Hace casi 30 años Jaime Roos grabó un verso que entró de lleno en nuestra cultura popular: “Cuando juega Uruguay, corren tres millones”. Al juntar esas seis palabras, consciente o no, el cantautor montevideano por excelencia invirtió la relación que suelen tener los equipos deportivos nacionales con las poblaciones. Como su nombre lo indica, una selección es la parte que actúa en nombre de una comunidad nacional. Sin embargo, en la lírica de Jaime, el todo –los tres millones– no sólo se resiste a ser reducido a 11 deportistas en cancha, sino que incluso la propia comunidad nacional se imagina, toma sentido y circula como una proyección incuestionada de esa parte: la pasión por el fútbol.
Con la destitución de Óscar Washington Tabárez como director técnico de la selección uruguaya de fútbol buena parte de la opinión pública sintió que se estaba quebrando esa ligazón. Otros, en cambio, manifestaron que el desgaste ya le había puesto fin al tan referenciado proceso. Si en los últimos dos meses las redes estallaban de ira pidiendo el fin del ciclo, ahora otros mensajes se hacían eco homenajeando al Maestro, muchos casi al borde del obituario. El acontecimiento se vivió en los medios como un luto, dada la excepcionalidad de cambiar un técnico después de 15 años.
¿Cómo es posible que un hombre que en 2018 iba a ser homenajeado con su nombre en uno de los principales espacios públicos de la capital como la explanada de la Intendencia –y que no lo fue por pedido expreso suyo– tres años después sea objeto de mensajes tan antagónicos? ¿Se puede hablar de una grieta ideológica entre quienes pedían mantener a Tabárez y quienes querían echarlo? ¿Qué implica repensar el legado del Maestro en la vinculación futura entre identidad y nación?
Mitos, nación y fútbol
Nunca está de más recordarlo: la ligazón entre identidad nacional y fútbol en Uruguay no se da porque todas las personas lo jueguen o vean. Un estudio cuantitativo serio arrojaría como resultado que hay muchísimas más personas desinteresadas por el fútbol de las que creemos. Ese vínculo se da porque, en Uruguay, incluso quienes detestan el fútbol tienen que pasarse toda la vida dando explicaciones, esquivando conversaciones, reclamando su condición de uruguayos en otros ámbitos y cuidándose de que las actividades que sí les apasionan no coincidan con algún partido importante. En eso radica un mito: que sin él es imposible pensar la vida social, tanto que pasa desapercibido.
No todos los mitos están anclados a la nación. Hay mitos generacionales, de clase, de género, de roles profesionales o de cualquier otra variable capaz de dibujar identidades y sentimientos de pertenencia a su alrededor. Aun dentro de los mitos nacionales, no todos están sometidos al contraste con un rendimiento. Tanto los mitos reificados en objetos o espacios (el asado, el mate, la rambla) como aquellos abstractos, basados en el carácter y la personalidad (la modestia, la nostalgia, la solidaridad), disfrutan de un barniz de atemporalidad que los mantiene lejos de las vicisitudes de los resultados. Podremos hacer algún chiste, pero a nadie le parecerá una desgracia que Uruguay pierda en el mundial de asados con Bielorrusia, porque ese supuesto mal desempeño no interpela nuestra identificación como consumidores de carne. En los mitos del carácter nacional pasa algo similar: las personificaciones de la nación deben encarnar esas virtudes celebradas por todo el pueblo y no pueden destacar en cuanto a resultados porque, justamente, deben asignarse al más común de los ciudadanos. Es decir, si bien uno no termina de conocer otro país hasta tanto no descubra quién es su Omar Gutiérrez, aceptamos que ese ícono mediático no es del todo comparable porque lo que lo hace admirable en su país podría hacerlo condenable en el mío y viceversa.
El fútbol, en ese sentido, difiere del resto de las manifestaciones de la uruguayidad porque pertenece a un orden simbólico que interpela nuestro orgullo de manera frecuente y conmensurable. Por un lado es frecuente, porque cada seleccionado que actúa en nombre de Uruguay actualiza ese mito varias veces al año, se desempeña en contraste con él, puede estar a la altura de las grandes gestas o no. Por otra parte es conmensurable, porque el mito del fútbol uruguayo es exclusivo en cuanto contenido, pero se vehiculiza en una expresión homologable a escala global con el resto de las identidades nacionales del mundo. Porque, al final del día, la pasión por el fútbol forma parte de un sistema semiótico en el que casi todos los países del mundo están representados. Visto de otra forma, muchos países ostentan deportes nacionales como exclusivos a sus culturas (el pesapällo en Finlandia, el fútbol gaélico en Irlanda, etcétera), por lo que destacarse en ello es una cuestión obvia. Lo interesante del caso uruguayo es que mientras destacamos como exclusiva y auténtica una actitud o forma de jugarlo (otro día será la discusión sobre la “garra charrúa”), reconocemos al juego mismo como global y hegemónico. Por eso cada vez que ante un triunfo resonante oímos a alguien decir “¡qué suerte tengo de ser uruguayo!”, deberíamos detallar: “suerte tenemos de que nuestra pasión nacional se haya convertido en un fenómeno masivo, mediático y ubicuo en el que el mundo entero parece entenderse”.
En definitiva, no importa que los “tres millones” corramos juntos en la misma dirección. Si hay algo constante en el sentido colectivo, al igual que en la demografía, es que cambia.
Todo tiempo pasado fue normal
Durante los 15 años que duró la conducción de Tabárez al frente de la selección, varias veces nos sentimos orgullosos por sus actuaciones. Pero a diferencia de sentirse orgulloso por tener la montaña más alta del mundo, el orgullo por un resultado deportivo bien puede transformarse en frustración si esos resultados no acompañan el horizonte de expectativas, cada vez más exigente a medida que los buenos resultados se suceden. A su vez, esos éxitos presentes necesitan, por regla general, un cierre para que puedan dejar de ser vistos como tema de actualidad y pasen a entrar en la memoria colectiva. La paradoja de estos 15 años es que, por un lado, no hizo falta terminar el ciclo para que los éxitos de 2010 y 2011 entraran en ese patrimonio compartido, pero, al mismo tiempo, los propios éxitos elevaron el listón en el presente hasta el punto de crear un sentido común en lo deportivo en el que ya nos parece una tragedia tener comprometida la clasificación a un Mundial.
Un breve repaso a los momentos más icónicos de estos 15 años nos mostrará vaivenes de rendimiento, siempre espaciados, de actuaciones memorables que renovaron la ilusión y le dieron credibilidad y crédito al proyecto. En algunos casos esos resultados coronaron éxitos (cuarto puesto en 2010, la Copa América en 2011) y en otros casos estuvieron acompañados de épica y heroísmo (partidos contra Inglaterra e Italia en 2014 y contra Portugal en 2018). Como toda narrativa potente, el sentimiento de identificación entre la selección y el pueblo uruguayo no sólo se construyó sobre la base de hazañas, sino también de derrotas e injusticias, como el offside no cobrado en el gol de Holanda en Sudáfrica, la desproporcionada suspensión de Suárez en Brasil o el dedo de Jara a Cavani en la Copa América de Chile en 2015.
Cuando a partir de 2018, después de Rusia, empezó a entreverse que ya no deberíamos esperar mejores posicionamientos que los alcanzados en Sudáfrica en 2010 y en Argentina en 2011, los uruguayos lentamente empezamos a dar valor a esos triunfos con perspectiva histórica. La actitud catártica por excelencia, en ciclos que no duran tanto, hubiera sido añorar ese legado personificado en Tabárez y reivindicar una figura “que sólo el tiempo puso en su lugar”. Pero en tanto Tabárez seguía al frente de una selección que ahora iba perdiendo capacidad de atracción e identificación, su propio trabajo anterior fue normalizado y le hizo de contrapeso a un mal presente deportivo.
Cuando el camino ya no es recompensa
Los teóricos dicen que hablar del todo en lugar de la parte o de la parte en lugar del todo es una sinécdoque. Las sinécdoques son un tipo de metonimias, figuras retóricas que se basan en sustituir dos términos porque los une un nexo motivado, a diferencia de la metáfora, en la que el nexo es arbitrario. Otra metonimia posible es hablar del autor en lugar de la obra (“es imposible leer a Joyce”). O también del entrenador en lugar del equipo, y del equipo en lugar del país al que representa.
En ciertos momentos Tabárez logró que, en esa cadena de metonimias, la opinión pública, la identidad nacional, el fútbol uruguayo como dominio, la selección, sus jugadores y su propia imagen de líder se alinearan bajo un mismo eje. A eso se le llamaba que la selección había conectado con la gente: que se pudiera sustituir uno por otro y no hiciera la diferencia. Así se construyó un mito por el cual la imagen de (la selección de) Tabárez no representaba a una facción de la sociedad, ni mucho menos de la comunidad futbolera, sino al todo. Se creó un consenso sobre la forma de hacer las cosas que parecía estar más allá de los resultados deportivos. Pero no fue así. El camino fue la recompensa mientras hubo resultados. Cuando dejó de haberlos, el camino pasó a ser una forma de vida innegociable, para algunos, y una excusa ante los malos resultados, según otros.
La caída de un entrenador que había ganado tanto consenso como Tabárez en Uruguay no se puede explicar sólo por motivos deportivos. Esto no implica que haya que buscarlo en razones políticas o ideológicas, pero sí en dinámicas culturales y simbólicas. La no actualización de épicas deportivas llevó a que el mito perdiera su capacidad de pasar desapercibido y, por lo tanto, su desvelamiento fuera trágico. De este modo, el grupo de detractores incondicionales –que empezó siendo reducido al punto de poder reírnos de “la celeste de antes”– encontró terreno fértil en la construcción de un sentido común que convirtió en insoportable la posibilidad de no ir a un Mundial y creó un clima de cese inminente para con quien había ejercido durante años el modelo de liderazgo más admirado en todo el país. Si, llegado un punto, las voces que reclamaban un cambio en la conducción se hicieron con una fuerza inédita, los propios defensores de Tabárez, ya sin triunfos recientes que reivindicar, se refugiaron en la memoria y dejaron de defender un proyecto a futuro para reclamar una manera de vivir el fútbol que, entendían, sólo era viable con el Maestro al frente.
Parecería exagerado pensar que el debate sobre la continuidad de Tabárez espejó una grieta ideológica en la sociedad uruguaya, porque si algo caracteriza a las grietas es un contrapunto estructural e irreconciliable. En este caso, más interesante es observar la dinámica cultural por la cual un símbolo incuestionado puede en tan poco tiempo pasar al núcleo de posiciones tan disímiles. En definitiva, no importa que los tres millones corramos juntos en la misma dirección. Si hay algo constante en el sentido colectivo, al igual que en la demografía, es que cambia.
Juan Manuel Montoro es magíster en Semiótica y analista especializado en deporte e identidades nacionales.