La humanidad enfrenta un desafío mayúsculo: lograr la transición hacia una economía más justa e inclusiva al tiempo que respeta los límites ecológico-ambientales. Es en este marco que se ha generado un amplio consenso respecto de la inviabilidad del modelo de desarrollo actual, basado en energías fósiles. Pero todo cambio implica resistencias, y en este caso la resistencia proviene más del ámbito jurídico que del económico y se asienta en el régimen internacional de protección de inversiones.

En la década de 1990, especialmente de la mano del Consenso de Washington, se abrió la caja de Pandora mediante la celebración de casi la mitad de los actuales tratados bilaterales de inversión (TBI) y otros acuerdos que otorgan derechos a los inversores extranjeros, generando un esquema orientado a salvaguardar sus intereses de la conducta “impredecible” que podían exhibir los estados en desarrollo. Ahora bien, la principal crítica se focaliza en los mecanismos de solución de controversias inversor-Estado, una suerte de jurisdicción privada para la resolución de disputas caracterizada por la falta de obligatoriedad de agotar la jurisdicción doméstica, por ser tribunales creados para el caso concreto y por ende sin una jurisprudencia uniforme o coherente, así como por la ausencia de una instancia de apelación de sus laudos.

A la luz de los arbitrajes en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte surgen las primeras voces críticas en la comunidad jurídica, la academia y la sociedad civil organizada, en Estados Unidos y el mundo. Pocos años después se suman tres hitos en el régimen: la crisis económico-social de Argentina de 2001, que volvió popular al Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (Ciadi); el reconocimiento por parte de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad), en el Informe sobre Inversiones en el Mundo (2003), de que los mecanismos de solución de controversias inversor-Estado condicionan el espacio de política pública; así como el primer retiro del Ciadi: Bolivia en 2007.

El Tratado de la Carta de la Energía

También en la década de 1990 surgió el Tratado de la Carta de la Energía (TCE), cuyo origen se asocia al interés de las compañías energéticas por obtener garantías en sus inversiones en el este de Europa, Asia Central y la ex Unión Soviética. A semejanza del esquema TBI, también este acuerdo otorga la potestad de dirimir disputas a los tribunales arbitrales. El tratado hoy ha alcanzado a 52 estados partes, entre ellos a la Unión Europea (UE) como organización internacional y a sus miembros a título individual (a excepción de Italia, que se retiró en 2016). Este marco derivó en que los estados europeos otorgaran garantías a los inversores que, en ocasiones, condicionaron su espacio para regular en otras áreas, como el ambiente. Conforme a datos del Policy Investment Hub de la Unctad, al 31 de julio de 2020, con 131 demandas, el TCE se ha convertido en el principal acuerdo con base en el cual se han iniciado arbitrajes inversor-Estado.

El cambio climático ha puesto en el tapete la necesidad de reformar o modernizar el TCE, especialmente cuando se observa cómo un grupo de empresas energéticas ha enfrentado las medidas estatales tendientes a la transición energética. Dos ejemplos pueden ser ilustrativos: cuando Alemania decidió discontinuar la generación de energía nuclear, fue demandada por la empresa sueca Vattenfall (2012); más recientemente, la decisión del gobierno de los Países Bajos de discontinuar el uso de carbón en 2030 generó la demanda del grupo alemán RWE (2021). Paradójicamente, la mayor cantidad de demandas generadas en el marco del TCE han sido originadas por inversores con sede legal en los Países Bajos. Otros estados que acumulan numerosas disputas son Hungría, Polonia, República Checa y Letonia.

Además de avanzar hacia energías más limpias, América Latina debería abrir el debate público sobre los TBI y otros acuerdos y analizar si no están otorgando derechos excesivos a empresas.

En un momento en que se vuelve necesario descarbonizar la matriz energética y avanzar en la transición hacia energías renovables, las demandas de inversores extranjeros demuestran que el TCE es contrario al Acuerdo de París y a la Agenda 2030, particularmente al objetivo de desarrollo sostenible 7 (energía asequible y no contaminante). Cualquier modificación del tratado requiere unanimidad, lo cual dificulta todo cambio, ya que algunos signatarios pretenden extender la protección a las energías fósiles más allá de 2030. En este contexto, Francia está pujando para modificar el tratado durante las negociaciones que comienzan en marzo, o bien coordinar un retiro masivo de este.

España parece ir por el mismo camino que Francia, apostando a la modernización del acuerdo o directamente al retiro. Ahora bien, España es un caso particular. Si bien es el Estado más demandado en el marco del TCE y uno de los más demandados del mundo (tercero después de Argentina y Venezuela), los 47 casos en el marco del TCE no refieren a medidas de avance en materia de transición energética, sino a la suspensión y la posterior eliminación de los subsidios a las energías renovables durante la presidencia de Mariano Rajoy. Es en este punto que es posible observar que el régimen de solución de controversias desafía la transición energética así como cualquier tipo de medida del Estado, en tanto este ejerza su capacidad regulatoria.

Las lecciones para América Latina

En la UE el debate ya excede la esfera de los movimientos sociales y el ámbito jurídico; se trata de un dilema político vinculado con la estrategia común en materia medioambiental. Ahora bien, ¿cuáles son las lecciones que América Latina puede aprender de la situación europea? En primer lugar, debe tener en cuenta no sólo el desinterés que muestran algunos inversores por el bien común, sino el rol que estos pueden jugar en la transición energética. Además de avanzar hacia energías más limpias, América Latina debería abrir el debate público sobre los TBI y otros acuerdos y analizar si no están otorgando derechos excesivos a empresas mientras condicionan su espacio de política pública. Esto no significa un rechazo a la inversión extranjera, sino apostar por mejores normas jurídicas que protejan bienes públicos superiores, como el medioambiente.

Asimismo, es esencial repensar el rol de la inversión en el desarrollo económico y social, abandonando la idea de que cualquier aumento en el producto interno bruto es exitoso sin importar el costo. Proteger la inversión en energías fósiles es sinónimo de brindar un subsidio a una actividad que no sólo resulta dañina, sino socialmente rechazada. Debe priorizarse una visión cualitativa si se busca avanzar hacia un modelo socialmente inclusivo y ambientalmente sustentable; estas deben ser las premisas de cualquier acuerdo de facilitación, promoción y protección de inversiones. Es en este marco que América Latina debe sumarse al debate y abandonar el rol pasivo que ha tenido en el escenario global.

Magdalena Bas Vilizzio es doctora en Relaciones Internacionales y docente de la Universidad de la República. Leonardo Stanley es economista asociado del Centro de Estudios de Estado y Sociedad de Argentina.