por “brotes” asociados a las aulas, repitiendo que ahora los niños son la nueva población de riesgo no vacunada. Las autoridades educativas decidieron aumentar las exigencias de testeo, cuarentenas preventivas de contactos y todos sus grupos familiares, aun ante la ausencia de síntomas. No importa el estado clínico (síntomas o no) ni inmunitario (vacunados, si tuvieron o no covid-19 antes) de la familia que se aísla. Testeado masivo de todos y cuarentenas. Esta decisión anacrónica, llena de daños colaterales y falta de perspectiva de la situación epidemiológica nacional tras año y medio de disrupción educativa, es imposible de justificar y no se entiende qué objetivos persigue.

Las vacunas y la inmunidad natural lograron controlar la pandemia. Ambos redujeron dramáticamente la hospitalización y las muertes por covid-19 (en el entorno de hasta 40 veces menos riesgo de muerte), exponiendo la clara ventaja de encontrarse al virus estando vacunado. Pero hay un factor que a pesar de ser claro desde el inicio de la pandemia todavía no se habla mucho de él, sigue siendo infraestimado a nivel público y tiene enormes implicancias en salud pública: cómo influye la edad de quien se topa con el virus. El gradiente etario es contundente y aunque desde el inicio de la pandemia fue muy claro, se habla poco y nada de ello, minimizándose su relevancia a la hora de tomar decisiones sanitarias. Para hacerlo sencillo: cuanto más viejo eres, mayor la chance de que enfermes gravemente. Nuestras chances de morir por covid-19 se duplican cada cinco años de edad hasta los 80 años, y los niños son naturalmente menos proclives a enfermar gravemente con este virus. La propia niñez es protectora frente a la covid-19. Así, un abuelo de 85 años no vacunado tiene 10.000 veces más riesgo de morir que un niño menor de diez años si se topa con el SARS-CoV-2.2

La vacunación masiva de adultos no hizo más que confirmar este gradiente. Por ejemplo, los datos británicos muestran que el riesgo de mortalidad de una persona de 80 años con esquema completo es el mismo de un cincuentón no vacunado.3 Una persona de 95 años tiene 1.000 veces más riesgo de morir que un adolescente no vacunado de 15. Por supuesto que esto no quiere decir que no haya que vacunarse. Al contrario, cada uno de estos adultos bajará (sin eliminar) su riesgo individual al vacunarse y estará más protegido cuando se tope con el virus. Porque todos, tarde o temprano, nos encontraremos con el virus (si es que ya no lo tuvimos) aunque tengamos la ilusión de que quizás evitemos la cita. Este gradiente también explica por qué incluso entre vacunados seguirá habiendo fallecidos e infecciones, sobre todo entre vacunados de mayor riesgo como los adultos mayores con comorbilidades. Porque el riesgo que nos da nuestra edad no podemos modificarlo y es uno de los más importantes. Para ser claro: la rampa de riesgo es tan clara, que los niños (aún no vacunados) tienen menor riesgo de morir por covid-19 que adultos de cualquier edad vacunados.

Los daños invisibles y asumir la endemia

En Uruguay viven 715.000 niños menores de 15 años. Desde el inicio de la pandemia fallecieron centenas de niños en este rango etario (308 sólo durante 2020, por ejemplo).4 Murieron de traumas diversos, de enfermedades congénitas, por nacer prematuros, de infecciones respiratorias o por cáncer, entre otros factores. Pero hasta el 25 de octubre de 2021, entre los 6.073 fallecidos con SARS-CoV-2 detectado sólo tres fueron menores de 15.5 Y aunque la muerte de esos tres niños es siempre un drama familiar, las decisiones sanitarias públicas deben dejar de lado lo anecdótico y ver la globalidad de los problemas. La miopía covidiana de pensar que todo es covid-19 silencia que en 2020 cada tres días se suicidó un adolescente en Uruguay.6 Que para un niño, sus padres o un maestro es decenas de veces más riesgoso ir a las escuelas en automóvil y morir en un siniestro de tránsito que contraer covid-19 y terminar en un hospital. Que para cualquier padre es más frecuente en este país que su hijo reciba un diagnóstico de cáncer que ingresar a un CTI con su hijo grave por covid-19.

Es sencillo como mensaje público decir y tratar a los niños escolares y preescolares como “los nuevos susceptibles” y meterlos en la misma bolsa de los adultos “no vacunados”. Las repercusiones son obvias: se llenan titulares de prensa, vuelve el miedo al ruedo y se presiona para que se cierren actividades infantiles, para que se vacune a los niños en forma urgente y se hace foco en las actividades infantiles como de riesgo comunitario. Pero universalizar los riesgos de todos cuando en realidad los riesgos son en extremo opuestos es un engaño. No vemos la trampa en decir que “las escuelas se complicaron” cuando en realidad a las escuelas las estamos (de nuevo) complicando nosotros. ¿Cómo? Al considerar que son centros de personas “no vacunadas”, que “usan mal los tapabocas”, que “ni respetan las distancias” y siguen “contagiando abuelos”. Los datos muestran que esto es un enorme error que acarrea consecuencias. Si se quiere proteger abuelos hay que vacunarlos, y eso ya se hizo en Uruguay. Acabamos de terminar el invierno con hospitales llenos de niños con virus sincicial respiratorio (VRS) y no cerramos escuelas ni prohibimos que abuelos abracen a sus nietos a pesar de que no tenemos vacunas para VRS y este virus hospitaliza y mata a cientos de miles de niños y abuelos cada epidemia.7

¿Acaso queremos un fin de año hipócrita de comilonas y despedidas, pero con viajes de fin de curso, campamentos y fiestas infantiles prohibidas?

El testeo y cuarentena preventiva de niños asintomáticos en escuelas es el nuevo y solapado cierre de escuelas en un país que está en la situación del nuestro. El daño social es mayor y los beneficios sanitarios tienden a ser nulos. Si testeáramos la nariz para virus a todos los niños con una estrategia similar, la vida social de los niños debería ser prohibida de la faz de la Tierra tras ser declarada un arma de destrucción masiva. Un niño enfermo no puede ir a clases y debe reposar en casa hasta mejorar. Primero por él y luego por sus compañeros. Pero eso aplicó toda la vida en la escuela para todas las enfermedades respiratorias cuando las maestras avisaban que si los niños estaban enfermos no fueran a clases. Las métricas sanitarias que determinen discusión y decisiones públicas en una población inmunizada como la nuestra no pueden ser los resultados de estudios nasales fuera del ámbito hospitalario.

¿Qué estamos esperando para acabar con la emergencia? ¿Nadie ve la paradoja de ir a un estadio lleno de hinchas de fútbol mientras vemos niños sanos encuarentenados en sus casas? ¿Acaso queremos un fin de año hipócrita de comilonas y despedidas, pero con viajes de fin de curso, campamentos y fiestas infantiles prohibidas? ¿Acaso el miedo de la covid-19 nos quebró la mente y las prioridades sociales? Si no asumimos de una vez que la covid-19 es una causa más de enfermedad viral, entonces los niños serán los únicos que sigan con sus vidas en pausa y sus derechos pisoteados, pues es claro que el mundo adulto volvió a la normalidad. La emergencia educativa sigue y la sanitaria debería cesar ya. El riesgo de pandemia de la covid-19 era el colapso sanitario por un germen nuevo en población no inmunizada y muerte en grupos de riesgo (que los niños no son). Una pandemia de resfríos no es una pandemia. Menos una avalancha de asintomáticos testados positivos en población altamente inmunizada con vida normal. Asumir que la vida sin riesgos no existe, que la covid-19 no será erradicada de la faz de la Tierra aun con muchas vacunas y que la emergencia es cambiar el imaginario colectivo de que los únicos riesgos del mundo son los relacionados con la covid-19 es una tarea impostergable.

Uruguay va hacia 2022, no hacia 2020.

Sebastián González-Dambrauskas es pediatra.