Cuando se acerca la Navidad, que supuestamente tiene que ver con la celebración del nacimiento de un niño, vale la pena recordar que hace poco, en noviembre, fue un nuevo aniversario de la firma de la Convención de los Derechos del Niño, acuerdo alcanzado el 20 de noviembre de 1989 por casi todos los países, con las excepciones de Estados Unidos y Sudán del Sur.

De todos modos, esta celebración pasa desapercibida para la mayoría de la población, que está mucho más atenta al día comercial del mes de agosto y a los regalos que podemos comprar en estas fechas de Navidad o de Reyes Magos (si el presupuesto lo permite). ¡Si rendirá el uso comercial de la infancia!

Esa Convención estableció algunos principios fundamentales, que cuestionan profundamente la mirada que los adultos tenemos en relación a niños, niñas y adolescentes. Estos principios tienen que ver con la protección integral; el derecho a la vida, la supervivencia y el desarrollo; la no discriminación; el derecho a opinar y participar; la priorización del interés superior del niño y la niña.

Si miramos el panorama mundial, la situación es decepcionante. Las situaciones de injusticia y desigualdad llevan a que millones mueran cada año como resultado de las guerras, las hambrunas, la falta de agua, las enfermedades, los problemas alimentarios, la pobreza. Un informe de Unicef decía que en 2017 murieron 5,4 millones de menores de cinco años, a los que habría que sumarles un millón más que tenían entre cinco y 14 años.

Otros millones tienen problemas de desarrollo, falta de saneamiento y condiciones de higiene adecuadas, dificultades de acceso a la educación, sufren la violencia en sus distintas dimensiones.

La buena noticia es que hay una tendencia descendente en la mortalidad global, pero se está muy lejos de alcanzar condiciones de justicia social, sobre todo en los países de menor desarrollo.

Ante esta situación abrumadora, los problemas de Uruguay podrían parecer insignificantes, pero no lo son. Estar entre los países con mejores indicadores en América Latina no borra las desigualdades ni le saca importancia a un abanico de situaciones a resolver, entre las que están las violencias.

Cuando analizamos las políticas nacionales en relación a la infancia y la adolescencia, con frecuencia escuchamos decir que si niños, niñas y adolescentes votaran, tendrían una mayor prioridad en los presupuestos y las acciones que se adoptan.

Les propongo un sencillo ejercicio: tomando en cuenta que el Parlamento está compuesto por la Cámara de Senadores con 31 miembros y la de Diputados con 99, ¿podrías nombrar a cinco parlamentarios que hablen de estos temas o hayan tomado iniciativas? Y de esas personas, ¿cuántos son varones y cuántas son mujeres?

Este ejercicio podríamos continuarlo con relación a los ministros o los intendentes. Al espacio que se le dedica en los medios de comunicación, a periodistas que muestren un especial interés a la hora de decidir qué temas tratar en sus programas y a quiénes entrevistar.

Entre quienes trabajamos y militamos en favor de los derechos de niños, niñas y adolescentes existe la convicción de que este no es un tema prioritario en la agenda pública y que sólo toma alguna visibilidad cuando surge algún proyecto de ley (por ejemplo, tenencia compartida, adopciones) o se da un hecho relevante (por ejemplo, el niño cero falta, niños asesinados por su padre, beba aparece abandonada en una volqueta, adolescente cometió un asesinato), o se difunden estudios de interés (empeora la pobreza infantil, hay inseguridad alimentaria, preocupan los suicidios adolescentes, se denuncian más casos de violencia).

Por supuesto que para quienes trabajan en la educación, o están en la atención de la salud, o forman parte del Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay (INAU) o de algunos programas del Ministerio de Desarrollo Social (Mides), o trabajan en la justicia de Familia, en la Defensoría o en la Fiscalía, o bien están en organismos internacionales como Unicef o el Instituto Interamericano de Niños, Niñas y Adolescentes, es cotidiana la lucha para que “los derechos sean hechos”, y la Convención no quede atrapada en una maraña de artículos y legislaciones aprobadas, de relativo cumplimiento. Porque no sirven de mucho las leyes si no van acompañadas de decisiones políticas, inversiones presupuestales, cambios culturales, movimientos sociales que muestren avances en la práctica. Y este es un proceso que lleva muchos años, con logros y retrocesos en la búsqueda de que la Convención nos convenza, y se haga cada vez más parte de nuestra vida cotidiana.

Y sin embargo...

Uruguay tuvo grandes avances, luego de una demorada aprobación del Código de la Niñez y la Adolescencia, que fue votado en setiembre de 2004, casi 15 años después del acuerdo internacional.

En los gobiernos del Frente Amplio (2005-2020) hubo un incremento significativo de la inversión en el gasto público social, y particularmente en infancia y adolescencia, tanto en lo relacionado con el sistema educativo como en la creación del sistema integral de salud, la mejora presupuestal del INAU, la creación de Uruguay Crece Contigo, la posterior creación del Sistema Nacional de Cuidados, que tuvo entre sus prioridades la expansión de los servicios de primera infancia, particularmente en los CAIF (Centros de Atención a la Infancia y las Familias). Bajó la pobreza, mejoraron los índices de alimentación y desarrollo, se redujo el embarazo adolescente, se amplió una diversidad de programas y servicios.

Algunos de ellos cerraron en los últimos dos años, otros se enlentecieron en su ejecución, y otros problemas crecieron, como los de la pobreza, la inseguridad alimentaria, o las denuncias sobre situaciones de violencia, maltrato y abuso sexual, explotación sexual.

Me da la impresión de que las transformaciones políticas duraderas hacia estructuras sociales más justas e igualitarias sólo nacerán de una vida cotidiana en la que se ejerciten los poderes desde el comienzo de la vida, y no se esté esperando cumplir los 18 para tener derecho a votar.

Más allá de estas variaciones, hay temas estructurales que tenemos que encarar que hacen a las desigualdades de género y las generaciones, a la distribución de la riqueza, a la creación de un sistema efectivo de cuidados, a crear las condiciones para una vida más digna de las familias de menores ingresos, donde nace y crece un porcentaje importante de niñas y niños.

¿Algo de esto se podría modificar si votaran?

A participar se aprende

Cuando nacemos, lo hacemos dentro de estructuras organizativas verticales y jerárquicas, en situaciones de extrema dependencia para poder sobrevivir. La primera de esas estructuras es la familia, con cierta distribución de roles en la que prevalecen los de la madre y el padre (con sus variaciones), y a la que se suman los de hermanas/os, abuelas/os, tías/os y demás adultos cercanos que nos proveerán de alimento, abrigo, cuidados, afectos. Se va creando un tejido inseparable entre las necesidades “materiales” y “afectivas”, y esa es una red que nos sostiene y nos sirve de apoyo para crecer; una trama vincular en la que aprendemos a relacionarnos, explorar, jugar, intercambiar gestos y miradas, y que nos va disciplinando para vivir una autonomía progresiva.

Estos procesos no se dan en el aire: se concretan en cada familia, y a su vez están impregnados de la cultura, los valores, las situaciones económicas y sociales de ese entorno inmediato, y del país en que nacemos. No es lo mismo nacer en Uruguay que en India, en China o en Noruega, aunque haya algunos elementos esenciales que podemos identificar en el desarrollo infantil. Y dentro del propio país, habrá grandes diferencias según la clase social, la región, la situación familiar.

Esa relación jerárquica adulto (madre, padre)-niño/a se va reafirmando en el tránsito por otros espacios institucionales: la escuela (maestra-alumno), el trabajo (jefe-trabajador), la salud (médico-paciente), la justicia (juez-indagado), el fútbol (director técnico-jugador), la política (político-votante), entre otros.

Este crecimiento en un mundo normatizante y disciplinador también nos permite algunas experiencias grupales, de apertura al mundo de los “pares”, los semejantes y, a la vez, diferentes. Podemos ser parte del grupo de hermanos, de los compañeros de clase, de los que trabajan en un mismo sector o una misma empresa, de los que integran el equipo de fútbol, van al club, hacen expresión plástica, tocan instrumentos musicales, están afiliados a un sindicato o son parte de una iglesia.

En esos nuevos vínculos e interacciones vamos poniendo en cuestión y nos empezamos a separar del entorno en el que nos criamos, pero es una separación relativa, ya que los primeros años tienen un enorme peso en la construcción de nuestra vida psíquica, y de una u otra manera estarán en nosotros hasta la muerte.

La adolescencia dará una buena mano en el cuestionamiento y la búsqueda de proyectos de vida más propios.

¿Qué tendrá que ver esta apretada y esquemática síntesis con la política? Que la política se aprende desde la primera infancia, porque desde que nacemos se consolidan relaciones de poder sostenidas en estructuras organizativas que generalmente no percibimos como tales.

Que nos criamos en la dependencia, y, por lo tanto, las actitudes, valores y normas que nos imponen se dan en una relación asimétrica que está naturalizada.

Que aprendemos cómo ser niñas y varones, rosadas o celestes, si podemos llorar o podemos pegar, si valemos más o somos burros, si somos solidarios o egoístas.

Por eso vale la pena preguntarse cómo usamos el poder adulto, y cuánto está relacionado con nuestras experiencias infantiles y adolescentes; cuáles son las capacidades que desarrollamos para cuestionar los modos de ser y pensar en los que fuimos educados, y las que tenemos para ir construyendo caminos propios (siempre empedrados y llenos de obstáculos a superar).

¿Promovemos que niños y niñas jueguen, investiguen, hablen, opinen, decidan, hagan? ¿Favorecemos los procesos de autonomía? ¿Admitimos errores como parte del aprendizaje? ¿Podemos explicar y dialogar cuando damos una orden, o todo es “porque sí” o “porque yo lo digo”?

Para tomar decisiones hay que pasar por la experiencia de tomar decisiones, y esto a lo largo de toda la vida. Hay que cuestionar los modelos dominantes para poder construir realidades diferentes, o más bien, hacer ambas cosas a la vez. Ver la diversidad, tener empatía, ponerse en el lugar de otros y otras.

El sistema capitalista es muy poderoso, pero antes lo fueron otros sistemas que rigieron la vida política y social, promoviendo la subordinación más que la participación.

Participar implica cierto ejercicio del poder. No de ese poder centralizado, siempre todopoderoso, sino ese que tiene que ver con la capacidad que todos tenemos de influir sobre otros. Y también, de ser influidos. De mostrar nuestras ideas, lo que hacemos; tratar de convencer, aceptando lo que otros sienten y lo que tienen para decir, antes de tomar decisiones.

¿Qué nos pasa cuando somos adultos y empezamos a participar política y socialmente? ¿Cuánto tomamos en cuenta lo que vivimos en nuestra infancia y adolescencia? ¿Por qué se genera esa separación, y hacemos de cuenta que la vida política son reuniones, declaraciones, decisiones de gobierno, escindidas de lo que ocurre en nuestra relación de pareja o la dinámica familiar?

Me da la impresión de que las transformaciones políticas duraderas hacia estructuras sociales más justas e igualitarias sólo nacerán de una vida cotidiana en la que se ejerciten los poderes desde el comienzo de la vida, y no se esté esperando cumplir los 18 para tener derecho a votar.

Jorge Ferrando es psicólogo con formación en el campo social e institucional, ocupó cargos de responsabilidad en el INAU (2007-2020).