Se asesina la ciudad no sólo destruyendo, sino también construyendo. Ana Sugranyes

En los últimos tiempos ha concitado el interés de los medios de comunicación masiva la inquietud de algunos gobiernos departamentales, con respecto a ciertas inversiones inmobiliarias y urbanas. Esta inquietud se ve correspondida por recíprocas respuestas de vagos intereses empresariales, cuyo denominador común es la escala llamativa de las propuestas.

En Maldonado, es ya bien conocida la prolongada novela de las idas y vueltas con referencia al antiguo Hotel San Rafael, edificio de presunto interés patrimonial en que la iniciativa privada por preservarlo no encontró mejor medida que tirarlo abajo, bajo la promesa de reconstruirlo remozado, parodiado, replicado y coronado con un curioso artefacto arquitectónico de dimensiones colosales, todo esto con firma y promoción de autor. Parecería que la escala habitual de las inversiones de opaco origen argentino ya no sería acorde con el desarrollo de nuestro principal balneario, con lo que bien pudiera convocarse ahora a capitales no menos huidizos provenientes del primerísimo de los mundos, siempre y cuando se autorizara el consabido casino y una contundente excepción de altura construible.

Por su parte, en la bella ciudad de Salto, un grupo experimentado de inversores ha propuesto el desarrollo de una urbanización privada de dimensiones bastante considerables en extensión territorial. El pequeño detalle es que se transformaría una considerable extensión de suelo rural en suelo urbano, en contravención a lo previsto por el Plan de Ordenamiento Territorial vigente, por lo menos hasta que un importante inversor entienda por sí y ante sí que tal ordenamiento puede ser olímpicamente pasado por alto. Es que la normativa urbanística convencional tiene eso: se respeta hasta el momento en que el impacto de la promesa de empleo e inversión convenza a las inquietas autoridades departamentales a que se vuelquen a reconsiderar el asunto.

Por fin, también de la Heroica Paysandú llegan noticias: el gobierno departamental ha decidido contratar de forma directa al estudio holandés OMA, dirigido por el prestigioso arquitecto Rem Koolhaas, para la confección de un Máster Plan para el área costera de la ciudad, en una extensión de 350 hectáreas. Cabe destacar que el estudio no ha realizado trabajos en la región latinoamericana, mucho menos en el litoral uruguayo y que dispondría de apenas seis meses para realizar su tarea. Esta consiste, en lo sustancial, en el delineado de una propuesta de usos del suelo, con la sugerencia de resoluciones arquitectónicas y urbanísticas, sin contraer ningún compromiso con realización alguna, pero santificando toda la propuesta con el prestigio y aroma de una marca. El intendente sanducero ha caracterizado al colega holandés como el Mick Jagger de la profesión; esperemos que no nos saque la lengua.

El lector avisado ya habrá detectado el común denominador de estos casos, al menos con su agudo sentido del olfato. Acá hay gobernantes ansiosos por inversiones inmobiliarias en sus ciudades, inversores sagaces en la detección de oportunidades y unas ciudades inermes, amenazadas por la espalda por las solícitas atenciones del urbanismo de iniciativa privada.

El urbanismo depredador

Hay en estas propuestas un decidido afán por una arquitectura de objetos singulares y disruptivos en el paisaje urbano, unos enclaves exclusivos reservados para selectas poblaciones y, en definitiva, un urbanismo de grandes gestos de la iniciativa privada. Pero las ciudades son, antes que nada, comunidades de asentamiento, que se aplican de modo histórico a la elaboración constante tanto de la vida social urbana como del propio desarrollo de las infraestructuras y edificaciones. Las ciudades son puntos de encuentro y solapamientos de proyectos, de sostenidos desarrollos históricos, de valiosas formas patrimoniales. Las ciudades se construyen día a día, de modo incremental, sedimentario, moroso.

Pero en las ciudades de la fase tardía del capitalismo se observan penosos fenómenos tales como la segregación socioespacial, en donde se diferencia la población según unas precisas segmentaciones de nivel sociocultural de vida: enclaves privilegiados para ricos, cuidadosamente separados de los carentes barrios para el pobrerío. También se observan aleves avances privatizadores sobre el espacio público, peculiarmente en aquellas áreas que puedan ofrecer ventajas ambientales o simbólicas. Se vulnera día a día el legítimo derecho a la ciudad que tienen las grandes mayorías sociales en beneficio de los menos. Proliferan, así, contundentes impactos tanto ambientales como propiamente urbanísticos. Estas patologías urbanas y sociales no suelen, de modo ordinario, obedecer a ningún plan especialmente perverso de malévolos personajes, sino que son obra del mercado inmobiliario, pacífica y resignadamente aceptado. Sin embargo, en ciertas peculiares circunstancias algunas iniciativas propician de manera más aguda estos fenómenos, llevando las cosas al extremo del urbicidio.

El término urbicidio fue acuñado por primera vez por el autor Michael Moorcock en 1963 y designa una acción agresiva sobre la vida social urbana: “El urbicidio puede comprenderse a partir de dos concepciones. Por un lado, se comprende urbicidio como una práctica relacionada con los efectos devastadores que producen las guerras y conflictos en las ciudades y, por otro, al impacto que genera la gentrificación, las prácticas de regeneración urbana y la refuncionalización de las ciudades1.

Es preciso observar con atención y juicio crítico los modos en que el urbanismo de las grandes inversiones puede constituirse como un mecanismo depredador.

La gentrificación aludida es el fenómeno sociourbano por el cual, en ciertas condiciones, se desplaza población de modestos recursos de un área consolidada y venida a menos, sustituyéndola por otra población de mayores recursos mediante el acondicionamiento de las edificaciones históricas y la sustitución de inmuebles. En Montevideo, tenemos un caso especialmente hiriente en el Barrio Sur, en donde, durante la dictadura, grandes contingentes de la población afrodescendiente fueron expulsados de sus enclaves simbólicos como el conventillo Medio Mundo y el Barrio Reus Sur. En la actualidad, se ha operado una sustitución de poblaciones en beneficio de sectores de clase media. Al respecto, los urbanistas norteamericanos de los años 60 del siglo pasado acuñaron la locución: Urban Renewal Meant Negro Removal (Renovación urbana significa remoción de negros). ¿Grosería o cruel pintura de la realidad?

Es preciso observar con atención y juicio crítico los modos en que el urbanismo de las grandes inversiones puede constituirse como un mecanismo depredador. Es oportuno y prudente precaverse de las injurias a que se arriesga someter a las ciudades históricas con la irrupción agresiva de enclaves exclusivos, con la autosegregación de las élites, con la apropiación privada y privativa de capitales sociales urbanos. No es digno encandilarse con el prestigio rutilante de los tecnócratas bien dispuestos al servicio puntual del poder económico. No es decoroso someter la historia y la memoria urbana a los agravios de la prepotencia del dinero.

La ciudad ultrajada

El urbanismo depredador promueve una situación paradójica: se trata de construir desde la olímpica ignorancia de las realidades preexistentes, los instrumentos que le infligen a las ciudades hondas heridas de muerte. En la urbanización del capitalismo crepuscular los eventos singulares resplandecen con su mortecino fulgor: rebrillan triunfales sobre los despojos desechados de las ciudades históricas. A las ciudades vivientes, pululantes de energía popular, memoriosas en su cultivo de la convivencia, le sustituyen los espejados monumentos a la inversión criminal. Eso sí, todo muy grande, todo muy rápido, todo muy fuerte; como para merecer una medalla en las olimpíadas del agravio a la vida social.

Los oficiantes del urbanismo de iniciativa privada no cargan con ninguna mochila de desarrollo sostenible, ni con un mínimo de escrúpulo con respecto a la justicia social, ni con el tenue reparo de la prudencia filosófica. Se contentan con una delicada sensibilidad para los más recónditos deseos de los dueños del mundo, se complacen en ofrecer ingentes cuotas de talento a las fantasmagorías de las expectativas de rentabilidad, sirven puntualmente a quienes les dan de comer, sin incurrir en la indelicadeza de morderle las manos. Hay premios para ellos, naturalmente.

Las ciudades de hoy día son expoliadas. Los lugares urbanos, esas delicadas estructuras que aúnan pobladores con sitios construidos por y para la vida en común, languidecen en la miseria material y simbólica. Pero, por aquí y por allá, rapaces agentes económicos y profesionales acechan para encontrar el nicho de oportunidad en donde explotar el puro espacio mercantil. Van por el espacio construible, por el decisivo y mortal impacto sobre la ley del suelo urbano. Como lustrosos carroñeros.

Néstor Casanova es arquitecto


  1. A. Aguirre Moreno y E. Baez Gil, “Urbicidio: sobre la violencia contemporánea contra las ciudades”, Ágora. Papeles de Filosofía, vol. 40, nº 1, pp. 87-110, 2021.