En la base del pensamiento y la acción se encuentra lo que generalmente llamamos principios. Sus contenidos se inspiran esencialmente en la ética, definida como el conjunto de conductas que –de acuerdo con los usos y costumbres, así como las trayectorias culturales de larga duración de una sociedad– están alentadas por sentimientos de bondad o de malicia, definidos, a su vez, por tales usos, costumbres y evolución cultural.
Se trata de factores que recorren largos tramos en la historia, aunque paradójicamente son relevantes a la hora de elaborar ideas que, por lo general, constituyen construcciones sistemáticas y –presionados por los cambios en la realidad social– experimentan reformulaciones en horizontes temporales más cortos. Esto no significa que las construcciones ideológicas carezcan de principios, esto es, que no tengan contenido ético. Significa, en cambio, que sin alterar la calidad de ese contenido, las posturas ideológicas pueden cambiar y que, frecuentemente, ello ocurre para fortalecer los principios asociados al contenido ético mencionado.
Un ejemplo sencillo puede contribuir a aclarar las consideraciones precedentes. La solidaridad y el altruismo pueden ser algunos de los valores asociados a la bondad que deriva del contenido ético de una determinada sociedad. Puede suceder que las ideas que se proponga en ciertas condiciones demuestren incapacidad para asegurar o mejorar la vigencia y el respeto de esos principios, y ello conduzca a cambios ideológicos que fundamenten políticas coherentes con la reafirmación y el fortalecimiento de los principios referidos. En un ejemplo como el planteado los principios no cambiaron. La bondad que representan en un código ético de esa sociedad, tampoco. Pero sí lo hizo la ideología a la que adhiere al menos una parte de la sociedad y –en función de las relaciones de poder– también la propia realidad social.
Creo que tener claros estos conceptos resulta crucial para cualquier colectivo social. Pero, por razones obvias, me gustaría referir el análisis al caso uruguayo y, en particular, a la situación del Frente Amplio. Hace tiempo que vengo sosteniendo la imperiosa necesidad de un análisis sinceramente autocrítico que, partiendo de la base de los errores cometidos, encare una renovación ideológica importante, una reformulación profunda de nuestra organización partidaria y un recambio generacional imprescindible.
Tan importante como señalar los tres grandes componentes del mencionado proceso autocrítico es percibir la fundamental interrelación que debe existir entre los tres. Por ejemplo, cuando se habla de una renovación generacional, hay quienes creen que se puede hacer sin una discusión previa de las ideas que es preciso actualizar, para que quienes accedan a responsabilidades en el diseño y la aplicación de aquellas puedan obtener resultados positivos para el país. La búsqueda y el hallazgo de capacidades humanas no pueden ser iguales para cualquier objetivo programático.
En el mismo sentido, por positiva que haya sido la búsqueda de nuevas ideas y nuevos responsables de llevarlas a la práctica, si no construimos una organización que nos permita trabajar en sintonía con el pueblo frenteamplista, captando con sensibilidad sus aspiraciones, las nuevas ideas quedarán en eso y no en resultados, y los compañeros y las compañeras encargados de la acción y de portar los estandartes sentirán la desazón de la frustración.
Aunque venimos bastante atrasados respecto de la necesidad de encarar estos aspectos angulares para el Frente Amplio, también quiero destacar que en determinadas circunstancias de nuestros 50 años de historia fuimos capaces de renovaciones muy importantes acerca de aspectos sustanciales de nuestra realidad nacional, lo que nos debe alentar para crear condiciones que tengan una cobertura mayor al respecto.
Un ejemplo muy relevante respecto de la afirmación precedente es el que refiere al papel de los servicios en la actividad productiva y –a través de esta última– en las condiciones fundamentales de la vida de los uruguayos, como el empleo, la salud, la vivienda y otros derechos esenciales de similar estatura.
Ante todo, digamos que cuando me refiero a los servicios estoy incluyendo a los que históricamente consideramos tradicionales y, por otro lado, a los que han venido creciendo en los últimos tiempos al compás de la apertura creciente en la economía mundial, así como de la presencia cada vez más relevante del progreso tecnológico en la gestación y la expansión de sus actividades.
En el caso uruguayo, los servicios tradicionales comprenden los vinculados al turismo y la producción logística, en tanto que con la identificación de “globales” agrupamos a aquellos que han venido cobrando un creciente protagonismo en los últimos tiempos al amparo de los factores de impulso ya mencionados. En esta definición cabe incluir a las actividades vinculadas a la tecnología de la información, el desarrollo de procesos de investigación, asesoramientos especializados en materia jurídica y financiera, así como los estudios que tienden a profundizar el conocimiento referido a distintas áreas asociadas a la salud humana.
Durante buena parte de nuestros 50 años de historia, una importante proporción de sectores y militantes del Frente Amplio rechazaron –o al menos subestimaron– la importancia de los servicios en la sociedad uruguaya. En muchos casos se llegó a plantear una dicotomía entre un país productivo y un país de servicios, lo que en buen romance significaba afirmar que estos últimos no aportaban a la producción nacional.
Negar el área de los servicios dentro de la actividad productiva era una definición ideológica que contradecía claramente lo que ocurría en la realidad. Por lo tanto, se necesitaba una imprescindible renovación.
Pero a la larga terminó ganando la realidad nacional y el comportamiento de los servicios como parte de ella. Y digo esto porque, como tantas veces he insistido, tal realidad y sus componentes son los que deben alimentar las construcciones ideológicas y sus cambios a lo largo del tiempo. Negar los servicios era una definición ideológica que contradecía claramente lo que ocurría en la realidad. Por lo tanto, se necesitaba una imprescindible renovación que alineara la actitud de la izquierda con un contexto que rompía los ojos, mostrando un sector de extraordinario y creciente dinamismo, y generador evidente de mejores condiciones de vida para los uruguayos.
Si comenzamos por los servicios tradicionales, digamos que los que están asociados al complejo turístico han alcanzado un aporte de alrededor de 7% al producto interno bruto y constituyen –corrigiendo la información por el efecto de la pandemia– el principal rubro exportador del país, ocupando además lugares de destaque mundial por tratarse de uno de los casos en los que el turismo receptivo ha llegado a alcanzar un nivel similar al de la población total.
Estas apreciaciones no suponen desconocer las importantes dificultades que están afectando hoy las actividades turísticas como consecuencia de los efectos acumulados de la pandemia, errores en el manejo de la política monetaria local y desequilibrios macroeconómicos agudos en nuestro principal cliente, que es Argentina. Significa observar esta área de la realidad nacional como debe ser, esto es, desde una perspectiva estructural y potencial que pone el acento en los rasgos de larga duración.
Quizá como compensación por el fracaso del proyecto federal artiguista, y sin olvidar la influencia decisiva de la diplomacia británica –que tenía la clara consigna de buscar consumidores y no súbditos–, el territorio uruguayo tiene una ubicación privilegiada, especialmente dotada para servir como puerta de acceso y salida respecto de nuestros grandes vecinos. Ese es el escenario que genera enormes oportunidades de actividad, trabajo y mejora de condiciones sociales a través de la producción de servicios logísticos.
Si observamos el comportamiento de los llamados servicios globales, surge nítidamente el rápido y calificado avance de la producción de tecnología de la información, la que al tiempo de mejorar la articulación de la producción uruguaya a cadenas de valor con creciente contenido tecnológico, con el impacto que ello significa sobre la creación y la calidad del empleo, ha convertido a Uruguay en el principal exportador per cápita de productos de este sector en América Latina, seguido por Costa Rica a una considerable distancia. A ello cabría agregar que ha jugado un papel fundamental en la apertura del mercado estadounidense a nuestra producción.
Hace ya tiempo que tanto el Frente Amplio en su trabajo programático como la opinión largamente mayoritaria del pueblo frenteamplista, incluyendo a los sectores partidarios y militantes en general, han dejado de rechazar, desconocer o subestimar esta contundente realidad. Es muy importante comprobar que renovaciones ideológicas como esta son posibles, lo que alienta la esperanza y el trabajo para asegurar una cobertura mayor de la realidad en la que vivimos y –especialmente– la que viviremos en el futuro.