El mundo del trabajo parece haber tomado un rumbo definitivo en función de las necesidades del metabolismo del capital, venciendo los límites de la regulación estatal, imponiendo un nuevo orden civilizatorio, evidenciando el carácter universal de la burguesía. Su hegemonía se ensancha sobre el planeta y su racionalidad penetra los arrabales más recónditos y los lugares más íntimos.

La recesión generalizada en las economías centrales a mediados de los años 70 inauguró un nuevo escenario. La promoción hacia la apertura comercial fue parte de la estrategia para contrarrestar la crisis. Pero la crisis no fue novedad, porque ella forma parte del desarrollo desigual y combinado de la economía capitalista, como tampoco fue novedad que los países dependientes tuvieran sus crisis económicas como apéndice de esta otra crisis en los países centrales.

El derrumbe del Estado social en Uruguay fue determinado por la coyuntura económica mundial y acompañado de la corrosión de su legitimidad desde la derecha. La imposición de las nuevas condiciones se realizó en el marco de la Guerra Fría y con la participación de Estados Unidos en el llamado Plan Cóndor. La dictadura cívico-militar provocó un deterioro muy importante. En derechos humanos en primer lugar, pero además en un aumento como nunca de la pobreza, que llegó a 48%, con desempleo de dos dígitos, con aumento de la deuda externa, que se multiplicó por diez. Se deterioraron de modo general las condiciones de vida de los ciudadanos, lo que se evidenció en diversos fenómenos, entre ellos el surgimiento de asentamientos irregulares.

Uruguay en los últimos 60 años tuvo en promedio un desempleo próximo a 9%, con momentos en que hubo 17% y otros en que llegó a 6%. Nunca más pudo recomponer su integración social por medio del trabajo, como sí pareció haberlo hecho en algún momento. Pero también en los últimos 60 años se afianzó la mundialización de la economía, con estrategias de regionalización, y se conformaron acuerdos económicos y tratados de libre comercio. En el caso de Uruguay, la integración al Mercosur significó para la economía local un enorme desafío. Sobre todo para la industria manufacturera, que perdió miles de puestos de trabajo. En los años 90, a partir de las recomendaciones del Consenso de Washington, en nuestro país se dieron intentos de privatización, se amplió la tercerización del empleo y se realizó el desmonte de los Consejos de Salarios, creados en la década de 1940.

El inicio del siglo XXI continúa este proceso iniciado en la dictadura cívico-militar, consolidando el neoliberalismo como única salida posible para enfrentar tal coyuntura. Escenario representado como crisis inevitable y de inexorable apertura al flujo financiero mundial, ávido de rentabilidad en materias primas y brazos baratos. La búsqueda permanente de ampliación de los mercados es la demostración más cabal de la necesidad permanente de rentabilidad. Tras esta búsqueda y en el marco de la competencia mundial, se amplía la utilización a gran escala de nuevos mecanismos de apropiación del trabajo-mercancía, en formas de control directo a bordo de un barco que procesa el pescado en alta mar sin reglas de ningún Estado o por medio de un algoritmo que geolocaliza al trabajador y controla con ubicuidad “divina” su trabajo de delivery.

La revolución informacional generó, entre otras cosas, condiciones para el desarrollo de plataformas digitales que trascienden las fronteras nacionales y en que sus clientes (consumidores y empleados) son un número mayor que la cantidad de habitantes que puede tener un solo país.

Lo que había sido iniciado por Taylor, cronometrando los movimientos del obrero para su aprovechamiento racionalizado y planificado, tuvo un salto exponencial con la producción en cadena, la sociedad de consumo y la creación de la sociedad salarial con el fordismo, hasta que el freno de los años 70 convocó al naciente toyotismo. Este nuevo paradigma utilizaría el tiempo de trabajo y de producción de forma exacta, trasladaría a la periferia actividades para reducir costos y “reducir la grasa”, crearía la tercerización y redimensionaría a escala mundial la articulación productiva, para extraer con mayor eficacia la rentabilidad del trabajo explotado, conjugado con un notable avance de la tecnología.

La figura del emprendedor tomó protagonismo, como un nuevo héroe solitario. Se justifica y legitima el nuevo sujeto de la rentabilidad máxima para el capital.

Sin embargo, el siglo XXI tenía preparada una sorpresa más: el capitalismo de plataformas, a partir del desarrollo de los algoritmos, la uberización del trabajo, las aplicaciones de servicios y el manejo de datos masificados o big data. Esto ha precarizado aún más el ya castigado y transformado mundo del trabajo. Digamos que lo ha soltado de las riendas de la negociación, y además ha construido a un trabajador-empresa que deviene solitario responsable de un destino propio. La figura del emprendedor tomó protagonismo, como un nuevo héroe solitario. Se justifica y legitima el nuevo sujeto de la rentabilidad máxima para el capital, con una subjetividad dócil para este nuevo mundo de flexibilidad y ajuste permanente.

El trabajo es la categoría ontológica que nos define como especie, en tanto la socialización y el lenguaje provienen de la cooperación para trabajar. Los seres humanos que nacen en nuevas condiciones son consecuencia de ese salto colectivo. Su existencia sólo se explica como consecuencia de su sostén gregario. Esta capacidad se ha convertido en mercancía en los últimos 200 años. Lentamente, el avance de la propiedad privada ha convertido el trabajo en la única posibilidad para sobrevivir. La división del trabajo hizo de nosotros seres de complementariedad, para los que el trabajo del otro es parte del repertorio como humanidad que tenemos para vivir juntos. Pero el trabajo que necesita cada vez más el capital es el barato, para que le sea rentable la inversión. Por esta necesidad existe el tráfico de personas, maquiladoras y trabajo infantil. Así como también en los baldíos del mundo, donde no hay “inversión”, el trabajo sobra y sobrevivir solo es una suerte si se logra cruzar el Mediterráneo o El Paso. Esa capacidad humana hoy sobra como mercancía para los límites de la economía capitalista mundial y la ecuación de su rentabilidad, incapaz de ver más allá de sí misma.

Esta encrucijada debe ser atendida como dilema ético y no económico, desde la política y como administración de lo económico. Sin embargo, es presentado como una oportunidad económica despolitizada para que el capital se apropie de trabajo barato y luego derrame su prosperidad, y, por lo tanto, desestima la política y la ética, entendiéndolo como un asunto comercial y personal. El mundo humano, visto desde allí, parece reducido a la altura de las cosas, porque la burguesía es incapaz de ver la enorme posibilidad humana que ha creado. Sus ojos puestos en la rentabilidad le impiden mirar por lo alto, porque cada quien mira desde el lugar que ocupa en la producción de capital.

Alejandro Mariatti es doctor en Ciencias Sociales, investigador y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.