La situación de Colombia y Brasil abre una inflexión importante en el mapa latinoamericano.

Gustavo Petro y Francia Márquez representan una oportunidad histórica de cambio en una sociedad marcada por la guerra social y la violencia, donde el asesinato de líderes populares tiene muchas décadas y continúa hasta el día de hoy. Esa acumulación electoral tiene sus raíces en los levantamientos populares de los últimos años y en especial en lo que Luis Carlos Castillo llama el “levantamiento de la pobrecía” en 2021. Su victoria es un hecho sin precedentes y una gran esperanza para su pueblo. Junto a los planteos de justicia social, cabe resaltar las miradas feministas, los enfoques respecto del ambiente y la enorme apuesta por la paz.

La posibilidad del triunfo de Lula ante Bolsonaro enfrenta todavía injerencias de las Fuerzas Armadas en los procesos electorales e incluso intentos golpistas. Como demostraron el impeachment contra Dilma y la prisión de Lula, los poderes reaccionarios tienen una gran influencia institucional, social, cultural y religiosa.

Estas batallas se suman al triunfo de Gabriel Boric en Chile, la derrota del golpe en Bolivia y el nuevo gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS). Un poco más atrás, Andrés Manuel López Obrador en México y Alberto Fernández en Argentina evidenciaron que los progresismos seguían siendo alternativas en el continente.

La inflexión actual tendrá un gran impacto regional y también efectos en un panorama mundial en el que la guerra y el armamentismo, las desigualdades, el sufrimiento social y la crisis ambiental se incrementan. Los liderazgos de Lula y Hugo Chávez, junto con los de Néstor Kirchner, Evo Morales, Tabaré Vázquez y José Mujica, demostraron en el pasado su capacidad de incidencia internacional.

La poderosa ofensiva derechista de los últimos años no ha logrado estabilizar una nueva situación latinoamericana. Los fascismos sociales y culturales crecieron pero no consiguieron una nueva hegemonía. Las luchas populares muestran un panorama de resistencias múltiples y de confrontación de proyectos societarios.

Al mismo tiempo, los nuevos gobiernos progresistas enfrentan muchos de los dilemas, encrucijadas, debilidades y contradicciones de sus antecesores. Los gobiernos de izquierda latinoamericanos del siglo XXI son un fenómeno sin precedentes para un continente cuya historia ha estado marcada por los autoritarismos. La masacre de pueblos indígenas, la esclavitud de millones de personas, el colonialismo y el terrorismo de las dictaduras militares fueron expresiones de sistemas de opresión profundamente arraigados.

La democratización de la sociedad y el Estado son el nudo central de los procesos latinoamericanos. Cuando Rita Segato afirmó en el Foro Mundial del Pensamiento Crítico, en 2018, que las fuerzas progresistas fueron derrotadas en la región porque apostaron todo al Estado (del cual controlaban sólo el gobierno y hasta cierto punto) mientras la derecha ganó terreno en la sociedad, estaba haciendo un cuestionamiento muy agudo a tener en cuenta. Esta afirmación requiere investigaciones concretas, porque los procesos progresistas fueron heterogéneos.

¿De qué manera se modificaron las reglas de juego del Estado, sus vínculos con la población, sus estructuras y funcionamiento? ¿Existió un fortalecimiento de las fuerzas sociales, la sociedad organizada y en particular los sectores populares crecieron, aprendieron, se unieron, construyeron nuevos poderes? ¿Qué sucedió con el bloque en el poder?

Los gobiernos progresistas lograron un descenso importante de la pobreza y la indigencia creando una trama de protección social, mejorando las condiciones de vida y el ejercicio de derechos de amplios sectores postergados. Sin embargo, el porcentaje de ingresos y patrimonio apropiados por el sector más concentrado de la riqueza no se modificó. En el período progresista ganaron espacio las políticas públicas orientadas a los derechos humanos, económicos, sociales y culturales, a la ciudadanía plena y la inclusión social. Estos modelos de crecimiento con redistribución generaron una mejora significativa de la situación social, pero en muchos casos no modificaron en profundidad las estructuras que sustentan la desigualdad ni se plantearon concepciones del desarrollo que incluyeran la dimensión ambiental de la crisis.

La poderosa ofensiva derechista de los últimos años no ha logrado estabilizar una nueva situación latinoamericana. Los fascismos sociales y culturales crecieron pero no consiguieron una nueva hegemonía.

Al mismo tiempo, las “reformas progresistas” pueden ser (y han sido en ciertos casos) emancipadoras y no sólo paliativas de los efectos más perversos del modelo neoliberal. Pueden construirse “utopías reales”, como proponía Eric Olin Wright, que vayan gestando el camino hacia una sociedad diferente.

Las izquierdas latinoamericanas llegaron al gobierno en estados llenos de selectividades, sesgos y contradicciones. En una década lograron iniciar cambios significativos en lo social y lo institucional, pero también dejaron en pie estructuras de poder concentrado en manos de la derecha (política, económica, mediática, militar, religiosa) y en muchas ocasiones debilitaron su vínculo con los movimientos de masas.

Los enclaves de poder concentrado, defensor de privilegios, operaron para desgastar y luego derrotar los gobiernos progresistas. En Brasil, la complicidad activa del Poder Judicial y los mecanismos de lawfare, la confluencia de mayorías parlamentarias conservadoras y corruptas, la gran prensa, algunos grupos religiosos y el Ejército. En Bolivia, el Ejército y la Policía dieron un golpe de Estado.

La represión brutal a las movilizaciones populares en Ecuador, Chile, Colombia y Bolivia en 2019 es un ejemplo doloroso del carácter de clase de estos estados, que no dudan en violar derechos humanos y garantías democráticas frente a la protesta social. Al mismo tiempo no les alcanza con la represión para garantizar el orden y la estabilidad.

Para las fuerzas populares surgen escenarios complejos, en los que la movilización social y su articulación con las expresiones partidarias y los gobiernos son un elemento clave. No basta la decisión política de los gobernantes para cambiar estructuralmente el Estado. Transformar la sociedad es un proceso más amplio. Se necesitan nuevas correlaciones de fuerza, estructuras y prácticas democratizadoras. No se trata de un acto puntual, sino de un conjunto de acciones con efectos en lo institucional, las prácticas sociales, la subjetividad y la conciencia colectiva. Se precisan nuevas formas de hacer política, con alianzas entre fuerzas sociales y políticas como protagonistas de una mayor democratización de la sociedad y el Estado. La unidad del campo del pueblo, la diversidad de luchas que tejen redes entre sí, la radicalidad en el horizonte de transformaciones y la capacidad de construir paso a paso junto con la gente son aspectos de una nueva hegemonía.

Los procesos democratizadores en múltiples campos (salud, relaciones laborales, educación, ambiente, vida comunitaria, relaciones de género, etnias y clases) generaron experiencias fecundas que permitieron la recuperación de la política como práctica colectiva. Se produjeron nuevos conocimientos, con enfoques de investigación-acción-participación, retomando aprendizajes de la educación popular, a Paulo Freire, Orlando Fals Borda y tantos otros.

Es democratizar la democracia, como propone Boaventura de Souza Santos.

La reinvención de la política que refiere Hernán Ouviña es un factor fundamental en una América Latina que aparece como “una inmensa escuela a cielo abierto” que resiste la explotación, la violencia y el saqueo, sin dejar de ensayar propuestas de vida digna en sus territorios. Colombia es el ejemplo más cercano.

Pablo Anzalone es licenciado en Ciencias de la Educación y fue director de Salud de la Intendencia de Montevideo.