Las normas electorales en Uruguay son muy satisfactorias en cuanto a las garantías para el acto de votar y el escrutinio. Sin embargo, otras disposiciones acerca de los procesos electorales tienen un considerable retraso, en comparación con otros países y en relación a la adecuación a los cambios tecnológicos y culturales.
Quizá las insuficiencias más importantes son las vinculadas con algunos factores previos a la votación, que inciden mucho en términos de calidad democrática. Entre ellos, el financiamiento de los partidos, cuya regulación carece de un contralor eficaz; y la formación de la ciudadanía para una recepción crítica de los mensajes, muy necesaria por el creciente avance de la falsificación de noticias y las técnicas de manipulación emocional.
La última carencia tiene especial relevancia durante la llamada veda de “propaganda proselitista”, establecida por la Ley 16.019 en abril de 1989, que siempre ha sido tan paternalista como arbitraria y que, debido a los cambios profundos de los medios de comunicación, se ha vuelto también contraproducente. Este tipo de prohibición, que nunca ha existido en muchos países y que tiene distintos alcances en aquellos donde rige, se apoya en varias premisas muy discutibles.
Se supone que es necesario proteger a la reflexión ciudadana de ciertas influencias durante los dos días previos a la votación, sin que se sepa por qué el período debe ser precisamente ese, en vez de uno menor o mayor. En todo caso, hay un claro menosprecio hacia la capacidad de discernimiento de personas adultas, habilitadas para decidir quién debe ser presidente, si hay que cambiar la Constitución o si corresponde dejar sin efecto lo que resolvió el Poder Legislativo.
Por otra parte, la ley abarca “cualquier tipo de manifestaciones o exhortaciones dirigidas a influir” en la decisión ciudadana. Esto puede aplicarse a la difusión de reflexiones, análisis o comentarios amparados por la libertad de expresión, y además se afecta en forma directa el derecho a la información, porque está prohibida expresamente la difusión de encuestas. Es por lo menos muy extraña la idea de que se decide mejor desde la ignorancia.
Por último, el texto aprobado hace 33 años se refiere a “los medios de difusión escrita, radial o televisiva”, de modo que está fuera de su alcance una gran variedad de comunicaciones masivas mediante internet, cada vez más utilizadas y cuyo control es inviable en una democracia.
En otras palabras, la prohibición afecta a medios que son legalmente responsables por lo que publican, y cuyo pacto con el público (no siempre cumplido) incluye la aplicación de criterios periodísticos para verificar y ubicar en su contexto las informaciones, pero no a aquellos que ofrecen garantías mucho menores, y que son justamente los preferidos para difundir mensajes falsos o engañosos.
Hace tiempo que esta ley debería haberse revisado. La vigencia de disposiciones ineficaces y ridículas contribuye muy poco al respeto por las leyes en general, y esto es especialmente grave cuando se trata de garantías electorales.