Las noticias sobre el escándalo que involucra al exjefe de la custodia presidencial –y con él, a buena parte del gobierno– se suceden a velocidad de vértigo, y eso dificulta un análisis con la distancia y la calma que los asuntos institucionales exigen, tanto como facilita las reacciones indignadas, la frustración y la furia. Sin embargo, con lo que hay hasta el momento ya es posible decir algunas cosas. La primera la ha dicho todo el mundo: la ubicación de Alejandro Astesiano en esa posición fue, como mínimo, un error inexcusable. Es imposible que el presidente de la República y su entorno ignoraran los antecedentes de Astesiano, y si los ignoraban no veo cómo se podría confiar en sus capacidades para estar al frente de una nación.

Astesiano no les era desconocido, por otra parte. Llevaba décadas al servicio de la familia Lacalle y del herrerismo, y durante esas décadas fue investigado por delitos comunes de todo tipo y color, y no sólo no era un secreto sino que hasta había sido señalado por la prensa: en agosto de 2020 por Caras y Caretas; en setiembre de 2021 informaban sobre el tema Informativo Sarandí y la diaria. Nadie en el gobierno pareció preocupado, sin embargo, y cuando su jefe de custodia, un año después, fue detenido en la residencia presidencial, Luis Lacalle Pou, dice, fue el primer sorprendido. Asombroso.

De ese primer desastre se desprenden muchos otros que tienen que ver con las potestades que tiene un jefe de custodia y que nunca debieron haber estado al alcance de una persona con antecedentes penales (porque sí, efectivamente, además de indagado Astesiano había sido procesado en dos oportunidades por delitos comunes).

Sin embargo, ni la improcedencia de que ocupara ese puesto ni la corrupción que lo llevó a ser detenido en el marco de una operación por falsificación de identidad llevada adelante por Interpol se acercan a la magnitud del escándalo que se va revelando a medida que se conocen sus intercambios a través de Whatsapp. Espionaje a favor de empresarios privados con recursos del Estado; uso de las cámaras del Ministerio del Interior sin orden judicial; legajos policiales de varias personas con finalidades que aún se investigan; espionaje de senadores de la República con fines extorsivos; intercambio de información de personas públicas con fines de desacreditación por sus expresiones políticas; uso de los recursos de la Policía para vigilar y amedrentar al novio de su hija y, en fin, ida y vuelta de favores de todo tipo. Es innecesario repasar todo lo que ya ha sido informado, no sólo porque ya ha sido informado sino porque el amontonamiento de hechos con apariencia delictiva, aunque impactante, no es en sí mismo imprescindible: bastaría una sola de estas acciones para poner a todo el gobierno en una posición más que frágil.

A todo esto, más que la cara de nada que pone Luis Lacalle, sorprende el cerco de impunidad y control de daños a su alrededor, que incluye en primer lugar a la fiscal Gabriela Fossati, empeñada desde el primer minuto en asegurar que el presidente fue el primer perjudicado, y que en varias formas ha dejado claro que estaría más contenta si no tuviera que hacerse cargo de la causa. La transcripción, publicada por El País, del interrogatorio de Fossati a la secretaria privada de José Mujica, María Minacapilli, a la que citó como testigo, da cuenta de su empecinamiento en hacer ver como sospechosa una situación corriente. Pero sobre todo, llama la atención la afirmación categórica de Fossati sobre el origen de la falsificación de pasaportes: “Le puedo asegurar que empezó en 2013”, dice, como si fuera normal que una fiscal diera esa información a una testigo en el curso de un interrogatorio.

Las sorpresas continúan cuando admite que en el pedido cursado a Policía Científica para que obtuviera el contenido del celular de Astesiano pidió expresamente que se excluyeran los intercambios entre el presidente y el indagado. Alude para justificar esa desconcertante decisión a la “investidura presidencial” (como si los presidentes estuvieran, por el hecho de serlo, fuera del alcance y el interés de la Justicia) y a la posibilidad, puramente virtual, de que hubiera entre esos intercambios algo que afectara a la vida familiar del presidente. Insólito, pero no más insólito que la declaración de este jueves en su cuenta de Twitter: “Presidencia es la única institución que ha demostrado preocupación, que ha sido proactiva, que me ha entregado información sin que lo hayamos pedido, porque no tenía ni tengo fundamentos para hacerlo hasta ahora”. Caramba. Y una pensando que tal vez el hecho de que el celular incautado fuera de Presidencia, de que el formalizado fuera el jefe de la custodia presidencial, de que tuviera acceso a información y recursos privilegiados del Estado y de que manejara todo ese negocio desde el cuarto piso de la Torre Ejecutiva, sede de Presidencia de la República, podría ser un fundamento.

De ese primer desastre se desprenden muchos otros que tienen que ver con las potestades que tiene un jefe de custodia y que nunca debieron haber estado al alcance de una persona con antecedentes penales.

Pero digamos que las cosas no terminan aquí. Preguntado sobre la exclusión de los chats entre él y su jefe de custodia en el pedido de la fiscal, el presidente dice que no hizo semejante solicitud, pero admite que sí la hizo su ministro del Interior, Luis Alberto Heber. “Sé que transmitió la preocupación de la reserva de las conversaciones privadas, familiares, personales del celular”, dijo. El doctor Luis Alberto Heber, perteneciente al más rancio linaje nacionalista y pariente por línea paterna de Luis Alberto Lacalle Herrera, fue aspirante a presidenciable por el Partido Nacional pero renunció a esa posibilidad para impulsar la candidatura de Luis Lacalle Pou en 2014. Integró el Parlamento en forma continua desde 1985 y solamente dejó su lugar cuando, en 2020, fue convocado para integrar el Ejecutivo a cargo de la cartera de Transporte y Obras Públicas. Fue con él a la cabeza del ministerio que se firmó, a toda velocidad, el acuerdo que le entrega la operativa de contenedores en el puerto de Montevideo a la empresa belga Katoen Natie hasta 2050.

Cuando el doctor Jorge Larrañaga falleció, en 2021, Heber fue designado por el presidente para ocupar su lugar en el Ministerio del Interior. Es un ministro proactivo en varios aspectos: se trasladó hasta Durazno en marzo de este año para mostrar su respaldo a dos policías que comparecían ante la Justicia por la muerte de un motociclista (hace un mes el Tribunal de Apelaciones confirmó la condena de uno de ellos por homicidio culpable; el otro resultó absuelto), se apresuró a decir que el presidente había sido engañado en cuanto a los antecedentes de Astesiano (y separó del cargo a Gonzalo Vázquez, director de Identificación Criminal), permitió que el subdirector de Policía y el director de la Dirección de Fiscalización de Empresas del Ministerio del Interior (ambos subordinados a su mando) se negaran a presentarse ante la Justicia en octubre, cuando fueron citados (y ahora que están siendo investigados no encuentra elementos para sacarlos de sus puestos), y solicitó a la fiscal Fossati que mantuviera al presidente al margen de la exploración del celular de Astesiano, por ejemplo. Y todo lo hace con ese aire de quien puede decir cualquier cosa porque está más allá de las leyes de lo razonable (y si no, recordemos los balbuceos en el Parlamento para justificar las fallas de seguridad de Identificación Civil, hackeada porque hay “computadoras de 1967 con Windows más actualizado que lo que permite el software”). Tiene un lugar asegurado por nacimiento y por lealtad, y está en condiciones de hacer el ridículo si es necesario para preservar la imagen del presidente.

Mientras todo esto pasa y nos vamos habituando al disparateo y a la trivialización de cosas que deberían ser inadmisibles, el gobierno sigue su marcha y avanza en la entrega de vastas áreas del Estado a los sectores privados, promueve una reforma jubilatoria que sólo reclama sacrificios a los trabajadores, impone un modelo educativo empobrecedor y autoritario y finge demencia ante la vulnerabilidad de sus sistemas de seguridad, atacados por todos lados. En estos días se volvió a repetir el cliché de que lo político de ninguna manera puede estar por encima de lo jurídico, y al mismo tiempo que se dice eso se muestra la fragilidad de cualquier investigación judicial que pueda alcanzar a las autoridades. Es esperable que conforme avance el conocimiento que la población tiene del astesianogate empiecen a aparecer asuntos sórdidos que puedan achacarse a algún oscuro integrante de gobiernos anteriores o a figuras de segunda de la oposición. El resultado, muy probablemente, será la pérdida de confianza ya no sólo en la política sino también en la Justicia. Una convicción desencantada de que lo mejor sería que se fueran todos, y detrás la esperanza de que alguna figura fuerte llegue para poner orden.

Esperemos que no. Hagamos lo posible para que no.