Mirta fue la esposa del Bayano Aristondo, dirigente histórico del Partido Comunista, preso político, activista clandestino, un héroe de la resistencia antifascista uruguaya. Pero no es de él de quien quiero hablarles, es sólo una referencia para que sepan de quién se trata.

Por supuesto que Mirta estuvo siempre en la primera línea, atendiendo a sus siete hijos y yendo a ver al Bayano cada vez que los carceleros de turno se lo permitían.

Iba, a pesar de los tratos inhumanos y degradantes a los que fue sometida en cada visita, a pesar de las humillaciones, los insultos, y el dolor del que no hablaba. Fue, además, porque ahí estaba su lugar de lucha.

Vivió de lavar ropa, construyó su casa a fuerza de acarrear baldes de material en la gloriosa Fucvam, entregó su vida y su dolor. Ese mismo que sentimos nosotros ahora al despedirla.

Los más jóvenes, y los no tanto, no pueden imaginar de qué se trataba todo eso.

Había que tomar la CITA, bajarse en la ruta, caminar cargada de las cosas necesarias por nuestros presos, alguna cosa para otro preso cuyo familiar no podía ir. Caminar dos kilómetros cargada. Llegar, soportar todo tipo de humillación, y, con mucha suerte, acceder a ver al compañero.

No había celulares, y no todo el mundo tenía auto como ahora. Ir era una odisea que se hacía con esperanza, pero que nunca era feliz.

Lo sé por Tota Rodríguez, que no faltó nunca a llevarle las cosas al Diente y a la que dos por tres le suspendían la visita porque el Diente era un peliagudo o simplemente porque no les gustaba la cara que llevaba, o porque inventaban que algo de lo que llevaba estaba prohibido.

Cuidaron que no faltara tabaco, que no faltara yerba, que no faltara jabón BAO (eso sí, rallado, para joder y para que no pusieran cosas dentro de la barra), y sobre todo que no faltara amor. Porque esas mujeres fueron inmensas en amor. Pero no fueron sólo amor (ese es el lugar de “compañía” que se les ha querido dar). Fueron gigantes; lloraron en silencio, edificaron familias, criaron hijos, soportaron todo tipo de cosas, y permanecieron enteras de cuerpo y alma, pero sobre todo de pensamiento, de ideología.

No fueron sólo compañeras ejemplares, fueron heroínas, y por eso hoy, en Mirta, va este homenaje a las denominadas “mujeres de”, que tienen un merecimiento propio y que han sido y serán, en el corazón del pueblo, heroínas de la resistencia, mujeres admirables y dignas de homenaje propio.

El Bayano no sabía que iba a ser abuelo, y eran tiempos en que no había ecografías claras, así que Mirta le avisó bordando un pañuelo con color celeste para que supiera que tenía un nieto varón recién nacido. Inventaban la forma, se las ingeniaban para todo, fueron creativas hasta el infinito. Y siempre, siempre lograban lo que querían.

Por eso este homenaje a Mirta, a Tota, a Felicia y a todas las mujeres cuyo rol sigue escondido en la historia pero que no tardará en aparecer. Hay una obligación moral de contar lo que hicieron, que sigue pendiente. Lo mismo para los hijos y las hijas.

“Se fue la abuela”, dijo Martín, el hoy hombre por el que Mirta bordó el pañuelo, y digno heredero de la lucha por un mundo mejor. Pero es raro, porque está y estará. Ella y todas, en el corazón de un pueblo que sigue peleando por memoria, verdad, justicia y nunca más terrorismo de Estado, y que más temprano que tarde se hará realidad.