En Uruguay, desde que los mandatos presidenciales duran un quinquenio, el año del medio es llamado tradicionalmente “año bisagra”, porque en él suele comenzar un lento proceso que va disminuyendo la capacidad de llevar adelante proyectos gubernamentales.
Esto sucede porque distintos actores políticos se perfilan con miras a las siguientes elecciones y para ello toman distancia del núcleo duro en torno al presidente. El impulso inicial halla su freno y operan fuerzas centrífugas.
En el caso del actual gobierno nacional, la emergencia sanitaria, la crisis que trajo consigo y el referéndum contra la ley de urgente consideración fueron circunstancias muy atípicas, y es incierto el futuro inmediato de su agenda programática, pero parece claro que la perspectiva electoral empieza a incidir. La forma en que lo hace tiene que ver con el impacto de esas circunstancias imprevistas.
La alta votación del Sí el 27 de marzo mostró que la oposición no ha perdido capacidad de convocatoria, y esto es poco auspicioso para estrategias que busquen disputarle votos progresistas al Frente Amplio (FA). El botín mayor por el que compiten los partidos oficialistas son los votantes definidamente hostiles al FA, y corren el riesgo de desatender la zona fronteriza entre ambos bloques, que define hacia qué lado se inclina la balanza y en la que no alcanza con el Partido Independiente para prevalecer.
La emergencia sanitaria y la campaña por el No reforzaron el protagonismo excluyente de Luis Lacalle Pou, y no se avizoran alternativas de liderazgo potente en el Partido Nacional (PN). Entre sus aliados se acentúa la tentación de centrarse en quitarle votantes, y así aumenta el riesgo señalado en el párrafo anterior. A la vez, en la minoría del PN crecen las esperanzas –quizá excesivas– de que levante cabeza una opción “wilsonista”.
Los efectos de la crisis continúan, agravados por factores internacionales y por políticas gubernamentales que nada tuvieron que ver con la covid-19. Su manifestación actual más notoria es la caída del poder de compra de salarios y jubilaciones, que primero fue recortado y ahora persigue, sin perspectivas de éxito, al aceleramiento de la inflación.
En el PN y el PC predomina un enfoque de la política económica muy reacio al control de precios y a otras medidas de intervención estatal en el “libre mercado”. No sucede lo mismo en Cabildo Abierto (CA), que combina la apelación a votantes reaccionarios y la disputa con el FA por sectores sociales vulnerables y en el área de las micro y pequeñas empresas.
Este combo, que corresponde a un típico populismo de derecha, le valió también quitarle votantes en 2019 al Partido Colorado, donde hay quienes piensan que para recuperar lo perdido es preciso el retorno de Pedro Bordaberry (cuyas esporádicas intervenciones políticas jerarquizan, desde hace tiempo, los cuestionamientos a CA).
La sumatoria de movimientos en el oficialismo consolida las tendencias más derechistas. Esto le puede convenir a la izquierda en el futuro electoral, pero no le conviene a la sociedad en el crítico presente.