Ayer se cumplieron 73 años –apenas 73– de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Fue sólo una declaración: no estableció normas que obligaran a todos los estados miembros, ni siquiera en cuestiones muy elementales. Después llegaron sucesivos tratados, pero grandes potencias se mantienen al margen de ellos. Estamos todavía lejos de garantizar la “universalidad”.

Además, los derechos humanos son un horizonte, están siempre más allá. Los cambios sociales nos hacen ver nuevas dimensiones y necesidades, incluso para el mero respeto de la declaración de 1948, y nunca se han tratado de una lista de requisitos independientes entre sí. El desarrollo humano es integral o no es.

La ausencia de libertades políticas condiciona el avance democrático hacia los derechos económicos, sociales y culturales indispensables para que haya verdaderas libertades políticas. Si no se asegura el acceso a derechos específicos de las mujeres, resultan inviables la libertad y la igualdad colectivas.

El camino hacia el ejercicio pleno de derechos, para que cada persona pueda alcanzar su potencial en convivencia fraterna con las demás, requiere saltos en calidad y también acumulaciones prolongadas. Así ha sucedido también en Uruguay, donde algunos niveles altos de desarrollo humano se deben, históricamente, tanto a la aprobación de leyes vanguardistas como a los procesos sociales previos que las hicieron posibles, y a los posteriores que legitimaron y consolidaron su cumplimiento.

Aquí, como en el resto del mundo, las personas en mejor situación socioeconómica tienen, obviamente, más posibilidades de ejercer la mayoría de sus derechos. La reproducción de desigualdades estructurales determina que esa brecha se amplíe, y una de las claves para frenar y revertir el proceso está en el desarrollo de políticas sociales que superen el asistencialismo.

El respeto de los derechos de personas privadas de su libertad no sólo concierne a estas (lo que no es poco), sino también al resto de la sociedad. Si las cárceles deshumanizan y aumentan las distancias entre quienes han cometido delitos y las demás personas, aumentan también los riesgos para los derechos “a la vida, a la libertad y a la seguridad” establecidos en el artículo 3 de la declaración.

Que las personas puedan adquirir y consumir sustancias psicoactivas, a partir de un proceso de producción y comercialización legal y regulado, puede parecer algo alejado de los derechos básicos si se considera en forma superficial, pero, en la medida en que acote los márgenes de acción y de ganancia del narcotráfico, tiene también consecuencias muy importantes para los derechos, individuales y colectivos, a la vida, la libertad y la seguridad.

En nuestro país es frecuente que la referencia a los derechos humanos se asocie a las cuentas pendientes con el terrorismo de Estado. Lograr verdad y justicia también abre paso a visiones más amplias. Como decía el Manifiesto de Córdoba 30 años antes de que se aprobara la declaración de 1948: “Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan”.