Parece que la sensibilidad del olfato no es la única disminuida por la covid-19. 50, 40, 62, 57, 60, 53, 69: son las cantidades de muertes diarias con diagnóstico de SARS-CoV-2 informadas por el Sistema Nacional de Emergencias en la semana que terminó este viernes. 391 personas en siete días. En lo que va de mayo, fueron 1.133.

El párrafo anterior, con tantas cifras y siglas, pone distancia entre los hechos y su percepción, pero cada muerte es una fea historia. Por motivos que deberíamos identificar y afrontar, el drama no causa la reacción social que merece. Quizá sea miedo, negación o embrutecimiento; quizá sea algo peor.

La situación epidemiológica de Uruguay es terrible, pero son muchas –demasiadas– las personas que evitan hablar de ella o logran borrarla de su conciencia, aunque este mes haya sido noticia en el New York Times y el Washington Post. Es mucha –demasiada– la gente que se enoja cuando alguien llama a nuestras cosas por su nombre.

La “meseta” de la cantidad de casos y de muertes es un altiplano atroz. Estamos en una de las peores situaciones sanitarias de la región y del mundo, con muchas más víctimas fatales este mes que las causadas por enfrentamientos entre israelíes y palestinos, o entre manifestantes y fuerzas de seguridad de Colombia.

La campaña de vacunación avanza, pero la propagación del virus también lo hace. La cantidad de contagiados no tiende a disminuir, sino a crecer.

La situación epidemiológica de Uruguay es terrible, pero son muchas –demasiadas– las personas que evitan hablar de ella o logran borrarla de su conciencia.

En el mejor de los casos, la vacunación revertirá con lentitud esa tendencia, y habrá muchas muertes más antes de que la situación empiece a mejorar. Pero la movilidad de las personas se incrementó antes de que la vacunación pudiera causar efectos significativos, y el aumento continuará si se reanudan más actividades. Si a esto le sumamos la presencia de variantes más contagiosas del virus, el mejor de los casos no es el único posible. Quienes gustan de comparar a la población con ganado deberían recordar que no sólo existen los rebaños inmunes, sino también las reses rumbo al matadero.

Reaccionar no es ubicar esta tenebrosa cuestión en el campo de batalla partidario, y tampoco es inventar culpables. En una encuesta de la Usina de Percepción Ciudadana, ante la pregunta “¿Quién contribuye más al aumento de contagios?, la respuesta más frecuente fue “los jóvenes y su vida social”. Cuando se preguntó “¿Qué tanto cree que impactan las fiestas clandestinas en el aumento de contagios en su ciudad?”, 52% respondió “mucho” y 35%, “bastante”.

Esas opiniones, que no se basan en ninguna evidencia, reafirman el peso de los prejuicios contra la juventud, y a la vez muestran una indeseable tendencia a desentenderse de las responsabilidades. En esta sociedad, la mayoría no es joven ni va a fiestas clandestinas; resulta cómodo imaginar que la culpa es de algún otro muy distinto.

Reaccionar es hacerse cargo de lo que pasa, pero no sólo como individuos (poca falta nos hace aislarnos más de lo que estamos), sino también colectivamente. Nadie es una isla y cada muerte nos disminuye, escribió John Donne. Se mata también con la indiferencia.