Desde la promulgación de la Constitución brasileña en 1988, los restos autoritarios de la dictadura cívico-militar han sido motivo de crítica. Desde el mantenimiento del aparato de inteligencia consolidado en la época, hasta el uso de la Ley de Seguridad Nacional para perseguir a los opositores, además de la permanencia de la presencia militar en el aparato estatal y en el proceso de toma de decisiones políticas.

Con la llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia hay una seria profundización de este proceso. Sin necesidad de tanques –como la última vez–, los militares han vuelto abiertamente y sin pudor a la mesa de decisiones, a los puestos bien remunerados y a los espacios que la redemocratización parecía negarles.

En este proceso, uno de los aspectos que llaman la atención es la cooptación y el reparto corporativo de los cargos públicos civiles en la administración pública entre los militares en activo o en reserva.

A principios de 2019, Bolsonaro nombró como ministro de Defensa a un militar, el general Fernando Azevedo e Silva. De esa manera, rompió con la tradición de nombrar a un civil para este ministerio desde su creación en 1999.

En febrero de 2020, por primera vez desde la reanudación de la democracia, un general se puso al frente de la Casa Civil, sumándose a la ya ocupada Secretaría de Gobierno y al Gabinete de Seguridad Institucional. A finales de 2020, cerca de la mitad de los ministros del gobierno federal eran militares y había más de 6.157 militares en activo o de reserva trabajando en la administración pública.

Además de conferir acceso al poder político, estos cargos suelen contribuir a un importante aumento económico de los salarios de quienes los ocupan.

Es representativo el caso del general Eduardo Pazuello, que siendo general militar en activo fue nombrado ministro de Sanidad durante la pandemia de covid-19, a pesar de no tener experiencia en el área. Con él, más de 20 militares ocuparon puestos clave en la cartera.

Durante su administración, el Ministerio de Sanidad se opuso a las medidas de confinamiento y al uso de mascarillas y fomentó la adopción de tratamientos inocuos y peligrosos, como la hidroxicloroquina.

Como han revelado las investigaciones del Congreso, se crearon numerosas barreras para la adquisición de vacunas y los datos de la pandemia, como el número de casos y muertes, “desaparecieron” del acceso público, ocultados a la sociedad por el ministerio. Durante su gestión al frente de la cartera, se registraron en el país cerca de 260.000 muertes por covid-19, además de tragedias como las 28 muertes por falta de oxígeno en Manaos.

Más allá de la desastrosa gestión, el caso del general Pazuello revela el alcance del corporativismo militar y su potencial para dejar impunes las ilegalidades más evidentes.

Poco después de dejar la cartera, con un nuevo cargo en la Secretaría General del Ejército y tras negar ante el Congreso Nacional las irregularidades en su gestión, Pazuello participó (sin máscara) en un acto político junto a Jair Bolsonaro. Todo ello a pesar de la prohibición de que “los militares en activo se manifiesten públicamente, sin estar autorizados, sobre asuntos de carácter político-partidista”, tal y como establece el Reglamento Disciplinario del Ejército y el Estatuto del Militar.

En vista de ello, el Ejército abrió un proceso administrativo para investigar su conducta. Aunque algunos militares criticaron públicamente la conducta del general, Pazuello no fue sancionado y el proceso fue archivado.

La militarización del gobierno, de la administración pública y de la política amenaza la democracia y los propios derechos humanos, como demuestra la gestión militar de la pandemia de covid-19 en Brasil.

Algunos senadores lamentaron la decisión del Ejército de no castigar al general y al exministro de Sanidad. Incluso ante tales reacciones, el Ejército brasileño no sólo no castigó a Pazuello, sino que estableció un secreto de 100 años sobre el proceso relacionado con el episodio.

El caso Pazuello revela la importancia de reflexionar sobre el papel y la responsabilidad de los militares en la esfera política. Sobre todo, en un contexto en el que cada vez más personas se implican en la vida política y en el que salen a la luz numerosas irregularidades, como las reveladas por la investigación sobre la covid-19 del Senado.

Además de la prohibición de las manifestaciones políticas públicas, el Estatuto Militar prevé el pase de oficio a la reserva remunerada (retiro) cuando el militar “supere los dos años de separación, continuada o no, acumulada por el ejercicio de un cargo público o de un empleo público civil temporal, no electivo, incluida la administración indirecta”.

Restringiendo esta hipótesis, Bolsonaro emitió en junio de 2021 un decreto que confiere carácter militar a los cargos y funciones “ejercidos por militares” en diversos órganos como el Tribunal Supremo (STF), la Procuraduría General de la República (AGU) y el Ministerio de Minas y Energía, e incluso empresas estatales. Con ello permite, en la práctica, que los militares en activo permanezcan en estos puestos de forma indefinida, ampliando y agravando aún más el proceso de ocupación de los espacios administrativos y políticos por parte de los miembros de las Fuerzas Armadas.

Como reacción a este proceso, han surgido iniciativas como la Propuesta de Enmienda a la Constitución (PEC) 21/21, que prohíbe que los militares en activo ocupen cargos civiles en la administración pública, ya sea en la Unión, los estados, el Distrito Federal o los municipios.

La PEC determina que, para ejercer estos cargos civiles, un miembro de las Fuerzas Armadas, de la Policía Militar o del Cuerpo de Bomberos que tenga menos de diez años de servicio debe apartarse de la actividad. Si tiene más de diez años de servicio, pasará automáticamente a la situación de inactividad al tomar posesión del cargo.

Actualmente, la Constitución no aborda la presencia de militares en cargos civiles, aunque restringe su elegibilidad en términos similares (retirada de la carrera para los que tienen menos de diez años de servicio y paso a la reserva para los que tienen más), lo que demuestra su preocupación por la implicación política de los militares en activo, incluso como forma de salvaguardar a las propias Fuerzas Armadas.

Esta preocupación no es infundada. La militarización del gobierno, de la administración pública y de la política amenaza la democracia y los propios derechos humanos, como demuestra la gestión militar de la pandemia de covid-19 en Brasil.

Es imprescindible regular y restringir la participación de los militares en activo en los cargos y funciones civiles de la administración y el gobierno, so pena de naturalizar la subversión del papel de las Fuerzas Armadas y de hacer permanente e irreversible el daño al equilibrio de las relaciones cívico-militares causado por el gobierno más militarizado desde el fin de la dictadura militar.

Andrés del Río es profesor adjunto de Ciencias Políticas en la Universidad Federal Fluminense y doctor en Ciencias Políticas. Juliana Cesário Alvim Gomes es profesora adjunta de Derechos Humanos en la Universidad Federal de Minas Gerais, y doctora y máster en Derecho Público. Este artículo fue publicado originalmente por www.latinoamerica21.com.