Por eso la despedida final de su pueblo, tapándolo con flores, llorándolo de adentro, quizá porque cada uruguayo sepa que se ha roto el gran molde, que llegarán los OVNI, que se podrá veranear en la Luna, pero que jamás habrá otro José Nasazzi (revista El Gráfico, 1968).

Escuchaba hace poco que no escribimos para nuestros hijos, sino para nuestros muertos, y me llevó a hilvanar estos párrafos, que ojalá sean desordenadamente nuestros. Escribir para los fantasmas, escribir para lo que fue y no, es más, escribir para recordar, escribir para no morirse de nuevo, escribir para descubrir y entender por qué somos como somos.

Escribo y obligo a volver a mirarnos, ver en el espejo retrovisor de la tradición esa primera vez que se izó la bandera uruguaya en 1924 en Francia y esa gente se miró, se emocionó y acarició un poco de patria. Patria, río, un barco, y nos puede matar o salvar una de tiento, pero seguro nos hace soñar.

Casi todo es mito, símbolo

La sociedad es como una red de narraciones; es decir, no sólo se trata de una red de intercambios económicos o sentimentales, sino también como una trama de relatos. En Uruguay, en su breve historia, no hay tantos relatos (no hemos llegado a la adolescencia, dice Hernán Casciari en uno de sus ocurrentes cuentos sobre la edad de los países), pero hay uno contundente e intravenoso que es el del fútbol.

En Uruguay, las canchitas de baby fútbol se siguen multiplicando en todo el país, mientras se pierde la tradición de la lectura o de asistir a misa el domingo. Las páginas del fútbol son –no exclusivamente– de las que han sabido reinventarse y aggiornarse en un país infante, pero caprichoso con el mito. Un país donde el museo más visitado es el Museo del Fútbol, que además se encuentra en el estadio Centenario, el monumento más importante de este territorio. El estadio equivale a nuestra pirámide de Kheops, a nuestro coliseo romano y es también nuestro arco del triunfo, casi literalmente.

Juan Carlos Onetti en el posprimerbatllismo se indignaba y proclamaba que el país no tenía pasado. “Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”, escribió en El pozo (1939). Es cierto que existía la gauchesca, estaba la primera mixtura del criollo y el barco, pero ese relato de fines de la década de 1930 se esfumó, mutó. Hoy deberíamos decir que detrás de nosotros se esconde el balón de tiento, el fútbol, la gloria, la vuelta olímpica, una bandera en alza en Colombes y el nacimiento de una identidad democrática.

La tradición rioplatense es el modo de usar la tradición extranjera, en cierto modo. Acá reinventaron el football para enseñarle al mundo que el fútbol moderno tenía aroma a mate y bandoneón. En este territorio de principios del siglo pasado arrojaron los sacos de té al Río de la Plata, colorearon al hincha y salió de la caverna la primera pasión.

Lo nacional, lo propio, el espejo, se construyó en el fútbol y por ello acá se construyó la ruta que dio tránsito de la invención inglesa a la criollización. Señalaba la revista El Gráfico en 1926 que nuestro fútbol era más técnico, más rápido, más preciso, más bello, más plástico, de mayor precisión que el inglés. La misma revista que fue clave en la invención del relato del fútbol que se construía en las dos orillas, la que determinó que el potrero y el campito eran el mito de origen, y que el pibe de barrio con barro –que adornaba sus tapas– era la imagen del héroe. Existe el Cristo maradoniano de los 80 porque existió esa prensa, y porque existieron magos como Héctor Scarone que convirtieron el barro en oro en esas primeras décadas de un siglo XX problemático y febril, pero que sin saberlo y padeciendo su primera nostalgia a estribor, abrazaba en estos lares su tatuaje más reconocible.

El relato que descomponemos –que es lo que se transmite por el lenguaje articulado, la imagen, el gesto y todo ello junto– es la unidad última de análisis en la lingüística, es la frase. En 1927 un profesor de Literatura escribe para una murga lo que luego sería el himno “Uruguayos campeones”. Desde la década de 1920 éramos los campeones, éramos los mejores; todo podía pasarnos, incluso recibir en nuestra casa al primer mundial de fútbol y construir el altar de cemento para inmortalizarlo. Y a esa época nos remitiríamos siempre. Jorge Lazaroff escribe en 1989 “Al túnel, muchachos, al túnel del tiempo” y tiene sentido que mande a todos a ver para atrás. Vienen diez años como excusa para adornar esas fotografías con color a tango y milongón.

En este 2022 se cumplen ciento diez años del fin del fútbol heroico, que duró de 1891 a 1912, y del que se escribía el primer libro en español sobre el juego. En estos lares, Carlos Sturzenegger, profeta coloniense, ponía sobre tinta la cuestión teórica del juego y advertía que se asomaba un público desaliñado en los estadios, un público que había olvidado los hábitos ingleses. Es decir, la pasión y el fanatismo ya habían llegado a las canchitas con arcos de piedritas en el suelo. Luego la historia es más conocida: el amateurismo marrón (profesionalismo encubierto), los olímpicos mundialistas y la llama del 30.

¿Qué vemos cuando miramos aquello?

Entonces, ¿por qué revisar todo esto, va ligado a la palabra? Me llama la atención profundamente quién tiene acá la palabra sobre el fútbol, es decir, quién tiene el poder de construir presente y proyectar futuro. Mucho se conversa sobre el fantasma de Maracaná y está repleto de detractores de esa leyenda, porque consideran que confunde, que idealiza un viejo amor que nos cerró la puerta hace rato. También se parla bastante de garra, de su falta y presencia. De que todo tiempo pasado fue mejor, o, al contrario, se rankea goleadores del seleccionado hoy –sólo por poner un ejemplo– contra los cracks de los años 1920 y 1930, y así se generan goleadores históricos nuevos. El fútbol moderno versus el clásico, dicen, comparando los dos inicios de siglo, cuando en realidad de fútbol moderno hablaba Suburú en 1959.

Cada uno de estos puntos llevaría un análisis propio, pero creo poder empezar por decir que al menos se transita un fútbol posmoderno, re posmoderno. Que en este país la Enciclopedia de los cien años de fútbol de los años 1969 y 1970 tomó fuertemente la palabra e incidió sobre el concepto de garra que tenemos hoy, que no es el que se tenía en la época de gloria, ni es la clave que configuró los éxitos, sino que es un relato, tal vez un poco distorsionado, que incluso puede haber sido utilizado como salvaguarda colectiva inconsciente para colorear algunos malos años del seleccionado uruguayo en materia de triunfos.

El don y el Don de la palabra

Yo quisiera sugerir que la palabra debería tenerla José Nasazzi. Existe sólo un documento audiovisual al alcance de todos, que es el discurso del popular Mariscal en una conmemoración de los campeonatos, que seguramente haya pronunciado en la década de 1960, cuando ya algunos compañeros de gesta iluminaban sillas vacías. Allí vemos al líder sociocultural de una era exhibir una capacidad de oratoria artiguista y una claridad conceptual con la que expresa que “el destino quiso que fuéramos nosotros los protagonistas en las conquistas de dos campeonatos olímpicos y uno mundial”. El tipo que más ganó a nivel de selecciones en la historia del fútbol, con decanato incluido, le obsequia al destino el azar de sus logros.

Del otro lado, siempre me pareció muy peculiar la condena de Francisco Pancho Varallo, quien desde 1993 hasta su muerte en 2010 ostentó el lugar de único sobreviviente de la final de 1930. En esos años, aquel que fuese un enorme goleador en Boca Juniors desfiló por diversos programas de radio y televisión, dejando muchas veces miradas contradictorias sobre lo ocurrido en aquella final, incluso cuestionando a sus propios compañeros.

No creo en la garra, no creo en el destino que con pensada humildad poetizaba Nasazzi, no creo en los ingleses inventores, no creo en la queja porteña de aquella derrota, no creo el “dronismo” actual del juego, no creo en que se deba apagar Maracaná (que es hijo de la generación de Nasazzi), ni en que se deba renunciar a las estrellas de 1924 y 1928, ni a ser organizadores del Mundial de 2030. Creo que, al contrario, en estos años llega el tiempo de recordatorios solemnes, empieza un recorrido hacia varios centenarios de leyendas deportivas, pero más, de la identidad de un territorio y su gente. Considero que el símbolo, la palabra y la obra de los futbolistas, colaboradores, dirigentes y pensadores del fútbol de comienzos de siglo, que ganó todo lo que se propuso y puso al país en la cima del mundo, debe revelarse como quien encuentra esos álbumes de fotos familiares y se abraza a las historias de sus bisabuelos que desconocía, mientras se da cuenta de que lo siente sanguíneo, y que es espejo de su porvenir.

Tal vez las páginas de historia escolar deberían retratar más a caudillos como Nasazzi, que, sin armas pero con heroísmo, edificaron el relato más importante de todos, el que seguimos peregrinando.

Gastón Lapaz es abogado y ha estudiado el origen del mito rioplatense del juego. Estos apuntes se sembraron en el marco del proyecto Río de la Pelota, que lleva adelante junto a Felipe González Rossi.