A nadie le gusta que Uruguay vaya a ser el último país de América del Sur en recibir vacunas contra la covid-19, pero el hecho puede aportar algo positivo si reflexionamos acerca de sus causas y consideramos la evidencia, tratando de evitar prejuicios.

Como sabemos –porque sufrimos las consecuencias–, el peso en el mercado mundial de los países más poderosos capturó gran parte de la oferta inicial, y la iniciativa Covax (impulsada mediante la Organización Mundial de la Salud, con apoyos estatales y privados) dará respuestas tardías e insuficientes. Ante tales circunstancias, casi todos los países de nuestra región se volcaron a la negociación en forma unilateral con los proveedores. Entre las escasas excepciones estuvieron la exitosa coordinación entre Argentina y México, que logró un acuerdo de producción y distribución con Oxford-Astrazeneca, y el meritorio pero no sorprendente caso de Cuba, que ha sido capaz de desarrollar y producir sus propias vacunas.

Con independencia del orden de llegada, la mayoría de los estados corrieron solos, sin que desempeñaran un papel significativo los bloques y los organismos de integración regional. Si se hubieran coordinado esfuerzos, quizá los ritmos burocráticas y las desigualdades dentro de la región habrían sido factores adversos, pero al mismo tiempo se habría ganado poder de negociación, con resultados muy probablemente mejores que los actuales, sobre todo para los países más débiles. Y no sólo en la discusión de cantidades, precios y plazos de entrega, sino también en el obvio contexto geopolítico de la cuestión.

Varias potencias mundiales aprovechan las necesidades de inmunización contra la covid-19 para consolidar o aumentar su influencia sobre países menos poderosos. En el marco de esa disputa, negociar por separado también debilita a los estados de nuestra región y a esta en su conjunto.

Las consideraciones anteriores no se aplican solamente a las tratativas para comprar vacunas, sino también a cualquier negociación en el mundo de hoy, muy especialmente para países como el nuestro, cuyo peso propio es escaso. Sin embargo, el gobierno uruguayo insiste en pregonar y reclamar las presuntas ventajas que tendría, para nosotros, una “flexibilización” de las normas básicas vigentes en el Mercosur que nos permitiera buscar, por nuestra cuenta, acuerdos comerciales fuera del bloque.

Los problemas que afrontamos para acceder a vacunas no se debieron solamente al retraso producido, a mediados del año pasado, por una excesiva confianza en la capacidad de mantener la pandemia bajo control. El Poder Ejecutivo aplicó el mismo criterio de “desintegración regional” (en gran medida ideológico) que orienta sus demandas en el Mercosur y apostó a “colarse entre los grandes” por sus propios medios, menospreciando incluso una oferta de cooperación por parte del presidente de Argentina, Alberto Fernández. Pero fue incapaz de colarse y quedó al final de la cola.

Ojalá que esta experiencia tenga los menores costos posibles para el país, y ayude a pensar con más claridad acerca de lo que nos resulta posible y conveniente.