El Partido Nacional llevó a una discusión parlamentaria sus críticas al manejo de una noticia de la cadena internacional alemana Deutsche Welle (DW) sobre amenazas a la libertad de prensa en Uruguay. Un legislador del Partido Independiente llegó a decir en la cámara que se había afectado la soberanía y agraviado a la República. El director del Servicio de Comunicación Audiovisual Nacional y al menos un diputado nacionalista enviaron sendos mensajes en inglés y en alemán a la dirección de DW y hasta a la embajada alemana en Uruguay, con el mismo cuestionamiento. Las redes se inundaron de mensajes de diferentes actores oficialistas reclamándole a la cadena que se retractara de un análisis que consideraban incorrecto: según ellos, no hay amenaza alguna a la libertad de prensa en Uruguay.

Pero creo que la cuestión no es tan simple.

La democracia necesita del periodismo y el periodismo necesita de la democracia. Pero resulta que no hay una democracia ideal, sino distintos grados de democratización, decía Giovanni Sartori. Por eso se hacen índices por país y hasta rankings, que ubicaron desde 2009 a Uruguay como democracia plena. Tampoco hay una sola “libertad de prensa”, sino distintos grados que van desde la censura previa de una dictadura hasta la transparencia real de una sociedad.

En este siglo Uruguay ha avanzado varios grados en algunos aspectos clave de la libertad de prensa y de expresión, gracias a la votación de leyes de despenalización de los periodistas por su ejercicio profesional y la ley de acceso a la información pública, entre otras cosas. Así, Uruguay pasó a ser reconocido en el mundo entero como una de las primeras 20 democracias del mundo en cuanto a libertad de expresión. Además, durante el actual mandato se mejoró la accesibilidad de los distintos gobernantes a entrevistas de la prensa.

Pero no es oro todo lo que reluce. Hay otros aspectos vinculados a la libertad de los periodistas en los que Uruguay no anda tan bien. Uno de ellos es la escasa independencia económica de los medios, cada vez más subordinados a los grandes anunciantes –grandes empresas que se convierten en intocables–, a la publicidad electoral y a la publicidad oficial. Otro tiene que ver con la propiedad de los medios, repartida en pocas manos, con la novedad mundial de que en Uruguay los dueños de los canales privados son al mismo tiempo dueños de los principales sistemas de cable. Esa concentración de medios electrónicos en pocas manos promete aumentar con la “ley de medios” en discusión en el Parlamento. En cuanto a la tan elogiada internacionalmente “ley de acceso a la información”, esta requiere ser respetada sin el creciente nivel de restricciones sobre el que alertó el último informe de Cainfo. Finalmente, aunque a los periodistas no nos guste mucho hablar de ello, tenemos que hablar de las siempre presentes presiones directas o indirectas a periodistas y medios de información.

El hostigamiento del gobierno de Julio María Sanguinetti y algunos de sus escuderos, como Walter Nessi, a medios y periodistas fue mítico, las llamadas de Luis Alberto Lacalle Herrera las sufrí en carne propia, y las quejas de Tabaré Vázquez sobre la prensa –que consideraba adversa– fueron en su mayoría expresadas públicamente o trasladadas a periodistas por su encargado de prensa cuando algo no les gustaba.

Aunque no es conveniente ponerlos a todos en la misma bolsa, no hay demasiada novedad en que algunos políticos o partidarios intenten presionar a los periodistas. Lo que cambia son las dimensiones y las formas. Varían los mecanismos de presión y los elementos de coacción en juego.

No es lo mismo hablar directamente con el periodista que hacerlo con el editor o el director del medio. No es lo mismo hablar con un propietario ideológicamente afín de un medio que con uno que no lo sea. No es lo mismo hablar con un medio saneado que con uno en crisis. No es lo mismo hablar en cualquier momento que en pleno proceso de negociación de una ley que afecta a los medios.

Pero, además, las nuevas tecnologías lo han cambiado todo. Twitter, en particular, se ha convertido en el epicentro de la batalla política. Allí se anuncian los fallecimientos, los cambios de ministros y las nuevas medidas. Y allí se tiende a presionar, controlar o curar el contenido de los medios al que acceden los internautas. Eso pervierte la lógica democrática y republicana. En una democracia los periodistas tenemos el deber constitucional de vigilar a los gobernantes, y no a la inversa.

En ese marco, presionar a un medio de comunicación alemán como DW a través de esas mismas redes, dirigiéndose a su director, pidiendo retractaciones y demás, no parece ser la mejor forma de demostrar que no hay presiones en Uruguay.

La forma democrática de responder a una información que un gobierno considera errónea no es hablar con el director del medio, ni escandalizar a las redes sociales, ni negociar, ni amenazar con represalias. Si realmente hay un error, alcanza con refutar la información mediante el propio periodismo: con más detalles o información más completa. Ningún periodista honesto dejará de hacer una aclaración si su información es equivocada.

Todo gobierno deseará siempre poder controlar la información de una u otra manera. Que esos intentos hayan sido más o menos ostensibles, que haya habido incidentes de presión previos, no quiere decir que eso sea algo aceptable ni que no debamos combatirlo entre todos (no sólo los periodistas). Al hacerlo ayudamos a garantizar una sociedad más democrática, es decir, con mejores balances y control del poder.

Censura y autocensura

Para poder ejercer el periodismo se necesita que no haya censura previa y que se proteja la vida y el secreto profesional de los reporteros. Ese es el estadio básico, sin el cual no hay democracia. Pero hay una forma de censura bien democrática de la que se habla poco: la autocensura. A mi juicio, la más peligrosa de todas, porque es traicionera y la población –el público– generalmente no es capaz de detectarla. A más presión, mayor autocensura. Eso es innegable.

El ideal es que nunca exista. El ideal es que ningún periodista sea presionable. El sueño, obviamente, es que ningún grupo de poder, político o económico, escape al escrutinio del periodismo. Una sociedad sin intocables.

Para medir esto hay que analizar la foto global, no alcanza con simplemente trasladar lo que a uno le pasa o interpreta que le pasa. El periodismo jamás puede basarse en la inducción. Como decía Karl Popper, todos los cisnes blancos que uno haya visto en la vida no demuestran que todos los cisnes sean blancos: alcanza con encontrar uno negro para confirmar lo contrario. Decir “a mí no me pasó” no es suficiente para analizar un fenómeno como la libertad de expresión, sobre todo cuando –con la mano en el corazón– ningún periodista puede decir que no conozca a su alrededor algún caso de presión política o económica con consecuencias periodísticas, o de autocensura previa a cualquier presión.

Si los periodistas queremos mejorar nuestra práctica y, con eso, la transparencia de la sociedad, tenemos que defender el avance hacia los mayores grados de libertad de expresión y no ceder ante ninguna señal de que eso pueda empeorar.

Tal vez esa sea la mejor conclusión frente al hecho de que el tema de la libertad de expresión en Uruguay haya llegado a un canal del prestigio de la DW: que debemos tomar y analizar estos asuntos, antes de que sea demasiado tarde. El mero hecho de que lo estemos debatiendo ya valió la pena.

El tratamiento de la noticia en la televisión alemana puede tener errores de enfoque o puede ser discutible, sin duda. Pero, al final de cuentas, la discusión que generó demuestra que esos temas merecen ser planteados y que hay que prestarles atención. Nos guste o no, que echen del noticiero de más rating a su principal referente periodístico es noticia en cualquier lugar del mundo, y es una noticia tan relevante que merece ser investigada por el propio periodismo. Es totalmente legítimo en una democracia preguntarse por qué cambió la dirección editorial de uno de los principales noticieros del país.

Lo cierto es que esos problemas existen y, en una democracia plena como la uruguaya, merecen discutirse sin tapujos. Decir que en estos últimos meses no hubo ningún problema de libertad de expresión en nuestro país no es cierto.

Si este gobierno defiende la libertad como principio, debe defender a ultranza la de expresión. Incluso cuando sienta que lo perjudica. Incluso –y sobre todo– la autonomía de aquellos medios que no le sean afines. Y eso se resguarda con hechos, no con palabras: respondiendo afirmativamente a todos –o al menos a la mayoría– de los pedidos de acceso a la información pública y llenando de contenido esa ley de transparencia que fue pionera en esta zona del mundo, permitiendo que haya diversidad de medios, sin llamarlos cuando algo no gusta y aportando más y mejor información, sin acusar de traición a la patria a reporteros que hacen su trabajo, sin hacer bullying a periodistas o medios locales, nacionales o internacionales en las redes sociales.

En cuanto a los periodistas, no hace falta aclararlo: tiene que estar en nuestro ADN luchar siempre por mayores espacios de libertad.

En esta columna repetí 15 veces la palabra libertad. No es casual. La libertad de expresión en sentido amplio es una de las más esenciales de una democracia liberal como la nuestra. Tal vez la primera libertad que la define. Y la cuidamos entre todos.