La primera marcha, la que dio origen a esta que 26 años después realizaremos el próximo 20 de mayo, tuvo lugar en 1996, cuando se cumplían 20 años de impunidad de cuatro asesinatos, los de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Barredo y William Whitelaw, y de la desaparición de Manuel Liberoff.

Nuestro interés al referirnos a aquella primera marcha es en razón de considerar, en el mes de la memoria, que las marchas del 20 de mayo también tienen una historia que hay que conservar en la memoria.

La iniciativa y su materialización tuvieron lugar en un escenario muy particular. Cuando opto por hablar de un “escenario”, que la teoría marxista define como la “coyuntura”, lo hago porque el concepto de escenario me resulta más gráfico, ya que nos obliga a pensar y tener en cuenta los actores, que, en esos escenarios o coyunturas políticas, económicas, jurídicas, etcétera, actúan para transformar una realidad.

En ese sentido, cada Marcha del Silencio fue y es una forma de acción política para modificar una realidad de impunidad e irresponsabilidad del Estado con relación a todos los delitos de lesa humanidad del llamado pasado reciente.

Esta forma de acción política de cada una de las marchas anteriores tuvo lugar en determinados escenarios, que, si bien tenían en común la impunidad y la irresponsabilidad del Estado, también tenían sus particularidades.

Hablemos, entonces, de aquel escenario de la década del 90, en el que se incorpora a la lucha contra la impunidad las marchas del 20 de mayo. Entrábamos en aquella década habiendo perdido el referéndum contra la ley de caducidad, y se iniciaba un período muy duro, en el que el tema del juicio y castigo a los responsables del terrorismo de Estado quedó confinado a las preocupaciones de limitados sectores de la sociedad.

Era, también, un escenario de fuerte ofensiva neoliberal, en el que los intentos de organizarse para resistir los efectos de esos dos elementos combinados, impunidad y neoliberalismo, debían superar, incluso dentro del campo popular, las consecuencias devastadoras de la ideología neoliberal.

Eran tiempos en los que se fomentaban los silencios cómplices, los renunciamientos. En ese marco, bregar por el derecho a la justicia era algo muy difícil.

A pesar de todo eso, había esfuerzos para orientar la resistencia tanto para los desafíos más inmediatos como para aquellos que, sin duda, preveíamos que serían necesarios en el futuro.

Para quienes seguíamos soñando con un mundo distinto, sin impunidad, el futuro de la democracia era un tema cardinal de nuestras preocupaciones. Una verdadera democracia que pensábamos que, necesariamente, implicaba revalorizar la vigencia de los derechos humanos.

¿Qué valor le atribuíamos a esa revalorización de los derechos humanos? La ubicábamos principalmente como un aporte que debía realizarse desde las luchas de las organizaciones de la sociedad civil, en las que le otorgábamos un rol importante al movimiento sindical. No ignorábamos el hecho de que el PIT-CNT estaba profundamente atravesado por los desafíos que implicaba luchar contra los efectos de la ofensiva neoliberal en el mundo del trabajo, al que se agregó el referéndum contra la Ley 16.211 de privatización de las empresas públicas del gobierno del Partido Nacional.

Cada Marcha del Silencio fue y es una forma de acción política para modificar una realidad de impunidad e irresponsabilidad del Estado con relación a todos los delitos de lesa humanidad del llamado pasado reciente.

Por otro lado, en lo personal, nos sentíamos políticamente en la obligación y la necesidad de buscar los caminos para construir una visión integradora de los distintos problemas que nos afectaban a los uruguayos en el seno de una sociedad que amenazaba ser cada vez más inhumana, convencidos de que ese esfuerzo debía ser una reafirmación de una histórica lucha de los trabajadores organizados contra el autoritarismo estatal, uniendo esfuerzos con otros sectores de la sociedad.

Los años que precedieron a la primera Marcha del Silencio de 1996 eran los tiempos de las propuestas de “hacé la tuya” y “viví el presente”, que actuaban también muy eficazmente para restarle sentido a la preocupación por un pasado sobre el que se había impuesto la impunidad.

La ideología neoliberal era, además de un himno al individualismo, una apuesta a forzar al olvido a una sociedad que había vivido experiencias límites bajo el terrorismo de Estado.

Esas situaciones límites vividas, tanto en la inmediatez de los asesinatos, las torturas, los secuestros, las desapariciones, las prisiones, el exilio, como en la conciencia diferida que se tuvo de ellos, a partir de empezar a conocerlos, tuvo significados particulares para la sociedad en general y para cada ciudadano.

Ante eso, en esos años era fundamental plantear los elementos que ayudaran a ubicar sanamente al ciudadano frente a las experiencias vividas en el llamado pasado reciente. Eso no era soplar y hacer botellas.

Tengo la impresión, sin querer introducirme en el campo de la psicología, de que en aquellos años y con ese escenario tan complejo y difícil, para algunas víctimas, poder olvidar era vivenciado como el “descanso”, la “paz”, luego de aquellos largos períodos vividos de extrema tensión y desgarros. Hasta podría aventurar que en algún momento el olvido se pudo vivir como la “seguridad”, luego de la incertidumbre que generó el terrorismo de Estado.

La dictadura y sus prácticas de represión inhumanas nos legaron, sin duda, una sociedad saturada de lágrimas y sufrimientos. Y fue sobre ese terrible legado que, desde los gobiernos posdictadura de los partidos tradicionales, se nos bombardeó con algunas inquietantes y amenazadoras interrogantes que buscaban generar miedo.

¿Qué sentido tenía revivir el dolor padecido en el pasado? ¿Por qué seguir insistiendo en revivir un pasado que divide a la sociedad y nos quita la paz?, nos preguntaban.

Nosotros teníamos la obligación de preguntarnos otras cosas, porque queríamos y necesitábamos otras respuestas.

¿Qué nos preguntábamos? Si se podría secar impunemente la sangre derramada de nuestros compañeros desaparecidos o asesinados. Si se podría calmar los dolores sin término de aquellos familiares y compañeros de lucha que buscan a sus seres queridos. Si se podría mitigar los gemidos de los torturados. Si se podría apagar los remordimientos de los que fueron obligados a claudicar ante la tortura. Si se podría remediar el gris dolor de los que fueron dejados sin trabajo, los condenados al exilio y la cárcel. Si aceptaríamos que nos sumieran en la oscuridad del olvido, y a qué costo.

Con los medios y la fuerza que otorga el poder estatal, la propuesta del olvido jugaba, y aún hoy juega, con la inocencia de las personas, agitando los fantasmas del miedo.

Esas interrogantes que nos hacíamos, ante el silencio de un Estado cómplice e impulsor de la impunidad, nos llevaron a revalorizar aún más la lucha en defensa de los derechos humanos, enfrentando a ese poder que arrojaba la propuesta del olvido sobre la memoria de los vacilantes, fundamentadas en el “bien superior”, en la “paz”, en la “estabilidad”.

Con los medios y la fuerza que otorga el poder estatal, la propuesta del olvido jugaba, y aún hoy juega, con la inocencia de las personas, agitando los fantasmas del miedo, para que la memoria individual, que es más frágil y efímera, termine afectando la memoria colectiva, aquella que desafía el paso del tiempo.

En aquel escenario complejo teníamos planteado el gran desafío de cómo resolver adecuadamente la relación e integración del pasado y del presente desde una perspectiva de futuro. Y eso pensábamos que sólo era posible con memoria, verdad y justicia, algo que era categóricamente negado por la aplicación indiscriminada de la ley de caducidad y las políticas públicas funcionales a la impunidad.

En aquel Uruguay de los 90 convivíamos los que olvidaron por opción y cálculos políticos, y los que no queríamos olvidar y se nos quería forzar a hacerlo en función de las llamadas “razones de Estado”, que se disfrazaban, muchas veces, con el nombre de una “paz” que se había transado y pactado a nuestras espaldas en el llamado “proceso de transición”.

En el escenario regional, eran años con una Argentina con Carlos Menem, un Brasil con Fernando Collor de Mello, un Chile con Augusto Pinochet como senador vitalicio, un Perú con Alberto Fujimori.

Sin embargo, el pasado, cual profunda e incontenible corriente subterránea, a mediados de los 90 comenzó a irrumpir e inundar a la sociedad, transformándose en presente y cuestionando el futuro que nos proponían los partidos tradicionales, poniéndolo a prueba. Pero para que eso ocurriera hubo que remar contra la corriente tanto desde la sociedad civil como desde aquellas organizaciones políticas que incorporaron la lucha contra la impunidad a su identidad.

En el mundo se desataba un interesante proceso de crecimiento en la conciencia universal de la necesidad de perseguir y castigar los delitos de lesa humanidad. Ese proceso produjo lenta y gradualmente efectos en el sistema judicial y generó también, en el movimiento de lucha por los derechos humanos, la necesidad de prestarle especial atención al uso de los instrumentos internacionales tanto para su puesta en funcionamiento como para su perfeccionamiento y eficacia.

En ese marco comienza este largo recorrido de años de lucha por memoria, verdad, justicia y nunca más terrorismo de Estado, por el que estaremos nuevamente, este 20 de mayo, poblando las calles. Estaremos en este nuevo escenario de revisionismo, de ataques al sistema judicial y a la institucionalidad de defensa de los derechos humanos, de iniciativas parlamentarias para retroceder en los avances trabajosamente conquistados, redoblando el compromiso de que en nuestra lucha de hoy están todos ellos.

Raúl Olivera Alfaro integra la Comisión de Derechos Humanos y Políticas Sociales del PIT-CNT.