La Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH), cuya creación legislativa en 2008 fue resultado del voto de todos los partidos con representación parlamentaria, ha sido durante este primer año de gobierno sistemáticamente cuestionada por algunos de los legisladores y dirigentes oficialistas, e incluso por un ministro de Estado.
En agosto de 2020 el entonces senador del Partido Colorado Julio María Sanguinetti publicaba en su cuenta de Facebook una columna titulada “La INDDHH contra la República”, cuestionando al organismo por una recomendación. Ante la resolución del Consejo Directivo Central de la Administración Nacional de Educación Pública que establecía la quita de carteles con leyendas contra el proyecto de ley de urgente consideración de los centros educativos, la institución recomendaba derogar dicha decisión por entender que “restringía la libertad de expresión”.
A juicio de Sanguinetti, la actuación de la INDDHH representa “una peligrosa deriva ideológica, que va degradando su función al introducirse constantemente en el ejercicio de las funciones legítimas de las instituciones del Estado”. La línea argumentativa, propia de la lógica maniquea de la Guerra Fría, planteaba: “Es gravísimo lo que ocurre con la INDDHH ¿Qué es lo que quieren? ¿Que unos pongan carteles de un lado y otros del otro y haya una guerra para ver si gana el cartel que diga no al recorte neoliberal o el que diga fuera el chavismo de los liceos?”.
Días más tarde, en una entrevista en el programa En perspectiva de Radiomundo, el ministro del Interior, Jorge Larrañaga, calificó a la INDDHH de “una suerte de club político” cuya integración “ha desnaturalizado el funcionamiento de la misma”. Aseguró, además, que su cartera no seguiría las recomendaciones porque “están viciadas de un flechamiento ideológico y político”. Su postura fue precedida por los dichos del presidente del Partido Nacional, Pablo Iturralde, quien consideró que la institución “tiene que tener una actuación ajustada a derecho y dejarse de imitar a los comités de base”.
Como corolario, el senador de Cabildo Abierto Guillermo Domenech votó en contra del presupuesto de la INDDHH y fundó su voto en la valoración de que su partido “la entiende absolutamente innecesaria, ya que la defensa y protección de los derechos humanos es algo que está ínsito en la naturaleza del Poder Judicial”.
No obstante, la vicepresidenta Beatriz Argimón aseguró durante la votación que aprobar el presupuesto de la institución “ha sido un compromiso del presidente de la República y, por lo tanto, lo mantendremos así”. Toda una señal, que da cuenta de que Luis Lacalle Pou no volverá a cometer el “error” de 2013: sostener que la búsqueda de desaparecidos se debería suspender para poder “cerrar un capítulo” (recordemos que la Ley 19.822 encarga a la INDDHH la búsqueda de detenidos desaparecidos en ocurrencia del terrorismo de Estado).
Todos sabemos que los capítulos no se cierran con hojas en blanco, y es en vano pretender algo diferente.
Los dichos y las consecuencias
La catarata de agravios y descalificación a instituciones garantistas como esta genera profunda preocupación. Nadie puede atribuir premeditación ni coordinación; de todas formas, es igual de grave si la ofensa es parte de una campaña o si opera como reflejo aislado. Probablemente, ni lo uno ni lo otro, sino que lo que ocurre es una “espontaneidad entrenada”.
En el pretencioso afán de “desideologizar” la institución, se la erosiona. Cuestionar su autonomía; poner en entredicho la independencia técnica –más allá de inhibir su capacidad de reacción a la coyuntura– es hondamente lesivo en el mediano y largo plazo. La defensa, promoción y protección en toda su extensión de los derechos humanos, reconocidos por la Constitución, las leyes nacionales y el derecho internacional, reposa sobre la autonomía y el libre desempeño de estas instituciones.
En otras palabras, la mentada “desideologización” es una ilusión absoluta con microdaños relativos, pero muy concretos.
Ha habido y hay opiniones con responsabilidad política que, deliberadamente o no, socavan los pilares que se han erigido ladrillo a ladrillo, sólo para confirmar lo que aprendimos a ponchazos: que algunas esferas del poder siempre absorben parte de lo que creíamos superado históricamente.
La complejidad del momento
Vivimos en un tiempo extremadamente delicado. La pandemia ha traído un conjunto de consecuencias vertiginosas y especialmente riesgosas. Las nociones de derecho individual y bien común asisten a una fricción cotidiana inocultable.
En aras de frenar el avance de los contagios de coronavirus y acotar el impacto de la crisis sanitaria, se han recortado libertades individuales en todo el mundo. Uruguay no estuvo ajeno a ese proceso. A instancias del Poder Ejecutivo y con los votos de la coalición nuestro Parlamento aprobó, pocos meses atrás, la limitación a los derechos consagrados en los artículos 37 y 38 de la Constitución, relativos al derecho de reunión y a la libertad de entrada, permanencia y salida de toda persona en el territorio de la República. Entendemos que se trata de una medida transitoria, extrema y motivada por el riesgo del contagio. El gobierno no ha abusado de estas herramientas legislativas. Pero ello no quita el recorte de libertades que estas situaciones configuran.
Instituciones y personas como Amnistía Internacional y Yuval Noah Harari, autor de Sapiens, han encendido las luces de alarma en relación a este proceso.
No se trata sólo de las libertades individuales, los derechos políticos o la libertad de expresión colectiva; incluso en la periferia de la propia pandemia hay otro tembladeral en materia de revisión de derechos laborales, del consumidor, derecho comercial, derechos ambientales; por citar ejemplos evidentes.
Estamos frente a un fenómeno global del cual no saldremos ilesos. En tiempos de pandemia e incertidumbre, cuando las reglas de juego social ajustan a la baja, cuando se profundizan las crisis económicas y se agigantan las desigualdades; los Estados deben dar la talla.
La pandemia, el aislamiento y las restricciones son inevitables, pero es evitable el deterioro de las garantías ciudadanas. Es justamente ahora cuando nuestro Estado de derecho precisa que los gobernantes ensayen nuevas formas de tutela, que exploren nuevos diseños institucionales, que se empeñen en la consagración de nuevos derechos y más garantías y que –como mínimo– no horaden las bases de la arquitectura institucional vigente.
El único camino posible es más y mejor democracia. Se hace imprescindible consolidar instituciones como la INDDHH, volverlas más fuertes, con más respaldo político e independencia técnica. Lejos de dinamitar lo construido, la coyuntura demanda una mayor sofisticación de la institucionalidad y el contrato social.
Hoy cobra plena vigencia la providencial insignia de Benito Juárez a finales del siglo XIX: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
Laura Fernández es abogada e integrante de Fuerza Renovadora, Frente Amplio. Lorena Infante es politóloga.