Hace mucho tiempo que nos estamos acostumbrando a que el Mercosur emerge en la agenda a través de malas noticias o de conflictos. Y esto, por cierto, no empezó con el actual gobierno. Las demandas de flexibilización en el funcionamiento del bloque tampoco son novedades y la asunción plena de esto último resulta relevante, tanto para el gobierno como para la oposición.

Como tantas veces se ha señalado, aun en términos minimalistas, los procesos de integración interestatal requieren al menos tres condiciones fundamentales: I) la construcción y especificación clara de “intereses comunes” entre los socios del bloque, que sólo son posibles desde pactos difíciles, delimitados en sus límites y en sus alcances; II) la capacidad de resolución de los inevitables conflictos que resultan casi que inherentes a este tipo de procesos; y III) una mirada estratégica acordada, en términos provisorios, revisables y sujeta a reglas. Todo eso, en especial desde estados democráticos que varían sus gobiernos, requiere mucha política y mucho pragmatismo, y no se construye desde las afinidades ideológicas. Claro que los fondos ideológicos siempre han estado, aunque no se lo asuma. También hoy.

En un texto reciente escrito en coautoría con Diego Hernández, titulado “Treinta años de Mercosur: canon regionalista”, apuntábamos a explorar esa trayectoria de tres décadas a partir de una hipótesis conocida: “el hiato entre el diseño original y la práctica histórica” en el Mercosur. Esta característica ha sido calificada por Roberto Bouzas como “la brecha de implementación”.

En ese sentido, un análisis riguroso y académico del Mercosur en sus primeros diez años (1991-2001), por ejemplo, permite desechar la visión idílica de una etapa plenamente exitosa del bloque, sin mayores contratiempos, los que –de acuerdo a cierto “relatos”– habrían surgido como consecuencia de las posturas “politizadas” e “ideológicas” de los llamados “gobiernos progresistas” a partir de 2002, 2003. Del mismo modo, una valoración del mismo talante también desmiente los relatos inversos, en relación con el surgimiento a partir de esa inflexión de un nuevo “Mercosur poshegemónico” o “posliberal”. Ambos momentos del bloque resultan más complejos y azarosos, difíciles de caracterizar en forma homogénea o modélica. Si bien las coyunturas cambiaron y los énfasis de políticas fueron distintos, las causas profundas del rumbo que asumió el bloque en cada coyuntura tuvieron más que ver con las restricciones sistémicas del contexto internacional y con los intereses domésticos de los estados partes, en especial de los socios más poderosos. En esa dirección, si se quiere trascender la búsqueda lineal de cómo respaldar los relatos políticos del presente, en un sentido u otro, lo que surge como más consistente es evitar simplificaciones. La historia suele ayudar en eso.

Los intentos de “relanzamiento” y la Decisión 32/00 del Consejo del Mercado Común

Al menos la mayoría de los integrantes de la actual coalición de gobierno, en la campaña electoral de 2019, apuntaron a la necesidad de recuperar lo que consideraban la “soberanía comercial” del país, a partir del abandono de la llamada Decisión 32/00. Más allá de lo que se piense sobre esa ambiciosa “pretensión”, cabe recordar la coyuntura histórica y quiénes acordaron esa iniciativa. Fue en un momento crítico, durante la presidencia pro témpore argentina de la primera mitad del año 2000, que se concretó, dentro del programa de “Relanzamiento del Mercosur”. Esta medida fue apoyada por todos los gobiernos de los estados socios, incluido el gobierno uruguayo de entonces, liderado por Jorge Batlle al frente de una coalición de gobierno de colorados y blancos que integraban, entre otros, Julio María Sanguinetti y Luis Alberto Lacalle Herrera. Como resultado de arduas negociaciones, esta iniciativa se tradujo en una serie de decisiones que fueron formalizadas en ocasión de la XVIII Reunión del Consejo del Mercado Común (CMC), el 29 de junio de ese mismo año. Este programa de “relanzamiento” apuntaba al fortalecimiento de la unión aduanera y a la consolidación de la plena accesibilidad del mercado ampliado para todas las exportaciones intrazona. Fue en ese marco que el CMC aprobó la tan controvertida Decisión 32/00. Como respuesta al contexto que por entonces vivía el bloque y en ratificación de la idea de que “la constitución de un Mercado Común implica[ba], entre otros aspectos, la necesidad de contar con una política comercial externa común”, se decidía: “Art. 1. Reafirmar el compromiso de los Estados Partes del Mercosur de negociar en forma conjunta acuerdos de naturaleza comercial con terceros países o agrupaciones de países extrazona en los cuales se otorguen preferencias arancelarias”. En los fundamentos de la decisión se hacía alusión expresa al Tratado de Asunción y al Protocolo de Ouro Preto, refiriendo que la disposición significaba en puridad el cumplimiento de esos acuerdos fundacionales del Mercosur.

Como resultaba esperable, las posturas ante los desafíos de la agenda externa del bloque muy pronto evidenciaron un fuerte distanciamiento de posiciones, con el presidente uruguayo Jorge Batlle bregando en forma militante a favor del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y el gobierno brasileño de Fernando Henrique Cardoso reafirmando la necesidad de no acelerar las negociaciones, postura que finalmente prevaleció como decisión común. A todo esto, se multiplicaron las pugnas comerciales entre Argentina y Brasil, mientras que Paraguay y Uruguay reclamaban cada vez con mayor vigor medidas compensatorias para minimizar los fuertes impactos de la devaluación brasileña de 1999 y de la crisis financiera argentina en pleno desarrollo en 2001. El escenario regional quedó dominado por las medidas unilaterales, las declaraciones amenazantes, la creación de mecanismos “ad hoc” como salida de emergencia, la sucesión de reuniones que terminaban sin acuerdo o con declaraciones genéricas y vacías. El tenor del clima por entonces reinante lo sintetizó la Unión Industrial Argentina, que pidió la “suspensión temporaria del Mercosur” como forma de “asegurar el futuro” de las empresas y de las economías nacionales de los estados partes. Aquel por tantos motivos crítico año 2001 no pudo terminar de manera más dramática: la XXI Cumbre del Mercosur, a realizarse en Montevideo en diciembre, debió suspenderse debido a la ausencia de los representantes argentinos por la escalada de la crisis institucional en aquel país.

La exigencia de flexibilización: un viejo y persistente reclamo

La demanda de “flexibilización” en el funcionamiento del bloque y el debate a propósito del arancel externo común, dos de los temas dominantes en la agenda más actual del Mercosur, tienen una larga historia. Más allá incluso de la iniciativa imprevista de 2006 sobre la posibilidad de la firma de un tratado de libre comercio (TLC) bilateral entre Uruguay y Estados Unidos, finalmente desechada en medio de una fuerte controversia en setiembre, la demanda de “flexibilización” no desapareció como hipótesis ni como reivindicación dentro del Mercosur, aunque poco a poco fue perdiendo posibilidades reales de concreción, por razones tanto internas como externas.

Casi siempre para fundamentar a favor de esta posición, el principal argumento fue el señalamiento de las dificultades del bloque para negociar en conjunto ante terceros o para concertar intereses y posturas en foros multilaterales. El 17 de diciembre de ese mismo año 2006, en ocasión de la Cumbre del Mercosur celebrada en Brasilia, el entonces ministro de Economía uruguayo, Danilo Astori, defendió enérgicamente esta posición. “Así no podemos seguir. [...] Flexibilizar la posibilidad de que países integrantes del bloque tengan acuerdos fuera de la región con preferencias arancelarias. Esa es la mejor síntesis que yo podría hacer de esto. Esa es nuestra alternativa. Nosotros no nos vamos a bajar de esta propuesta”.

No se avanza con prepotencia y mucho menos con “deslizamientos” progresivos hacia una postura “antiargentinista”.

Más allá de que el tema de la “flexibilización” generó fuertes divergencias en el seno del oficialismo frenteamplista a lo largo de sus 15 años de gobierno (2005-2020), la postura explicitada entonces por Astori, aunque con controversias, persistió en la coalición de izquierdas. La alimentó en particular la ausencia de resultados, el vacío retórico y el incumplimiento predominante de los grandes en el funcionamiento del bloque. A modo ilustrativo y para marcar las posiciones de dos figuras distantes y en coyunturas diferentes puede recordarse el balance que el entonces presidente uruguayo José Mujica hacía en enero de 2014: “[Hay que] ajustar lo jurídico en lo posible a lo que somos y no a lo que soñamos que deberíamos ser. [...] El Mercosur [...] tiene que [...] revisarse a sí mismo, qué es lo que sigue vigente y lo que no sigue vigente. [...] Sería mejor que nos sinceremos, y si esos mecanismos no sirven tratemos de construir otros que sean flexibles, que respondan más a la época actual. Lo que no podemos seguir es en una especie de mentira institucional: tenemos una letra pero vamos por otro camino”. Más de dos años después, en marzo de 2016, Mujica continuaba insistiendo en que, si bien seguía apostando al Mercosur y a la integración como caminos insoslayables para el desarrollo regional, “ya no es tiempo de decir simplemente que no. Hay que marcar un rumbo propositivo”.

No es que hayan desaparecido en las filas del progresismo las visiones críticas, por ejemplo, a los fuertes condicionamientos de los TLC clásicos, en especial en asuntos estratégicos, como los balances comerciales para un desarrollo integral, compras gubernamentales, propiedad intelectual, tratamiento igualitario de empresas nacionales y extranjeras, formas de dilucidación de contenciosos, entre otros. Aunque los marcos de negociación han cambiado y en particular con China y con la Unión Europea parecen abrirse condiciones de mayor flexibilidad, las posturas críticas a este tipo de acuerdos persisten y mantienen fundamento. Al mismo tiempo, como advertía esta semana nada menos que el agregado comercial de la embajada de Estados Unidos en el país, la “obsesión” por los TLC no parece adecuarse al mundo de hoy: “En Uruguay –señalaba– el debate se plantea en términos un poco antiguos, de cuando los tratados de libre comercio estaban saliendo a principios de los años 2000”.1

El statu quo de los integracionismos paralizados en América Latina, sumado a los impactos de la pandemia y a todos los cambios ocurridos, hace tiempo que genera descontentos expandidos. Las posturas de quienes en el continente han exigido y exigen pautas de inserción internacional más autónomas, capaces de afirmar la conformación de cadenas de valor regionales, con desarrollos industriales y mayor agregación de valor, hace tiempo que han comenzado a evidenciar desaliento frente a la intocada dependencia de la exportación de commodities que han exhibido (y continúan exhibiendo) los países de la región. Para Uruguay, el Mercosur nunca puede ser “una zona ampliada de sustitución de importaciones”, sino una plataforma activa para pelear –en forma inteligente, realista y pensando en el desarrollo– un lugar en el mundo.

En suma, la “brecha de implementación” y “el hiato entre el diseño original y la práctica histórica” han sido una constante. Más allá de modalidades y estilos, las actuales posturas del presidente uruguayo Luis Lacalle Pou, representativas de un gobierno mucho más parecido a los del “primer Mercosur” que a los tres que se sucedieron durante la llamada “era progresista” (2005-2020), no resultan novedosas en relación con la posición de todos los gobiernos uruguayos de las últimas décadas. Sin embargo, en política internacional, las “formas” son también el “contenido”. Y la “diplomacia presidencial”, que siempre fue riesgosa, hoy lo es mucho más en el Mercosur, por razones obvias. Una vez más, se imponen la negociación y el pragmatismo.

No se avanza con prepotencia y mucho menos con “deslizamientos” progresivos hacia una postura “antiargentinista”. Tampoco declarando en forma unilateral lo que está jurídicamente vigente y planteando que el objetivo de Uruguay es “colarse entre los grandes”, a los “codazos si es necesario”, pero con el deseo de “permanecer en el Mercosur”. Claro que el bloque no puede seguir como está y la retórica integracionista ya no es admisible sin actos concretos. Pero, como siempre, hay que abrir bien los ojos y hacer bien las cuentas. También hay que hacerse preguntas exigentes. ¿Es cierto que hay un “mundo abierto” que espera por Uruguay? ¿Se puede tomar como el gran socio de los pasos que vienen a Jair Bolsonaro, con su recortado poder dentro mismo de su gobierno, con su impopularidad creciente y hasta con sus amenazas sobre si habilitará o no elecciones en Brasil el año próximo? Incluso, ¿se puede creer en un “pacto de caballeros”, cuando lo primero que debe probar es si lo puede hacer cumplir en su propio país? ¿Se mejoran de este modo las perspectivas de la negociación con la Unión Europea? ¿Alguien piensa que China se va a comprar semejante embrollo, detrás del sueño de Uruguay como “el gran hub en la región”? ¿Y todo apostando a la “gran oportunidad” del semestre de presidencia pro témpore de Brasil? Y, aunque en el discurso se niegue esa posibilidad, ¿se ha pensado en serio sobre las consecuencias de una ruptura del Mercosur?

Como siempre, pero tal vez como pocas veces, se necesita moderación, sensatez y pragmatismo. Por cierto que también firmeza, hasta “sentido de urgencia”, pero de manera más consistente y profesional. La cuestión es también si han perdido vigencia los principios tradicionales de la política exterior uruguaya, creados, entre otros, por Luis Alberto de Herrera y Alberto Methol Ferré, a los que dicen afiliarse algunos integrantes de la coalición de gobierno. Hay que recordar aquello de que ser uruguayo, en diplomacia y en política internacional, siempre ha sido más una “profesión” que una “condición”. Independientes siempre, entre Argentina y Brasil, para lo que también hay que evitar ser “un Gibraltar en el Río de la Plata”.


  1. Búsqueda, 15 de julio de 2021.