Corría el año 1963. Unos pocos meses antes había asumido el segundo gobierno colegiado con mayoría del Partido Nacional. El 27 de junio, el diputado colorado Julio María Sanguinetti planteó en sala una cuestión de fueros, que fue apoyada por unanimidad según consta en la versión taquigráfica de la sesión, por haber sido víctima de interceptación de llamadas telefónicas. La transcripción de una llamada que mantuviera en Montevideo con un político argentino de la Unión Cívica fue publicada en un medio de prensa en Buenos Aires, lo que motivó la acción parlamentaria de Sanguinetti, al entender que “están comprometidas las libertades individuales fundamentales que nuestro país ha mantenido a lo largo del tiempo como una de sus tradiciones más queridas”.
Un diputado blanco propuso de inmediato convocar al ministro del Interior, quien se hizo presente esa misma jornada y aprovechó para solidarizarse con el denunciante ante lo que consideró un delito grave, pero que tanto él (como ministro) como el jefe de Policía desconocían. “Estamos frente a un delito, a un delito grave; frente a un delito que se debe averiguar y reprimir. Sobre lo que llamo la atención es sobre que esto no permite sostener que los teléfonos del Uruguay están intervenidos; han sido intervenidos uno, dos, tres o 50 teléfonos por parte de ciudadanos uruguayos o extranjeros, particulares o inclusive por funcionarios públicos -no soy adivino-; se ha delinquido, y en la medida en que se pueda individualizar al autor y probar el hecho, será castigado”, afirmó el ministro.
El tema incluso derivó en la creación de una comisión investigadora, que funcionó por lo menos hasta setiembre de ese año, sin generar nuevos hechos políticos.
El expresidente Sanguinetti no se refirió más al tema en su obra escrita, particularmente en La agonía de una democracia ni en los artículos de El cronista y la historia. Pero vale destacar lo que sí argumentó aquella tarde de junio de 1963 para fundamentar que no sólo sus derechos políticos habían sido vulnerados, sino también los fueros del conjunto de la Cámara de Diputados. “Lo que nos importa a nosotros es la comprobación de que en el Uruguay los teléfonos están intervenidos, la comprobación de que se está violando un derecho fundamental que establece nuestra Constitución [...] ¿Qué ciudadano de este país puede sentirse tranquilo cuando se comprueban hechos como este?”, preguntó Sanguinetti. Los seguimientos de dirigentes políticos por parte del gobierno de turno no son nuevos en nuestra historia. Independientemente de los objetivos con los que se haga este tipo de operaciones, sí se puede afirmar que nunca terminan bien, ni para los investigados ni para los investigadores. Aunque después no se quiera hablar más del tema, tanto “inteligentes” como “inteligenciados” suelen compartir los efectos del barro de la política.
En la actual cadena de hechos vinculados a la caída del exjefe de la custodia presidencial (alías “el Fibra”), está en juego la credibilidad del gobierno. Cada semana que pasa trae una información más grave que la anterior, pero el seguimiento y la elaboración de “fichas” personales de dos senadores del Frente Amplio puso el problema en otro nivel, bastante más complicado que lo que ya se venía sabiendo. A esta altura ya es difícil imaginar la siguiente derivación en torno a todo este gran esquema de ilicitudes.
Cada vez son más áreas de política pública las afectadas a esta investigación: Secretaría de Inteligencia, Ministerio del Interior, Prosecretaría de Presidencia, Ministerio de Relaciones Exteriores, Dirección Nacional de Identificación Civil, Dirección Nacional de Aduanas, Ministerio de Defensa, Policía Nacional, UTE, y la lista promete seguir creciendo. Lo que quedó por el camino es la transparencia que este gobierno prometió para su gestión.
El presidente debería reconocer que funcionarios de gobierno con responsabilidades están tocados en un esquema de tráfico de influencias, comisiones y usos particulares de recursos públicos. Algo que todavía no hizo.
Todo eso queda en un plano distinto respecto de la utilización de recursos públicos para abordar el trato a integrantes del partido de la oposición. El uso de los recursos de la Policía, de efectivos policiales, de contactos con jerarcas policiales, con finalidades políticas, es un camino de ida que no sabe hasta dónde puede llegar. Y esto no es nuevo. El seguimiento a dirigentes políticos y sociales se denunció con motivo de la campaña contra la ley de urgente consideración (LUC) en junio del año pasado. No se puede naturalizar ni tampoco menospreciar este hecho.
Con respecto a las fichas sobre los senadores Mario Bergara y Charles Carrera, el presidente preguntó a los periodistas el miércoles: “¿Qué tiene que ver esto con el gobierno?”. Para empezar, el -su- gobierno es responsable de la seguridad de dos integrantes del Poder Legislativo. Pero además, en un contexto en el que es común escuchar a dirigentes y analistas lo mal que le hace la grieta al sistema democrático y a la convivencia política, escuchar de boca del presidente de la República el negacionismo de la vinculación del gobierno con el hecho en sí es bastante chocante. Asoció esta “supuesta” investigación privada de dos políticos a una acción de “manija” contra el gobierno, y salió desafiante para adelante advirtiendo que les mandaría un whatsapp a los manijeros cuando la Justicia se expida. No sólo relativizó el hecho; asignó intenciones de desestabilización (la manija) y canchereó para el futuro. El contraste con la imagen del presidente en alguna de las conferencias de prensa en la Torre Ejecutiva es sorprendente.
Lo que se busca con la tesis de la desestabilización al gobierno es dejar de lado la posibilidad de pensar la desestabilización del sistema democrático por parte del gobierno, que es ni más ni menos que lo que ocurrió con el seguimiento político usando recursos públicos a dos (¿sólo dos?) integrantes de la oposición.
Contraatacar con la idea de que la oposición procura desestabilizar al gobierno puede ser una línea coherente para la barra brava del oficialismo, pero no para aquellos que busquen encauzar el relacionamiento del sistema democrático. En esta segunda línea -y no en la primera- debería ubicarse el presidente, pero para ello debería reconocer que funcionarios de gobierno con responsabilidades están tocados en un esquema de tráfico de influencias, comisiones y usos particulares de recursos públicos. Algo que todavía no hizo.
Sebastián Valdomir es sociólogo y diputado del Frente Amplio, MPP-E609.