En América Latina y el Caribe vivimos tiempos de cambio, de un cambio que las mayorías quieren, y precisan, que sea democrático y progresista. En Estados Unidos también se vive, luego de la pesadilla trumpesca, tiempos de cambio que se prometieron, a su manera, progresistas. De todo ello debe dar cuenta la próxima Cumbre de las Américas, que arrancó mal.

Vivimos tiempos de cambio. Cambios que deben responder a las expectativas de progreso, a las insatisfacciones y desigualdades que imperan en nuestro continente desde tiempo atrás, a las que se agregó el azote de la pandemia, con sus múltiples y pesadas facturas. Y como si todo lo anterior no fuera poco, y sobre un escenario económico global ya complejo y amenazante, vinieron los efectos negativos provocados por la injustificable invasión de Ucrania por parte de Rusia.

No es posible ignorar la discusión acerca de la utilidad de las cumbres, y de las “de las Américas” en particular. Quizás Estados Unidos pretende volver a recrear con los países latinoamericanos un escenario de relaciones propio de los 90, aquel del Consenso de Washington y de las “relaciones carnales”. Quizás Estados Unidos pretenda un alineamiento automático de los países latinoamericanos en su creciente enfrentamiento con China. Ojalá que no sea así: los tiempos cambiaron, en Estados Unidos, en América Latina y en el mundo, y más vale que todos se den cuenta de ello.

Por otro lado, quizás algunos mandatarios latinoamericanos conciban la cumbre como una oportunidad para obtener alguna clase de “reconocimiento” por parte de los gobernantes estadounidenses, quizás para otros sea la ocasión para recoger aplausos a nivel de su base político-electoral local desafiando retóricamente a los gobernantes del país anfitrión y, para otros, quizás puede ser, simplemente, una vía para cultivar bilateralmente corrientes comerciales y de inversión. Y tal vez otros, simplemente, piensen que la cumbre no tiene sentido, que el principal socio comercial de la región es China y que, por lo tanto, nuestros esfuerzos políticos y diplomáticos, y nuestra preocupación económica, debería estar inclinada exclusivamente hacia el Pacífico.

Uruguay estará representado por su presidente, Luis Lacalle Pou, y esperemos que no se vea tentado a usar la cumbre como escenario para la proyección de un pretendido liderazgo de la derecha subcontinental. El antecedente de su participación en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), realizada en México en setiembre de 2021, no permite ser optimista.

La cumbre es una oportunidad de debatir y, eventualmente, llegar a algunos principios de acuerdos acerca de problemas que, por ser comunes, requieren abordajes concertados, una fuerte voluntad política, cooperación y una potente movilización de recursos. Me refiero, por ejemplo, a los movimientos migratorios –miles y miles de latinoamericanos que penosamente cruzan las fronteras a la búsqueda de un futuro mejor–, a las consecuencias de la “guerra a las drogas” –una guerra en la que los latinoamericanos ponemos sangre y recursos en una batalla que, en muchos aspectos, no es ajena y que contamina mortalmente nuestro sistema político y social–, la agenda ambiental –que ya no se puede soslayar y en la que la riqueza y diversidad natural y las formas de producir y consumir en los países de la región deben incorporar los imperativos de la lucha contra el cambio climático, para lo que también se precisa financiamiento y cooperación–, la agenda económico-comercial.

Respecto de esta última, ¿cuál es la propuesta de Estados Unidos? Sabemos que los acuerdos comerciales en formato de tratado de libre comercio (TLC) no están en la agenda de la administración de Joe Biden, pero ¿cuál es la agenda económico-comercial para los países de América Latina? En su reciente gira asiática, el presidente Biden lanzó, para aquellos países (menos China), la IPEF (Indo-Pacific Economic Framework), que no es un TLC, que no refiere a los aranceles sino a facilitación del comercio y estándares para hacer más “resilientes” las cadenas de suministro, inversiones en infraestructura y energías limpias y nuevas reglas para la tributación y el combate a la corrupción. Bien, ¿cuál es la agenda económico-comercial de Estados Unidos para la región? No lo sabemos.

No precisamos ni queremos una cumbre con exclusiones ni que mire al pasado. Queremos que nuestros mandatarios estén a la altura.

Hay, sí, algo que los latinoamericanos no queremos. No queremos que la región se incorpore en ninguna dinámica propia de la crecientemente intensa rivalidad estratégica, y por momentos enfrentamiento, que Estados Unidos y China llevan adelante en todos los planos. En ese sentido, el reciente discurso del secretario de Estado Antony Blinken definiendo a China como “el único país que tiene la intención de remodelar el orden internacional y que tiene los medios, el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo”, y expresando su intención de enfrentarla, da la pauta del tenor de las tensiones. Las dos superpotencias tienen que encontrar la forma de competir cooperando, y los países de nuestra región deben ser respetados a la hora de definir con autonomía sus formas de inserción en el mundo. América Latina ya sufrió mucho, y en todos los planos, cuando fue escenario, y en muchos casos simple peón, en la “Guerra Fría” entre Estados Unidos y URSS, y no sería bueno reeditar aquella pesadilla. Entiéndase bien, no estamos en ese escenario ni queremos estar.

A esta altura, es claro que los preparativos para la cumbre no estuvieron a la altura de las necesidades. Los intereses y compromisos políticos locales de la administración Biden gravitan mucho, demasiado. Y la falta de percepción acerca de las sensibilidades imperantes en la región no es una buena señal en cuanto al lugar que ocupa la región de América Latina y el Caribe en la agenda positiva de la administración Biden. Ojalá ello se revierta.

Para concluir, y aunque parezca contradictorio, primero lo primero. La Cumbre de las Américas debe ser una cumbre sin exclusiones. Hay en “las Américas” distintos sistemas políticos y liderazgos, y no es la ciudad de Los Ángeles el lugar donde discutir ni intentar saldar las diferencias. Existen, eso sí, problemas y desafíos comunes y, por lo tanto, hay que esforzarse por discutir las soluciones en conjunto. Y, sobre todo, no podemos quedar atrapados en acciones y posiciones del pasado. Como en su momento, allá por diciembre de 2014, dijo el presidente Barack Obama cuando anunció su voluntad de “normalizar” la relación con Cuba: “No podemos continuar haciendo lo mismo que hicimos durante 50 años y esperar un resultado diferente”. Al respecto son bienvenidas las recientes medidas del presidente Biden, revirtiendo algunas de las restricciones lamentablemente reimpuestas por su antecesor y que tanto perjudican al pueblo cubano. Es necesario que continúe y profundice ese camino. El pueblo cubano no merece más sufrimiento, y la “normalización” de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba debe ser total e irreversible. De la misma forma para con el régimen venezolano: que el reciente acercamiento de Estados Unidos, provocado por el renovado interés en el área del petróleo, derivado de las sanciones a Rusia, sea la oportunidad para llevar adelante un diálogo que, junto con otros pasos, promueva la plena vigencia de las libertades democráticas en Venezuela.

Queda para otra oportunidad reflexionar acerca de cómo los países de América Latina, a pesar de su heterogeneidad, pueden revertir el tránsito hacia una creciente irrelevancia en el que se encuentran inmersos y ser capaces de construir una agenda de integración regional viable incorporando, por ejemplo, los aprendizajes en la materia de la anterior “era progresista”. Una era que, en materia de integración regional, dejó tan frágil legado.

En todo caso, y para la IX Cumbre de las Américas, comercio, inversión, migraciones, agenda ambiental, un nuevo abordaje para la lucha contra el narcotráfico, normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, cooperación, cooperación y cooperación. Son muchos los problemas que exigen un abordaje común y, por lo tanto, muchas las áreas de diálogo. No precisamos ni queremos una cumbre con exclusiones ni que mire al pasado. Queremos que nuestros mandatarios estén a la altura.

Gabriel Papa es economista, asesor de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.