Precipitar una decisión unilateral no siempre es conveniente. En todo caso, ciertas decisiones de política doméstica que tienen como objetivo generar un resultado en materia internacional provocan el resultado esperado o todo lo contrario. El costo político y socioeconómico de adentrarse en una aventura unilateral puede ser elevado, y provocar efectos directos e indirectos en el mediano y largo plazo. Pensemos, por un momento, en los beneficios y los costes en los que se incurre al adoptar una decisión en materia internacional en una región en que las facultades constitucionales de esta política están concentradas en manos de los presidentes. La política de inserción internacional de un país y su posición en un espacio geográfico regional está directamente relacionada con el modelo de desarrollo en sus dimensiones tanto sociales como económicas y ambientales. La política de inserción internacional es algo más (debería abarcar mucho más) que la mera voluntad decisoria de un presidente en un momento histórico determinado.

Atravesamos una crisis sanitaria sin precedentes, enmarcada en una crisis orgánica más profunda del sistema internacional, que tiene en la disputa tecnológica y comercial de China y Estados Unidos el punto neurálgico. Este escenario, de inestabilidad y cambio, está atravesado por varios fenómenos de naturaleza distinta, pero que se entrelazan entre sí: la desintegración es uno de ellos. En estos tiempos que corren, los diagnósticos y los ensayos sobre posibles escenarios “del mundo que vendrá” proliferan. De la misma manera, el relato desintegracionista se alza y se acomoda al nuevo escenario de poder global, que impone nuevas condiciones políticas y económicas y, con ellas, un cambio en el comportamiento y en la naturaleza misma de los actores estatales y no gubernamentales. Hay quienes interpretan que a partir de la crisis de la globalización de 2008, el mundo transita hacia un nuevo modelo que, al parecer, está modificando de manera radical las bases socioeconómicas y ambientales sobre las que se sustentó la economía política internacional de los últimos 40 años.

Este nuevo (des)orden internacional se erige junto a nuevas maneras de concebir la producción, las pautas de convivencia y la manera en que nos relacionamos con el hábitat ambiental. Esta situación, a su vez, tracciona nuevas coaliciones de actores y con ello, nuevas pautas de relacionamiento de poder. A pesar de la fuerza del relato político desintegracionista en los últimos años y las experiencias recientes en ese sentido (la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, por ejemplo), los acuerdos regionales persisten. Si bien la estructura de estos acuerdos ha cambiado en estos años, la geoeconomía del comercio internacional sigue estando basada en acuerdos regionales de comercio (ARC). Según datos de la Organización Mundial del Comercio (OMC), existen actualmente 305 ARC vigentes, que abarcan bienes, servicios o bienes y servicios. El número de notificaciones asciende a 494, ya que los ARC que incluyen capítulos de bienes y servicios requieren una doble notificación con base en las reglas de la OMC. Además, las nuevas adhesiones (nuevos estados socios, por ejemplo) a los acuerdos deben ser notificadas.1

El Mercosur es uno de estos acuerdos regionales de comercio. Precisamente, es un acuerdo de preferencias arancelarias entre los estados que forman parte de un marco de política comercial más amplio, los denominados acuerdos de complementación económica (ACE) de la Asociación Latinoamericana de Integración. Pero, como todo proceso de integración regional, el Mercosur abarca otras dimensiones y otras agendas.

El bloque regional sobrevivió a los embates del proceso de reforma estructural, que incluía, entre otras medidas, al tridente apertura-privatización-desregulación de los mercados que introdujo en esos años el lema de los años 90: “La mejor política industrial es no tener una política industrial” (Ocampo, 2021).2 Los impactos sociales y económicos de esta reforma se entrelazaron con la crisis de la devaluación brasileña de 1999 y la de Argentina en 2001. El giro progresista de 2002-2015 resignificó la concepción de la integración regional y abogó por “más y mejor Mercosur”. Sin embargo, a pesar de los avances en los planos social, económico, de concertación política y de reducción de asimetrías que se vivieron durante este período en el bloque, persistieron posturas mercoescépticas que se pusieron de manifiesto en distintos intentos de reforma u olas aperturistas que se intensificaron en los últimos años y que, la mayoría de las veces, han sido impulsadas por Uruguay, que, al no tener un sector industrial importante que proteger, clamaba por un mayor acceso a terceros mercados para sus productos primarios.

Una inserción comercial unilateral, espíritu de la propuesta reformista de la flexibilización del bloque, en un escenario de comercio internacional restringido, no parece ser la mejor de las apuestas.

Esta maniobra unilateral de política comercial ha tenido sus costes en el plano nacional y regional. En el bienio 2005-2006, el intento de Uruguay de querer bilateralizar la relación con Estados Unidos, en el marco de la negativa regional al Área de Libre Comercio (No al ALCA), provocó fricciones regionales y puso de manifiesto las distintas visiones sobre la inserción internacional del bloque regional. Sin embargo, los intentos de flexibilización o “sinceramiento” posteriores siguieron formando parte de la estrategia comercial de algunos sectores políticos en el Frente Amplio.

No obstante, el bloque regional atravesó la crisis de las hipotecas subprime de 2008, amortiguando los impactos desde una periferia rezagada y tímidamente emergente de la mano de Brasil. La agenda externa se revitalizó en los últimos años, en el marco del retorno de los gobiernos liberal-conservadores a partir de 2015, y se materializó en el final de las negociaciones con la Unión Europea, en las tratativas de cerrar un acuerdo comercial con la Asociación Europea de Libre Comercio, con Canadá, Corea del Sur y Singapur. El bloque se expandió con dificultades y demoras, como ha sido el caso de la incorporación de países como Bolivia y Venezuela.

El giro manifiesto de la política exterior uruguaya con la asunción de un gobierno de coalición “multicolor” integrado por partidos de centro y extrema derecha, alineado a la visión nacionalista y antiglobalista de una coalición de líderes de extrema derecha como el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, facilitó que Uruguay encontrara en uno de sus vecinos el socio ideal para intentar nuevamente “soltar el corsé” que le implica, al parecer, permanecer en el Mercosur. Flexibilizar, modernizar o incluso la idea de un Mercosur elástico no es más que una serie de eufemismos en torno a un discurso liberal que plantea una salida de la región y un alejamiento del regionalismo latinoamericano. Es decir, un discurso ideológico que parte de premisas teóricas de la versión clásica del liberalismo de las relaciones internacionales y que plantea, entre otras cosas, una inserción internacional y un modelo de desarrollo basado en la especialización productiva en torno a ventajas comparativas estáticas. En ese sentido existe, al parecer, un consenso político entre fracciones partidarias oficialistas y opositoras en derogar la Normativa 32/00, que condiciona a los estados parte del bloque a negociar de manera conjunta y mantener de esta manera la unidad funcional del bloque: el Arancel Externo Común.

Puede afirmarse entonces que el contexto global de cambio y disputa geopolítica actual abre para el Mercosur posibles oportunidades, pero también constricciones. La pandemia global de covid-19 aceleró las transformaciones de la economía capitalista, que ahora cuestiona o condiciona el libre comercio entre bloques y la inserción de los países en cadenas globales de valor. América Latina tiene dificultades para desarrollar políticas de cooperación y de complementación para acompasar el conjunto de transformaciones tecnológicas que definirá la economía internacional en los próximos años. Una inserción comercial unilateral, espíritu de la propuesta reformista de la flexibilización del bloque, en un escenario de comercio internacional restringido, no parece ser la mejor de las apuestas para atraer nuevos socios comerciales y ampliar los mercados de destino de nuestros productos de exportación. Tampoco solucionará la falta de inversión en materia de conocimiento y desarrollo necesaria para agregar valor a la oferta exportadora, generar mayores divisas y empleos de calidad. Apostar a la región y a la profundización del Mercosur requiere una revalorización del proyecto de integración como la mejor estrategia para enfrentar los complejos desafíos globales y un nuevo consenso político que, en vez de distorsionar, apueste a conciliar intereses nacionales a favor de un proyecto regional sustentable.

Damián Rodríguez es docente e investigador del Programa de Estudios Internacionales de la Universidad de la República.


  1. Organización Mundial del Comercio (2020). The future belongs to trade agreements of varying geometries. Disponible en shorturl.at/ptTX4

  2. Ocampo, José Antonio (2021). Una nueva agenda de desarrollo para América Latina. Disponible en legrandcontinent.eu/es/2021/02/11/una-nueva-agenda-de-desarrollo-para-america-latina/