Cuando esa máquina simulando piel tersa, o incluso horadada por un tiempo que le es ajeno, repita discursos generados por gobiernos o empresas. O nos recite, en una letanía burocrática, lo que queremos oír. Apenas cambiando algunas palabras, sumiéndose en el parafraseo: dijo, afirmó, sostuvo.

Cuando la máquina, tan eficiente, tan poco propensa a los errores (ortográficos, de estructura, de dicción) tome las redacciones, los estudios de televisión, los sitios de internet, definitivamente.

Cuando el universo absurdo de la previsibilidad y los gustos mayoritarios finalmente se imponga, sin apelación, sin excepciones. Y automaticemos la alegría, el temor, la ira. Y sepamos exactamente qué noticia esperar y en qué momento.

Ellas, ellos, seguirán buscando pruebas de que la vida es algo más que frases repetidas, aprendidas automáticamente. Seguirán asombrándose de la línea perfecta que traza un pájaro en el cielo, de la voz queda del viento. Querrán saber por qué son de ese color las hojas de los arces. Por qué frunce el ceño ese hombre que cruzó la calle. Cuál es la angustia que esconde la mujer que carga cajones.

Se preguntarán por qué hay cosas que no se dicen, dónde está lo que no se muestra, qué fuegos arden hoy para iluminar mañana. Incansablemente. Sufrirán el dolor de sus semejantes, querrán que la tierra sea más cálida, más amable, más nuestra. Y luego lo contarán, a pesar de saber que jamás lograrán conocerlo todo, decirlo todo, porque la vida es impredecible, inenarrable.

Pero se juntarán. Ensayarán su voz disonante ante las frases repetidas, armadas, bien recibidas de las máquinas. Peleando contra las unanimidades, susurrándonos lo que temíamos escuchar. Manteniendo viva la llama de lo humano. Aunque mueran de soledad e incomprensión. Aunque los maten el lucro y los sicarios.