Ya nadie duda de que 2020 marcó un antes y un después en nuestra vida. La pandemia cambió nuestro día a día, la forma en que nos relacionamos. Casi de un día para otro, construyó una nueva realidad que las autoridades bautizaron “nueva normalidad”. Ese “quedate en casa”, esa “libertad responsable” apelaba a resolver un problema colectivo desde la responsabilidad individual de cada uno.

Estos conceptos coincidieron con la asunción de un nuevo gobierno, con una sensibilidad diametralmente opuesta a la que pregonamos y practicamos desde los gobiernos frenteamplistas. Ellos venían a implementar un plan de ajuste fiscal y un programa de gobierno mediante una ley de urgente consideración, totalmente contraria a los intereses de las mayorías. Pero más allá de eso, a poco de asumir el nuevo gobierno, ya quedaba claro dónde estaban depositadas las prioridades, y eso queda en evidencia cuando se analizan las medidas adoptadas en el sistema educativo.

Como dijimos, 2020 no fue un año normal para nadie, pero podríamos afirmar que para algunos fue mucho más anormal que para otros. Y justamente, cuando se analizan las diferencias, las dualidades de criterios y las decisiones que se adoptan ante situaciones análogas o similares es cuando queda en evidencia cuál es la prioridad de un gobierno. Recordemos entonces lo sucedido: en marzo del año pasado, cuando apenas se cumplía una semana de clase, se suspendió la asistencia a las escuelas. De un día para otro, los niños pasaron a quedarse en sus casas y se adoptaba una de las medidas más polémicas del gobierno: se suspendía la presencialidad.

Con el diario del lunes, ya sabemos que la “suspensión de la presencialidad” fue para muchos apenas un eufemismo del verdadero resultado: la carencia de clases para muchos uruguayos durante casi un año. Digo un eufemismo, porque el término “suspensión de la presencialidad” pretendía dar a entender que las clases continuaban y que nacía una modalidad a distancia, sin presencialidad. Esta realidad, que sin duda contribuyó de manera positiva en muchos hogares, no fue una solución real, ya que cientos de miles de niños igualmente perdieron todo contacto con el sistema educativo.

Al final del día, todo es cuestión de prioridades

Pablo Cayota, director del Programa de Educación del Centro Latinoamericano de Economía Humana (Claeh), afirmó que la no presencialidad plena es una “catástrofe educativa”. Y lo fue realmente, ya que difícilmente se pueda revertir lo que se retrocedió en 2020. Pero no sólo eso, porque la escuela como tal es mucho más que el acceso a los contenidos académicos y a un sistema de educación formal.

La escuela es el medio por excelencia para promover la socialización e integración de los niños. La escuela, también, es salud, ya que permite la inmunización de enfermedades, provee comedores a los niños y es –además– un espacio de protección para la infancia. En ella juegan un papel fundamental la presencia de los maestros y toda esa estructura de apoyo. Por eso debemos identificar el problema en su verdadera magnitud: la no presencialidad plena no era sólo una verdadera catástrofe educativa, implicó una tragedia social.

El daño que esta medida generó no sólo a los propios niños sino también a las familias de menos recursos fue inconmensurable. Basta pensar en una familia monoparental, con niños a cargo, sin redes de ayuda, que además tiene la necesidad de salir a trabajar para llevar un plato de comida a la casa, para tener conciencia de la magnitud del problema.

Ya era bastante evidente que las brechas educativas entre las diferentes clases sociales se estaban incrementando aún más. Pero, meses después, ya no hubo ninguna duda con respecto a la evidencia. Las medidas de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) comenzaron a flexibilizarse sólo para algunos, casualmente para aquellos centros educativos que contaran con la infraestructura adecuada, de acuerdo a los parámetros de la “nueva normalidad”. En este contexto, la mayor parte de las instituciones de educación privadas pudieron acceder a la plena presencialidad, mientras que la mayor parte de los niños y niñas de las escuelas públicas, con un régimen de semipresencialidad, asistían a clase unas dos veces por semana. La brecha educativa y la desigualdad se siguieron incrementando. Las soluciones fueron un “sálvese quien pueda”, una sumatoria de medidas inspiradas en la idea de que la educación es un problema individual y quien tiene más debe tener una mejor educación.

Paralelamente, mientras la educación pública dejaba de ser una prioridad en tiempos de pandemia y los niños eran recluidos en sus casas –como si fueran el principal vector de riesgo–, la actividad comenzaba a tomar ciertos ribetes de normalidad en otras áreas de la economía. Cuando ya se sabía que los contagios por covid-19 no eran tan graves ni tan comunes entre los niños, las medidas se mantuvieron. Sin embargo, el año pasado pudimos presenciar cómo se iban abriendo distintas áreas de la economía y de las actividades laborales sin mayores exigencias, como por ejemplo la Expoprado, que se celebró con relativa normalidad y sin que el presidente dejara de asistir. Al final del día, todo era/es una cuestión de prioridades.

No se construye nada desde la soberbia y la imposición, y mucho menos dándoles la espalda a los maestros, profesores y demás trabajadores de la educación.

Un Codicen de espaldas al sistema educativo

Este año, el presidente del Codicen anunció que las clases empezarían el 1o de marzo y que la presencialidad sería plena. Como suele decirse, a confesión de parte, relevo de prueba: el Codicen suspendió la presencialidad durante la mayor parte de 2020, y este año –con agravamiento de la pandemia– decide retomar las clases con normalidad.

A la luz de los hechos, la tragedia vivida el año pasado en el sistema educativo debería interpelar a las autoridades. Y aunque no lo reconozcan, es evidente que las decisiones que se tomaron el año pasado estaban equivocadas. Si no lo estaban, entonces no tiene explicación el retorno a la presencialidad en un contexto más grave.

Lo que sí puede apreciarse es la gran soberbia practicada por las autoridades del sistema educativo. Desgraciadamente, esa soberbia ya no tendrá contrapesos ni controles, porque, ley de urgente consideración (LUC) mediante, ya no habrá consejos de Educación Inicial y Primaria, de Secundaria y de Educación Técnico-Profesional (UTU). En estos días, dando cumplimiento a la LUC, terminaron de desmantelarse.

A partir de ahora, los docentes –que son quienes día a día ponen lo mejor de sí para llevar adelante el proyecto educativo– tendrán menos incidencia y participación. Con la impronta autoritaria de la LUC, las nuevas direcciones generales serán estrictamente políticas y responderán de manera obsecuente a los designios del gobierno. Esa es la realidad, por más que intenten transformarla en algo que no es, diciendo que el sistema anterior era obsecuente al FA. En realidad, no habrá nada más obsecuente que un cargo de particular confianza encargado de una dirección general, con designación directa del gobierno de turno. De acá en más, fiel a un estilo de conducción, tendremos una gobernanza de la educación pública de espaldas a sus trabajadores.

En el pasado, cuando fueron gobierno, fracasaron con las imposiciones, y nada indica que la situación vaya a ser diferente en este momento. No se construye nada desde la soberbia y la imposición, y mucho menos dándoles la espalda a los maestros, profesores y demás trabajadores de la educación. Ellos son quienes día a día están dando la cara para educar a nuestros hijos y quienes ahora lo harán además en un contexto de pandemia y con mayores dificultades presupuestales, atendiendo a los recortes dispuestos. Los trabajadores de la enseñanza merecen todo el respaldo y el respeto para que puedan desempeñar sus funciones en las mejores condiciones.

En el horizonte, nos quedan la lucha y la militancia contra las imposiciones y la soberbia. Contra una LUC que en varios aspectos, ya está haciendo un daño terrible y que esperamos poder revertir por medio del referéndum. Nos queda la lucha en defensa de las conquistas de las grandes mayorías, que a medida que se desarrolla el programa de la coalición gobernante, van quedando cada vez más relegadas. Sin embargo, tenemos plena conciencia y convicción de que podremos defenderlas, y que eso depende de todos nosotros.

Charles Carrera es senador del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.