Desde la Revolución Francesa hasta nuestros días existe un campo de luchas y tensiones en torno a las normas que rigen las relaciones entre el Estado y los ciudadanos, y sobre los instrumentos diseñados para amparar a estos últimos. Ejemplos existen en el mundo de las variadas formas de autoritarismo en que esas tensiones se han revelado: regímenes que ponen al sistema judicial al servicio de sus políticas; otros que implantan nuevas normas que van en el sentido de blindar las políticas estatales de la acción o el control ciudadano; regímenes abiertamente dictatoriales que barren todo vestigio de protección de los seres humanos del autoritarismo del Estado.

Es una tentación recurrente en la historia reciente de la humanidad que gobiernos, sean del color que sean, busquen limitar o neutralizar la intervención de la sociedad civil organizada cuando esta no les deja el campo libre para implementar impunemente políticas que violentan sus derechos.

En una sociedad auténticamente democrática –y para ello no alcanza con que se cumpla con la realización de elecciones en los plazos establecidos en la Constitución–, la existencia de normas destinadas a proteger a los ciudadanos no es suficiente para darles certeza y tranquilidad; la independencia de los poderes judiciales nacionales son un resguardo indispensable.

En nuestro país, a partir del 13 de junio de 1968 sufrimos las consecuencias de un proceso de perversión de las normas del derecho que empezó a ser ya no de protección del ciudadano sino de las políticas del Estado: Medidas Prontas de Seguridad, congelación de salarios, anulación de los Consejos de Salarios, prohibición de huelgas, Estado de guerra interno, etcétera. Lo que hoy es catalogado como el período de actuación ilegítima del Estado.

A ese período lo siguió, a partir del 27 de junio de 1973, la dictadura cívico-militar, un régimen que barrió todo vestigio del Estado de derecho.

Culminada la dictadura y con la instalación de aquella democracia pactada, la expectativa de que con ella se restaurarían las normas que nos reintegrarían los derechos a la verdad y la justicia sobre las conductas criminales del Estado dictatorial fue traicionada.

La designación del próximo directorio de la INDDHH a partir de cuotas favorables a quienes conducen las políticas del Estado es una muestra de una forma de autoritarismo estatal.

La aprobación de la ley de caducidad fue la forma más profunda de la perversión del sistema legal concebido para limitar el autoritarismo de los estados y proteger al ciudadano. Dicho de otra manera, las normas, que debían operar en el sentido de ponerle límites al poder del Estado, pasaron a establecer límites a los derechos ciudadanos de acudir ante los tribunales para que se les reintegraran los derechos a la verdad y la justicia.

La dictadura militar proyectó así su alargada sombra con una nueva forma de autoritarismo: el poder ilegítimo que le otorgó la ley de caducidad al Poder Ejecutivo de decidir qué conductas debían ser objeto de las indagatorias por parte del sistema judicial.

La declaración de inconstitucionalidad de la ley de caducidad, la ley que reinstaló la pretensión punitiva del Estado, y la condena al Estado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos dejaron sin efecto jurídico la impunidad mantenida para las violaciones cometidas por el Estado.

A partir de ahí, el campo de lucha y tensiones se instaló indisimuladamente en las normas y las instituciones. Eso explica los intentos de dejar sin efecto la Ley 18.831, la reimplantación de la caducidad, y los ataques al sistema judicial, en particular a la fiscalía especializada dirigida por Ricardo Perciballe y a la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH), que tiene por finalidad la protección de los derechos humanos y de las libertades de todas las personas frente a actos, amenazas o acciones ilegales, injustas, irrazonables, negligentes o arbitrarias de cualquier autoridad estatal.

La designación del próximo directorio de la INDDHH a partir de cuotas favorables a quienes conducen las políticas del Estado, desmereciendo a aquellos que genuinamente representan la confianza de la sociedad civil organizada, es una muestra de una forma de autoritarismo estatal. Según esta visión, el que tiene autoridad manda, y el resto, esté o no de acuerdo, porque se amenazan sus derechos, obedece. Este es un principio autoritario, que es también el concepto militar.

Al rey no le gusta que le digan que está desnudo, y menos que lo obliguen a vestirse.

Raúl Olivera Alfaro integra la Comisión de Derechos Humanos y Políticas Sociales del PIT-CNT.