La ciencia, desde que los seres humanos hemos racionalizado nuestra existencia, fue el depósito de las esperanzas de un mundo mejor, y la idea de que la ciencia podía hacer de nuestros países subdesarrollados y “dependientes” naciones con mayores niveles de desarrollo humano y menor desigualdad fue abrazada con fuerza por el programa histórico de la izquierda. Es verdad que la ciencia muchas veces puede poner el conocimiento y avances extraordinarios al servicio de fines para nada humanitarios y del horror; el duro ejemplo de Nagasaki e Hiroshima cortó para siempre la esperanza del progreso indefinido de su mano. Pero no menos cierto es que, gracias a la ciencia, la humanidad ha logrado vencer los miedos a la naturaleza y superar obstáculos de ciencia ficción, el desarrollo de varias vacunas en tiempos récord basta para observar este fenómeno.1
Sabato y Botana2 ya habían señalado que sin una sumatoria de acciones a nivel estratégico-político, América Latina no sería capaz de sumarse a la sociedad “moderna”, y que la ciencia sería causa y efecto de la transformación social. Esto supone que el esfuerzo que debemos realizar debe necesariamente ocupar a varias generaciones; no partimos de cero en nuestro país, pero las cosas que dejemos de hacer hoy las pagarán los que vienen detrás. Y, como advirtieron Rodrigo Arocena y Judith Sutz hace casi dos décadas, mientras que quienes acceden al conocimiento amplían sus capacidades y oportunidades, los que no lo hacen van perdiendo las capacidades que pudieran haber tenido.3
El crecimiento sustentable de una sociedad depende del conocimiento que esta genera, y los avances en este sentido dependen de la inversión que el país haga en el sistema de ciencia y tecnología. Existe una alta correlación positiva entre el porcentaje del producto interno bruto (PIB) invertido en el área de ciencia y tecnología y el PIB per cápita, por lo que la inversión en este sector es fundamental para el desarrollo económico y el progreso social. En particular para Uruguay, se justifica la dotación de mayores recursos a este sector puesto que disminuye la dependencia tecnológica con otros países más desarrollados, al mismo tiempo que permite el estudio y análisis de diferentes problemáticas (económicas, sociales, productivas, etcétera) y el potencial desarrollo de soluciones para estas.
Por supuesto, lo presupuestal no agota el tema; las interrelaciones entre gobierno, estructura productiva e infraestructura científico-tecnológica definen en buena medida la suerte de un país para provocar transformaciones profundas. Quizás una de las cargas más pesadas de nuestros países provenga de la mutua desconfianza entre la academia y el sector productivo y de la debilidad de las políticas públicas de largo aliento. Mientras que los primeros no tienen experiencia de una relación provechosa en este sentido, los segundos la demandan poco. Por su parte, el Estado debería proveer, como parte de una estrategia de largo aliento, lineamientos de hacia dónde se dirige la matriz productiva. Un Ministerio de Ciencia y Tecnología podría haber resuelto parte de este problema.
¿Qué elementos definen la infraestructura científica y tecnológica de un país? La educación, capaz o no de generar investigadores/as; los ámbitos de investigación (en nuestro país, provenientes mayoritariamente de la Universidad de la República, Udelar); las instituciones de regulación, modificadas recientemente en la ley de urgente consideración, que otorgó la centralidad al Ministerio de Educación y Cultura para establecer la política científica y que suprimió la Secretaría de Ciencia y Tecnología (¿quién definirá ahora el Plan Nacional de Ciencia y Tecnología?); y, por supuesto, la define la dotación de los recursos económicos y financieros que la sociedad le destina.
La formación científica supone un continuo desde la escuela a los niveles universitarios, tanto para la investigación básica como para la aplicada. Si la primera es generalista, la segunda debe ir acompañada de una estrategia de desarrollo nacional; en nuestro país, por ejemplo, las empresas públicas deberían obligatoriamente apoyarse en el sector científico, en un diálogo de ida y vuelta.
Mientras que países europeos y asiáticos llegan a superar el 3% del PIB de inversión en ciencia y tecnología, América Latina tiene un promedio de 0,7% y es una de las regiones del mundo más rezagadas en esta materia. Uruguay está por debajo del promedio regional, destinando apenas 0,4%, a pesar del compromiso y acuerdo de todos los partidos de alcanzar el 1%. Ese guarismo se alcanzó fundamentalmente en el período 2008 a 2013, cuando la inversión pública en ciencia y tecnología se duplicó en dólares corrientes.4 Y aunque nuestros gobiernos del Frente Amplio mejoraron el presupuesto, quedaron lejos del objetivo y no fuimos capaces de fortalecer en el largo plazo el vínculo gobierno-academia-producción.
Las medidas que ha tomado el Poder Ejecutivo en materia de ciencia y tecnología erosionan los logros alcanzados hasta el momento en esta área y ponen en peligro el mantenimiento del sistema actual.
La historia que sigue ya la conocemos: el azote al área de ciencia, tecnología e innovación comenzó con la reducción presupuestal como consecuencia del Decreto 90/020 (marzo de 2020) y posteriormente se consolidó en la Ley de Presupuesto Quinquenal 2020-2024 que impuso al sistema científico uruguayo (sin la Universidad de la República) 35% menos recursos que los otorgados en el período anterior. El Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable redujo 2% su presupuesto sin considerar el efecto inflacionario, por lo que las consecuencias serán mayores de lo que a primera vista parece, como señaló su propio director. Al Instituto Antártico Uruguayo se le reduce 8%; a la Dirección de Ciencia y Tecnología, 6,4%; al Programa de Desarrollo de Ciencias Básicas, 8,4%; a la Agencia Nacional de Investigación e Innovación, 9,2%; y al Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias se le impone un techo de financiamiento reduciendo aproximadamente 60% su presupuesto (quitando el 100% de los recursos de afectación especial); el Parque Científico y Tecnológico de Pando pierde 22% del presupuesto; el Centro Uruguayo de Imagenología Molecular reduce su presupuesto en 26%; por último, el Centro Ceibal para el apoyo a la educación de la niñez y la adolescencia redujo su presupuesto 11%. Por su parte, la Udelar ve estancado su presupuesto, lo cual inhibe cualquier desarrollo futuro de nuevas carreras o sedes, restringe el otorgamiento de becas en una situación de crisis social y económica y limita el nombramiento de docentes e investigadores en régimen de dedicación total. El episodio de la marcha atrás del gobierno en los recortes en el área habla más de un operativo mediático que de una voluntad real de revertir la decisión política del Parlamento y el Poder Ejecutivo, ya que apenas supuso recuperar 12% del 100% perdido. El “incremento” de recursos a este sector no alcanza ni siquiera para llegar a los niveles del presupuesto de años anteriores.
Al inicio de la pandemia el papel de nuestros científicos cobró una relevancia formidable con la creación del Grupo Asesor Científico Honorario y el rol que jugó el sistema científico en general. Ante la incertidumbre y el desconcierto, la mayoría de la población fijó su atención en la labor de nuestros científicos. Durante los últimos 12 meses Uruguay ha demostrado avances y cómo el conocimiento científico fue clave para enfrentar esta crisis sanitaria, social y económica que la emergencia instaló. Los uruguayos entendimos y dimensionamos la importancia de la investigación científica. La ciencia desarrolló kits, diagnósticos serológicos y avanzó en la secuenciación del material genético del SARS-CoV-2; también trabajó en la producción de tapabocas, respiradores, limpieza y desinfección de material hospitalario, entre otras acciones. Públicamente el presidente de la República declaró sobre la importancia del proceso científico en momentos tan complejos como el que vivimos; sin embargo, sus decisiones fueron en sentido contrario.
Las medidas que ha tomado el Poder Ejecutivo en materia de ciencia y tecnología erosionan los logros alcanzados hasta el momento en esta área y ponen en peligro el mantenimiento del sistema actual. Reducir el presupuesto en ciencia, tecnología e innovación, más aún en tiempos de crisis, no es ahorrar, sino que es hipotecar nuestro futuro como sociedad y renunciar a la búsqueda de la soberanía económica y cultural. Este camino nos aleja de un Estado que medie entre la academia y el sector productivo y que conduzca la estrategia de matriz productiva, con el objetivo de aplicar el conocimiento científico a los problemas de nuestro país.
Sebastián Sabini es profesor de Historia y magíster en Historia Económica. Diputado del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.
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Agradezco particularmente los comentarios de Julio Battistoni que ayudaron a enriquecer este artículo. ↩
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Jorge Sabato y Natalio Botana, “La ciencia y la tecnología en el desarrollo futuro de América Latina”, en Sabato et al., El pensamiento latinoamericano en la problemática ciencia-tecnología-desarrollo-dependencia. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2011 (1975). ↩
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Arocena, R y J Sutz (2001). “La Universidad para el Desarrollo”, en Por un mundo mejor, compilado por Bernardo Kliksberg y Nora Blaistein, PNUD-AMIA-AECI, 2007, Buenos Aires, p. 107. ↩
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ANII, Indicadores de ciencia, tecnología e innovación en Uruguay. Unidad de Evaluación y Monitoreo, p. 22, 2015. https://www.anii.org.uy/up cms/files/listado-documentos/documentos/1439216561 boletín-de-indicadores-2015-2-.pdf ↩