En los años 20 del siglo pasado se fundaba en Italia, en base al culto nacionalista y al duce, una religión fascista basada en la sacralización de la violencia, de la sangre de los caídos en la Primera Guerra Mundial. Al observar cómo Benito Mussolini elaboraba una serie de ritos y símbolos, en pos de la “revolución nacional” y la regeneración del “hombre nuevo”, surge la pregunta de si existe un mesianismo fascista.

Salvando los anacronismos, hoy también podemos ver similitudes con movimientos políticos antidemocráticos que recurren a la violencia como forma de dar un sentido sagrado, de purificación y martirio, para la acción de algunos militantes de las ultraderechas. Estos grupos crean un relato de volver a conquistar un supuesto pasado glorioso nacional perdido, frente a la amenaza de un enemigo interno, sea “el comunismo”, “el globalismo”, “el feminismo” o “la diversidad”. Estas narrativas dan sentido y movilizan formas de acción política que justifican la violencia y que usan el discurso religioso como un arma para aumentar su legitimidad.

Estamos en un momento histórico en el que no sólo hay descrédito de la democracia, sino del sistema de vida “capitalista, occidental y cristiano” en general, se banaliza la violencia y se deshumanizan los vínculos. El discurso nacionalista de la ultraderecha puede seducir a muchos desencantados e incluso puede ser convocante, ya que genera un sentido de pertenencia unificado en una propuesta, que consiste en atemorizar o destruir por la fuerza a un supuesto enemigo, o una otredad que fue construida como una amenaza. La causa y la adhesión a un mesías puede pedir sacrificios.

El historiador italiano Emilio Gentile (2007) explica en su libro El culto del littorio el proceso de sacralización política en la Italia fascista. Allí da cuenta de que este movimiento tiene un momento de efervescencia inicial, donde los “nuevos creyentes” son mayormente intolerantes a los cultos y símbolos diferentes de los propios. Así mismo explica la dimensión religiosa del fascismo, que hace una sacralización de la idea de nación con ritos y símbolos que buscaban la restauración de la unidad del pueblo y la nación, basada en una serie de mitos.

Los mitos expresan una concepción particular de la historia, que incita a los hombres que creen en ellos a desarrollar acciones heroicas. En este sentido el fascismo define el mito como imagen y símbolo capaz de despertar en las masas emociones, entusiasmo, voluntad de actuar. Mussolini, que entendía el poder de este instrumento, afirmaba: “El mito es una fe, es una pasión”. También en el bolsonarismo el mito cumple un papel clave, ya que justamente “mito” es el nombre que recibe Bolsonaro por parte de su base militante.

Con los acontecimientos del 8 de enero en Brasilia se muestra que la capacidad de movilización, la sacralización de la política y la adoración al líder se han vuelto parte inherente del quehacer político de este país. Ahora la dificultad es entender cómo se puede desarmar o limitar estos movimientos sin responder con más violencia, más sacralización política y sin generar nuevos mártires que alimenten el mito.

Es una coyuntura realmente compleja, que desafía la democracia, la convivencia pacífica y las formas de organización social que nos hemos dado como humanidad. La sacralización de la política en estos procesos autoritarios que vive Brasil atenta contra la democracia, los derechos humanos y las espiritualidades y religiones, que son utilizadas como armas para justificar la violencia.

Nicolas Iglesias Schneider es licenciado en Trabajo Social, especialista en política y religión